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Quiero que los lectores entiendan esto: estaba muy excitado, era apasionado, joven, creativo, brillante, tenía éxito y me debatía en una indecisión que fluctuaba entre la autosatisfacción y la falta de confianza, entre una extremada buena intención y una astucia artera. A pesar de que vivía el entusiasmo de un columnista al principio de su carrera, ni me hubiera atrevido a acercarme a aquellos tres grandes maestros de mi profesión de no haber estado íntimamente seguro de que por entonces yo era más leído que ellos, recibía más cartas de lectores, escribía mejor, por supuesto, y de que al menos eran amargamente conscientes de los dos primeros hechos.

Por eso tomé con alegría, como un signo de victoria, el que me fruncieran el ceño. Por supuesto, se habrían portado mejor conmigo de haber sido un lector vulgar que les expresaba su admiración en lugar de un joven columnista de éxito. En un primer momento no me invitaron a sentarme a su mesa y esperé de pie; cuando lo hicieron me enviaron a la cocina como si yo fuera un camarero y fui; quisieron ver una revista semanal, corrí al quiosco y se la traje; a uno le pelé la naranja, a otro le recogí la servilleta que se le había caído al suelo reaccionando antes que él y respondí a sus preguntas tal y como ellos querían, modesto y avergonzado, y, no, señor mío, por desgracia no sabía francés pero por las noches intentaba descifrar Les Fleurs du Mal con el diccionario en la mano. Mi ignorancia hacía mi victoria aún más insoportable, pero mi modestia y mi vergüenza aliviaban mis culpas.

Años después, cuando yo hice lo mismo con jóvenes periodistas, comprendí mejor que lo que de hecho pretendían los tres maestros, mientras aparentaban no prestarme la menor atención y conversaban entre ellos, era simplemente impresionarme. Los escuchaba respetuoso y en silencio: ¿qué motivos reales habían obligado a convertirse al Islam a ese científico atómico alemán cuyo nombre no se caía de los titulares de los periódicos? Cuando el santo patrón de los columnistas turcos, Ahmet Mithat Efendi, había atrapado en un callejón oscuro una noche a Sait Bey el Elástico, que le había vencido en una disputa literaria, y le dio una buena paliza, ¿se había asegurado de que le prometiera abandonar la ardiente polémica que había entre ellos? ¿Era Bergson un místico o un materialista? ¿Cuál era la prueba de que en el mundo existía un «segundo universo» misteriosamente oculto? ¿Quiénes eran los poetas a los que en las últimas aleyas de la vigésimo sexta azora del Corán se les reprochaba que aparentaran hacer y creer determinadas cosas aunque no fuera cierto? Y en relación con eso, ¿era André Gide realmente homosexual o, como el poeta árabe Abu Nuwas, aparentaba ser de la otra acera aunque le gustaban las mujeres porque sabía que así les llamaría la atención? ¿Se había equivocado Julio Verne al describir en el párrafo inicial de su novela Kerabán el testarudo la plaza de Tophane y la fuente de Mahmut porque había usado un grabado de Melling, o porque había plagiado tal cual la descripción de Lamartine en su Voyage en Orient ? ¿Había incluido Mevlâna en el tomo quinto de su Mesnevi la historia de la mujer que muere fornicando con un asno por el cuento en sí o por la moraleja? Como mientras discutían de manera educada y cuidadosa aquella última pregunta sus miradas se deslizaron hacia mí y sus blancas cejas me enviaron signos de interrogación, les di mi opinión: había incluido el cuento allí por sí mismo, como todos los demás cuentos, pero había querido taparlo con el velo de tul de la moraleja. El escritor a cuyo entierro fui ayer me preguntó: «Hijo, cuando escribe un artículo, ¿lo hace con intención moral o por divertir?». Para demostrar que tenía las ideas muy claras sobre cualquier asunto, me agarré a la primera respuesta que me vino a la cabeza: «Para divertir, señor». No les gustó. «Es usted joven y está al principio de su carrera -me dijeron-. Vamos a aconsejarle un poco». Salté de mi asiento entusiasmado. «¡Señores, me gustaría tomar nota de sus consejos!», les respondí y muy excitado fui de una carrera a la caja y le pedí al propietario del restaurante unos papeles. Me gustaría compartir con ustedes, lectores míos, los consejos sobre la profesión de columnista que escribí en una cara de aquellos papeles que por la otra tenían impreso el nombre del restaurante con la tinta verde de una pluma lacada que me prestaron durante aquella larga charla de un domingo.

Sé que hay algunos lectores que sienten una curiosidad impaciente por el nombre de aquellos maestros hoy olvidados; esperan que, por lo menos, les susurre al oído los nombres de esos tres mosqueteros de la pluma, algo que he conseguido ocultar hasta ahora, pero no voy a hacerlo. No para que los tres descansen en sus tumbas, sino para separar al lector que se merece esa información del que no se la merece. Con ese objeto, voy a recordar a cada uno de los tres columnistas muertos con el seudónimo que usaban otros tantos sultanes al escribir poesía. Los que averigüen a qué sultán corresponde cada sinónimo quizá puedan resolver este misterio, que por otra parte carece de la menor importancia, si se tiene en cuenta que existe un paralelismo erítre los nombres de los sultanes poetas y los de mis maestros. Pero el verdadero enigma está oculto en el misterio de la partida de ajedrez de orgullo que jugaron los maestros a golpe de consejos. Como aún no entiendo del todo la belleza de ese misterio, de manera parecida a los desgraciados incapaces que comentan en las secciones de ajedrez de las revistas las jugadas de los grandes maestros sin comprenderlas, he colocado entre las opiniones de mis maestros y entre paréntesis mis humildes comentarios y mis modestas ideas.

