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Casi siempre conducía ella, mientras Alec y Jill dormitaban medio aturdidos por el sol. Al caer la noche, paraban a cenar en el jardín de algún hostal lleno de enamorados, de acordeones, de racimos de glicinas… Los farolillos de papel aceitado titilaban entre las ramas, y a veces empezaban a arder con vivas llamas doradas que lamían las hojas y llenaban el aire de cenizas negras. Acodados a una mesa coja, atendidos por una chica con el moño sujeto con un pañuelo oscuro, los dos adolescentes bebían vino y se acariciaban. Luego subían a pasar la noche en habitaciones austeras y frescas, hacían el amor, dormían y volvían a marcharse al día siguiente.

Esa tarde, iban camino de Ascain por una carretera de montaña. El poniente pintaba las casas del pueblecito de un rosa suave, como de peladilla.

– Mañana -dijo Alec-, la vuelta. Lady Rovenna…

– ¡Oh! -gruñó Joy-. ¡Qué mujer más horrible, más fea, más mala…!

– De algo hay que vivir. Cuando estemos casados, sólo me acostaré con chicas guapas -repuso él riendo, y posó la mano en la delicada nuca de ella-. Joy… sabes que sólo te deseo a ti. Sólo a ti…

– Sí, ya lo sé -dijo ella con despreocupación, adelantando sus hermosos labios pintados en un mohín triunfal-. Claro que lo sé.

La oscuridad iba extendiéndose a su alrededor. En el paisaje de los Pirineos, las tranquilas nubecillas de la tarde empezaban a descender hacia el fondo de los valles, donde pasarían la noche. Joyce detuvo el coche ante la puerta del hostal. La dueña salió a abrirles la portezuela.

– ¿Una habitación con cama grande, señora, señor? -les preguntó sonriendo.

Les dio una habitación espaciosa con suelo de madera clara y una cama enorme, alta y maciza. Joyce corrió a echarse cuan larga era sobre la colcha floreada.

– Alec… ¡ven!

Él se inclinó sobre ella.

Un poco más tarde, Joy gimió:

– Mosquitos… mira…

Daban vueltas a ras del techo alrededor de la lámpara encendida. Alec se apresuró a apagarla. La noche había caído repentina y solapadamente mientras se amaban. Bajo las ventanas, en el pequeño jardín lleno de girasoles, se oyó correr el agua de una fuente.

– ¿Y el vino blanco que iban a enfriar? -dijo Alec con los ojos brillantes-. Tengo hambre y sed.

– ¿Qué habrá para cenar?

– He pedido cangrejos y vino; pero, aparte de eso, tendremos que conformarnos con el menú, preciosa. ¿Sabes que nos quedan quinientos francos? Nos hemos gastado cincuenta mil en diez días. Si tu padre no te manda nada…

– Cuando pienso que dejó que me marchara sin un céntimo… -refunfuñó Joy con rencor-. Nunca se lo perdonaré. Si no hubiera sido por el viejo Fischl…

– Pero, a cambio de esos cincuenta mil, ¿qué te pidió exactamente el viejo Fischl? -preguntó Alec con malicia.

– ¡Nada! -exclamó ella-. ¡Te lo juro! ¡Sólo de pensar que podría tocarme con sus asquerosas manos me dan ganas de vomitar! ¡Eres tú, canalla, tú, quien se acuesta con viejas como lady Rovenna por dinero!

Joy le atrapó el labio con los dientes y se lo mordió con fuerza, como si fuera una fruta.

Alec soltó un grito.

– ¡Ah! Me has hecho sangre, mal bicho…

Ella rió en la oscuridad.

– Anda, vamos…

Salieron al jardín, con Jill pisándoles los talones. Estaban solos; el hostal parecía desierto. En el cielo todavía claro, una luna enorme y amarilla asomaba entre los árboles. Joy levantó la tapa de la humeante sopera y aspiró el aroma con un gruñido de placer.

– ¡Oh, qué bien huele! Dame tu plato… -Le sirvió de pie; estaba tan rara, maquillada, con los brazos desnudos y el collar de perlas echado hacia atrás, que Alec empezó a reírse-. ¿Qué pasa?

– ¡No, nada! Me hace gracia… No pareces una mujer.

– Una joven -lo corrigió ella con una mueca.

– No consigo imaginarte de pequeña… ¿No viniste al mundo cantando y bailando, con los ojos pintados y los anillos puestos? ¿Seguro? ¿Sabes cortar el pan? Porque quiero un trozo.

– No, ¿y tú?

– Yo tampoco.

Llamaron a la chica, que cortó en rebanadas la dorada hogaza apoyándosela contra el pecho. Con la cabeza echada atrás, Joy la miraba distraídamente, estirando con indolencia los brazos desnudos.

– De pequeña era preciosa. No paraban de acariciarme y besuquearme…

– ¿Sí? ¿Quiénes?

– Los hombres. Sobre todo los viejos, claro.

La chica se llevó los platos vacíos y volvió con una cazuela de barro llena de cangrejos que nadaban en un caldo picante, aromático, borbollante. Los devoraron con un apetito prodigioso. Joyce aún les ponía más pimienta y luego sacaba una lengua que echaba fuego. Alec servía el vino fresco, que empañaba los vasos.

– Tomaremos el champán en la habitación, como todas las noches -murmuró Joy medio achispada, y partió un enorme cangrejo con los dientes-. ¿Sabes qué champán tienen? Quiero Cliquot muy seco -dijo levantando el vaso con ambas manos-. Mira… el vino es del mismo color que la luna de esta noche, tan dorada… Mira…

Bebieron a la vez y luego unieron los labios, húmedos y picantes, pero tan jóvenes que nada alteraba su dulce sabor de fruta.

