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Según Saim, de la misma manera que la gran mayoría de los nombres y los personajes de las revistas que leían eran imaginarios, tampoco habían sido nunca realidad parte de las manifestaciones, reuniones, asambleas generales secretas, congresos ordinarios clandestinos y atracos a bancos. Como ejemplo extremo de lo que aseguraba, leyó la historia de un levantamiento popular que había ocurrido veinte años atrás en el este de Anatolia, en la pequeña ciudad de Küçük Ceruh, entre Erzincan y Kemah: durante aquella revuelta, cuya historia exponía con todo detalle una de las revistas, se formó un gobierno provisional, se imprimieron unos sellos color rosa sobre los que había la imagen de una paloma, murió el prefecto de la comarca, al que se le cayó un florero en la cabeza, se había editado un diario que publicaba poesía de principio a fin, los oculistas y las farmacias repartieron gafas gratis a los estrábicos, se procuró la leña necesaria para la estufa de la escuela primaria y, justo cuando se estaba construyendo un puente que uniera la ciudad a la civilización, llegaron las tropas del gobierno kemalista y, antes de que las vacas acabaran de comerse los tapices que olían a pies y que cubrían el suelo de tierra de la mezquita de la ciudad, se encargaron del asunto y colgaron a los rebeldes de los plátanos de la plaza. No obstante, tal y como le demostraba Saim señalándole el misterio de ciertas letras y ciertos mapas, de la misma forma que nunca había existido una ciudad llamada Küçük Ceruh, los nombres de aquellos que se declaraban herederos de dicha rebelión, que se elevaba como un ave legendaria en la historia de la ciudad, no eran sino seudónimos. En cierto momento en que estaban sumergidos en las rimas y en los estribillos, encontraron una pista que podía conducirles a Mehmet Yilmaz (mencionaba un asesinato político que había tenido lugar en Ümraniye en las fechas a las que se había referido Galip), pero no pudieron encontrar el final de aquello en los números posteriores de la revista, lo cual les ocurría con la mayor parte de las historias y noticias, que leían como si contemplaran fragmentos de antiguas películas nacionales.

En cierto momento Galip se levantó de la mesa, telefoneó a Rüya y con una voz afectuosa dijo que quizá se quedara hasta tarde trabajando en casa de Saim y que se acostara sin esperarle. El teléfono estaba en el otro extremo de la habitación. Saim y su mujer le mandaron recuerdos a Rüya; por supuesto, Rüya también a ellos.

Se encontraban completamente absortos en el juego de encontrar seudónimos, descifrarlos y formar otros nuevos con sus letras cuando la mujer de Saim dejó solos a los dos hombres en aquella habitación, forrada con papeles, periódicos, revistas y comunicados por todas las partes en que podía ser cubierta, y fue a acostarse. Hacía mucho que había pasado de la medianoche: sobre Estambul había un mágico silencio de nieve. Mientras Galip saboreaba los errores tipográficos y las faltas de ortografía de una colección realmente interesante («¡Faltan muchas cosas! ¡Es muy deficiente!», decía Saim con su modestia habitual) de papeles que había recolectado simplemente porque se habían repartido en cantinas universitarias que apestaban a humo de cigarrillos, en tiendas de campaña con las que los huelguistas se protegían de la lluvia y en remotas estaciones de tren y que habían sido multiplicados con la misma multicopista, que imprimía de una forma tan pálida, Saim le enseñó un ejemplar que trajo de una habitación del interior de la casa y al que, con orgullo de coleccionista, calificó de «muy raro»: Anti Ibn Zerhani o Un viajero por el sendero de la mística con los pies en la tierra .