A: El Justo. Ese día de invierno llevaba un traje color crema de paño inglés (escribo eso porque aquí llamamos paño inglés a cualquier tela cara) y una corbata oscura. Era alto y tenía un bigote blanco bien cuidado y peinado. Usaba bastón. Con la apariencia de un gentleman inglés sin dinero, aunque no sé si es posible ser un caballero sin tener dinero.

B: El Afortunado. El nudo de la corbata suelto y ésta tan arrugada como su cara. Llevaba una vieja chaqueta, manchada y sin planchar. Debajo de ella se veía un chaleco y en el bolsillo del chaleco la cadena del reloj. Era gordo y descuidado. Siempre tenía en la mano uno de esos cigarrillos a los que llamaba con cariño «mis únicos amigos» y que acabarían traicionando aquella amistad unilateral matándole de un paro cardíaco.

C: El Hermoso. Nervioso y pequeño. Sus esfuerzos por ser limpio y pulcro no pueden ocultar su ropa de profesor jubilado. Chaqueta y pantalones desvaídos de repartidor de Correos y zapatos de suela de goma del Sümerbank. Gafas gruesas, miopía avanzada, de una fealdad que se podría calificar de «agresiva».

Aquí están los consejos de mis maestros y mis patéticas reflexiones:

l.C: Escribir por el mero placer del lector deja al columnista en mar abierto y sin brújula.

2.B: Pero el columnista no es ni Esopo ni Mevlâna. Siempre extrae la moraleja del cuento y no el cuento de la moraleja.

3.C: Escribe no según la inteligencia del lector sino según la tuya propia.

4.A: La brújula es la historia (referencia evidente a l.C).

5.C: Sin entrar en el misterio de nuestra historia y de nuestros cementerios es imposible hablar de nosotros ni de Oriente.

6.B: La clave de la cuestión Oriente-Occidente está oculta en esta frase de Arif el Barbudo: «¡Ah, desdichados que miráis a Occidente en el barco silencioso que se dirige a Oriente!» (Arif el Barbudo era un personaje de la columna de B que este había creado inspirándose en una persona real).

7.A-B-C: Créate un florilegio de refranes, dichos, chistes, anécdotas, versos y aforismos.

8.C: Después de haber escogido un tema, no podrás encontrar el aforismo que lo corone, busca un tema adecuado que vaya debajo de la corona después de haber encontrado el Crismo.

9.A: No te sientes a escribir sin haber encontrado la primera frase.

10.C: Ten convicciones sinceras.

11.A: Y si no tienes una convicción sincera, que el lector se convenza de que estás convencido.

12.B: Eso que llamas lector no es más que un niño que quiere ir a la feria.

13.C: El lector no perdona al que blasfema contra Mahoma, pero Dios además le castiga con una perlesía (como notaba que 11 había sido una agresión contra él, ahora aludía a la parálisis casi imperceptible que sufría en la comisura de la boca A, que había escrito un artículo sobre el matrimonio y las actividades comerciales de Mahoma).

14.A: Quiere a los enanos, los lectores también los quieren (respuesta a 13.C con referencia a la pequeña estatura de C).

15.B: Por ejemplo, la misteriosa casa de los enanos en Üsküdar es un buen tema.

16.C: La lucha también es un buen tema, pero sólo cuando se hace por deporte y cuando se escribe sobre ella como deporte (creyendo que 15 era un ataque, se refería a los rumores de pederastia de B a causa de su afición a la lucha y a que hablaba de ella como si fuera el cuento de nunca acabar).

17.A: El lector es alguien con problemas económicos, de una edad mental de doce años, casado, con cuatro hijos y buen padre de familia.

18.C: El lector es desagradecido como un gato.

19.B: El gato, que es un animal inteligente, no es desagradecido; simplemente sabe que no debe confiar en los escritores a los que les gustan los perros.

20.A: No te preocupes por gatos ni perros, sino por los problemas del país.

21.B: Entérate de las direcciones de los consulados (referencia al rumor de que durante la Segunda Guerra Mundial C había comido gracias al consulado alemán y A al inglés).

22.B: Entra en polémicas, pero sólo si puedes destrozar al contrario.

23.A: Entra en polémicas, pero sólo si puedes atraer a tu lado a tu jefe.

24.C: Entra en polémicas, pero sólo si puedes llevarte contigo tu abrigo (alusión a la famosa respuesta que dio B cuando explicó por qué en lugar de unirse a la Guerra de Liberación había preferido quedarse en el Estambul ocupado: «¡No soporto el invierno de Ankara!»).

25.B: Responde a las cartas de tus lectores; si no hay quien te escriba, escríbete tú mismo y respóndete.

26.C: Nuestra maestra y santa patrona es Sherezade; no lo olvides, tú, como ella, simplemente insertas cuentos de cinco o diez páginas entre los hechos de eso que llaman «vida».

27.B: Lee poco pero con gusto, parecerás más leído que el que lo hace mucho pero aburrido.

28.B: Sé zalamero, conoce a gente para tener recuerdos con los que escribir artículos cuando se mueran.

29.A: Si empiezas un artículo en memoria de alguien llamándole el difunto, no lo acabes insultándolo.

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