Con el pollo salteado, aderezado con aceitunas y pimientos, vaciaron una botella de Chambertin escarlata, generoso y cálido, que perfumaba la boca. Luego, Alec pidió aguardiente y lo sirvió en grandes copas medio llenas de champán. Joyce bebía. A los postres empezó a desbarrar. Con Jill sobre las rodillas, miraba el cielo echando la cabeza atrás y se estiraba con fuerza los rubios mechones del corto pelo.

– Me gustaría pasar toda la noche aquí fuera… Me gustaría quedarme aquí para siempre… Me gustaría pasarme la vida haciendo el amor… ¿Y a ti?

– A mí me gustan tus tetitas -dijo Alec, y se calló. Cuando bebía, se volvía taciturno. Siguió añadiendo aguardiente al dorado champán, chorrito a chorrito.

Era una tranquila noche campestre. La luna derramaba su luz sobre las montañas. Las cigarras cantaban.

– Creen que es de día -murmuró Joy embelesada. El perrito se había dormido en sus brazos, y ella no se movía para no despertarlo-. Alec, ponme un cigarrillo en la boca y enciéndelo.

A tientas, él le deslizó el cigarrillo entre los labios y, de pronto, le cogió el cuello con fuerza y barbotó unas palabras ininteligibles.

Joy movió bruscamente las piernas y Jill se despertó sobresaltado. Saltó al suelo, fue a tumbarse en la hierba con las patas extendidas y se puso a husmear la tierra húmeda y fragante de septiembre.

– Ven, ven, Joy… -suplicó Alec en voz muy baja-. Ven a jugar al amor…

– Vamos, Jill -le dijo Joy al perro.

El animal levantó la cabeza, indeciso. Pero la pareja ya se había internado en la oscuridad y, con las jóvenes y embriagadas cabezas juntas, avanzaba hacia la casa con pasos lentos e inseguros. Jill se incorporó con un débil gañido que parecía un suspiro humano y los siguió, parándose a cada paso para olfatear el suelo.

En la habitación, como de costumbre, Jill se instaló frente a la cama y, como siempre, Joy murmuró:

– Jill , sinvergüenza, eso se paga.

La luna proyectaba grandes charcos plateados sobre el suelo. Joy se desnudó lentamente y luego se colocó ante la ventana, sin más prenda que las perlas, que brillaban en la fría claridad.

– ¿Soy hermosa, Alec? ¿Te gusto?

– La última noche… -murmuró él en el tono quejumbroso de un niño-. Se acabó el dinero, se acabó todo… Hay que volver, separarse… ¿Hasta cuándo?

– Es verdad, Dios mío…

Esa noche, por primera vez, no se lanzaron al amor con voracidad, para dormirse a continuación como animales jóvenes cansados de jugar. Con el corazón encogido, sobre la colcha de flores iluminada por la luna, se mecieron lenta, tiernamente, el uno en brazos del otro, sin hablar y casi sin experimentar deseo.

Luego sintieron frío; cerraron los postigos y corrieron la cortina azul y rosa de cretona. Era tarde y habían cortado la luz; una vela encendida en un ángulo de la mesa hacía bailar sus sombras en el techo. De muy lejos, les llegó un ruido sordo de pezuñas que golpeaban el suelo.

– Debe de haber una granja cerca -dijo Alec al ver que Joy levantaba la cabeza-. Son los animales, que sueñan…

Jill , dormido, se volvió del otro lado con un gran suspiro, tan profundo y lastimero que Joy murmuró entre risas:

– Así es como suspira daddy cuando pierde en la Bolsa… ¡Ay, Alec, que fríos tienes los pies!

En el techo blanco, sus sombras unidas formaban un dibujo extraño, como un ramo de flores y tallos revueltos. Joyce dejó que sus manos resbalaran lentamente por sus temblorosas y doloridas caderas.

– ¡Oh, Alec, cómo me gusta el amor!

Golder volvió solo a París. Una vez vendida la casa de Biarritz, Gloria y Joyce se marcharon de crucero en el yate de Behring, con Hoyos, Alec y los Mannering. Gloria no volvió hasta diciembre, pero lo primero que hizo fue presentarse en casa de su marido con un anticuario para proceder a la venta de los muebles.

Con una especie de lúgubre placer, Golder vio salir la mesa decorada con esfinges de bronce y la cama Luis XV con sus amorcillos, sus aljabas y su dosel en forma de cúpula. Hacía tiempo que dormía en el salón, en una pequeña cama plegable, estrecha y dura. Al atardecer, cuando se marchó el último camión de la mudanza, en el piso no quedaban más que algunas sillas de rejilla y una mesa de cocina blanca. El suelo estaba cubierto de serrín y papeles de periódico. Gloria volvió. El viejo Golder no se había movido. Estaba incorporado en el catre, con el cuerpo envuelto en una manta a cuadros, mirando con expresión de alivio las enormes ventanas, liberadas de las cortinas de damasco que impedían la entrada del aire y la luz.

Gloria entró haciendo crujir el desnudo parquet. Al parecer, el ruido la sorprendió, porque se detuvo con un estremecimiento y luego empezó a andar de puntillas con esfuerzo, balanceando el cuerpo sin querer; pero el dichoso crujido no cesó.

– David… -dijo sentándose bruscamente frente a él. Por un instante se miraron con dureza. Ella trataba de sonreír, pero no podía evitar que su dura y cuadrada mandíbula se adelantara con aquel movimiento de carnívoro que confería a su rostro, cuando no lo controlaba, una expresión bestial-. Bueno, ¿ya estás contento, satisfecho? -preguntó al fin, azotando nerviosamente el aire con los guantes.

– Sí -dijo Golder.

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