Galip pasó con cuidado las páginas de aquel libro, encuadernado a pesar de estar mecanografiado. «Es de un compañero de una pequeña ciudad de Kayseri cuyo nombre ni siquiera aparece en un mapa de Turquía de tamaño mediano dijo Saim-. En su niñez su padre, que era el jeque de un Pequeño convento, le dio una educación religiosa y mística. Años más tarde, imitando a Lenin cuando leía a Hegel, se dedicó a escribir notas "materialistas" en los márgenes de La sabiduría del misterio perdido , del místico árabe del siglo XIII Ibn Zerhani, mientras lo leía. Después pasó a limpio aquellas notas reforzándolas con paréntesis tan largos como innecesarios. Luego escribió una explicación bastante larga de sus propias notas, como si fueran las meditaciones misteriosas, incomprensibles e indescifrables de algún otro, una especie de glosa. Y juntó todo aquello añadiéndole un "prólogo del editor" que él mismo escribió, pero de nuevo como si lo hubiera escrito otro, y lo pasó a máquina. Y al principio de todo agregó, en treinta páginas, su fantástica biografía religiosa y revolucionaria. Lo más interesante de todas esas fantasías es cómo el autor explica que descubrió, mientras paseaba una tarde por el cementerio de la ciudad, la intensa relación entre la filosofía mística que los occidentales llaman "panteísmo" y la especie de "materialismo filosófico" que había desarrollado como reacción a su padre el jeque. Al ver en aquel cementerio en el que pastaban las ovejas y dormitaban los fantasmas el mismo cuervo que había visto veinte años atrás -ya sabes que los cuervos turcos viven más de doscientos años-, sólo que ahora los cipreses eran algo más altos, comprendió que pase lo que pase con las patas y la cabeza de ese animal volador, alado y sinvergüenza al que llaman "pensamiento trascendente", su cuerpo y sus alas siempre, siempre, permanecerán iguales. El cuervo, que se ve en la portada del volumen, lo dibujó él mismo. Este libro demuestra que cualquier turco que aspire a la inmortalidad se verá obligado a ser a un tiempo él mismo y su propio Johnson y su Boswell, su Goethe y su Eckermann. Sólo existen seis copias mecanografiadas. No creo que ni el archivo del Servicio Nacional de Inteligencia tenga una».

Parecía que en la habitación, junto a los dos hombres, estuviera el fantasma de un tercero que les ligara al autor de aquel libro con el cuervo en la portada, a una vida que había transcurrido en una ciudad provinciana entre su casa y la pequeña herrería heredada de su padre, a la fuerza de la imaginación de aquella vida triste, opaca y silenciosa. A Galip le habría gustado decir: «¡Todas las letras, todas las palabras, todas esas fantasías de liberación y esos recuerdos de torturas y corrupción y todos los escritos que describen esos recuerdos y esas fantasías cuentan la misma historia!». Era como si Saim hubiera pescado aquella historia en algún lugar de su colección de papeles, periódicos y revistas, reunida con la paciencia de un pescador que durante años echa sus redes al mar, que la hubiera pescado y lo supiera pero que, de la misma forma que había sido incapaz de hacerse con ella con toda su desnudez entre tanto material apilado y clasificado, también hubiera perdido la palabra clave necesaria para la historia.

Cuando se encontraron por casualidad con el nombre de Mehmet Yilmaz en una revista de cuatro años antes, Galip dijo que se trataba sólo de eso, de una casualidad y pensó en regresar a casa, pero Saim le detuvo afirmando que nada de lo que pudiera haber en las revistas -ya decía «mis revistas»- podía aparecer por casualidad. En las dos horas posteriores, desarrollando un esfuerzo sobrehumano, saltando de una revista a otra, abriendo sus ojos como si fueran proyectores, descubrió que Mehmet Yilmaz había evolucionado en primer lugar a Ahmet Yilmaz; en una revista en cuya portada se veía un pozo y que rebosaba de cuestiones sobre pollos y campesinos, Ahmet Ydmaz se convirtió en Mete Cakmaz. A Saim no le costó demasiado trabajo descubrir que Metin Cakmaz y Ferit Cakmaz eran también la misma persona; entretanto su firma había abandonado los artículos teóricos y se había convertido en creador de textos para canciones de las que se entonan en los salones de celebración de bodas y en las ceremonias en memoria de alguien acompañadas por música de saz y humo de cigarrillos. Pero tampoco permaneció allí demasiado tiempo. Se transformó en una firma que, durante cierto periodo, demostraba que todos, menos él, eran policías y luego en un ambicioso e irritable economista-matemático que se dedicaba a desvelar las perversiones de los académicos ingleses. Pero aquellos oscuros y tristes moldes no eran lugar donde pudiera permanecer pacientemente. Saim encontró a su héroe como si él mismo lo hubiera colocado allí en el número de hacía tres años y dos meses de otra colección de revistas que trajo del dormitorio, en el que entró de puntillas: en esta ocasión se llamaba Ali Paísdelasmaravillas y contaba que en los hermosos días del futuro cambiarían las reglas del ajedrez porque ya no serían necesarios reyes ni reinas, que todos los niños llamados Ali crecerían altos y fuertes como robles porque se alimentarían bien y que huevos sentados con las piernas cruzadas a la turca sobre muros y en cuyos rostros estarían escritos sus nombres resolverían enigmas con la alegría que da la felicidad. En otro número se dieron cuenta de que Ali Paísdelasmaravillas era el traductor de aquel artículo. El autor original era un catedrático de matemáticas albanés. Pero lo que de veras sorprendió a Galip fue encontrarse, junto a la biografía del catedrático albanés, la reluciente firma del ex marido de Rüya sin que se ocultara tras ningún seudónimo.

– ¡Nada puede ser tan sorprendente como la vida! -dijo orgulloso Saim en ese momento de asombro y silencio-. Excepto la escritura.

Volvió a entrar de puntillas y trajo consigo dos grandes cajas de margarina Sana llenas a rebosar de revistas.

– Son revistas de una fracción que mantiene relaciones con Albania. Te voy a explicar un extraño secreto que me ha llevado años resolver porque creo que tiene que ver con lo que estás buscando.

Preparó té de nuevo, sacó de la caja varias revistas y bajó de la librería varios libros que consideraba necesarios para su historia y los colocó sobre la mesa.

– Fue hace seis años -comenzó-, un sábado por la tarde, mientras hojeaba por si encontraba algo que me interesara el último número de El trabajo del pueblo , una de las revistas que publicaban los que seguían al Partido de los Trabajadores de Albania y a su líder, Enver Hoxa (por entonces había tres revistas, enemigas despiadadas entre sí), una fotografía y un artículo me llamaron la atención: se hablaba de una ceremonia que se había celebrado con ocasión de las últimas incorporaciones a la organización. No, lo que me llamaba la atención no era que en nuestro país, en el que está prohibido todo tipo de actividades comunistas, se hablara de gente que se incorporaba a una organización marxista entre lecturas de poesías y música de saz ; en cada número de todas las revistas de las pequeñas organizaciones de izquierdas se publicaban artículos semejantes, desafiando los riesgos, porque se veían obligadas a proclamar que crecían si querían mantenerse en pie. Lo primero que me llamó la atención fue que, debajo de las fotografías en blanco y negro de los pósters de Enver Hoxa y Mao, de los recitadores de poesía y de la multitud que fumaba tan apasionadamente como si realizara alguna ceremonia sagrada, se hablara de las «doce» columnas del salón. Y todavía más raro era que, según escribía el artículo, todos los recién incorporados hubieran escogido como seudónimos nombres alevíes como Hasan, Hüseyin o Ali o, como descubrí luego, nombres de maestros bektasis . Si hubiera sabido lo fuerte que había sido antiguamente la secta orden de los bektasis en Albania, quizá ni me habría fijado en ese increíble misterio, pero, como no lo sabía, me lancé a investigar sobre aquellos hechos y los artículos que hablaban de ellos: durante cuatro años estuve leyendo sin descanso libros sobre los bektasis , el ejército jenízaro, los hurufíes y el comunismo albanés y descubrí una conspiración histórica que viene de ciento cincuenta años atrás.

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