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– ¡Me da igual! -trató de gritar Golder, pero su torturada voz ya no era más que un jadeo ronco, estrangulado-. Me da igual, no hace falta que me lo digas, ya lo sé, ya lo sé. Ganar dinero para los demás y después reventar, para eso he venido a este sucio mundo… Joy es una fulana como tú, lo sé, pero ella no puede hacerme daño, ella… es una parte de mí, es mi hija, todo lo que tengo en este mundo.

– ¡Tu hija…! -Gloria se había dejado caer en la cama y se retorcía, agitada por una estentórea risa de loca-. ¿Tu hija? ¿Estás seguro? Eso no lo sabes, ¿eh?, tú, que sabes tanto… Pues no es tuya, ¿me oyes? Tu hija no es tuya. Es de Hoyos, ¡imbécil! Pero ¿no has visto cómo se le parece, cómo lo quiere? Porque te aseguro que ella lo adivinó hace mucho tiempo… ¡Nunca te has dado cuenta de cómo nos reímos cuando besas a tu Joyce, a tu hija! -Se interrumpió. Golder no se movía, no respondía. Se inclinó sobre él. Entonces su marido se llevó las manos a la cara-. David… no es verdad. Oye…

Pero no la escuchaba. Se apretaba las manos contra la cara con una especie de vergüenza y no decía nada. No la oyó levantarse, detenerse un instante en el umbral, no la vio mirarlo…

Por fin, lo dejó solo.

Poco después, Golder se levantó y se arrastró penosamente hasta el cuarto de baño. Tenía sed. Buscó la jarra de agua hervida preparada para la noche, pero no la encontró. Abrió los grifos de la bañera y se mojó las manos y la cara. Se irguió poco a poco. Le temblaban las rodillas como a un caballo viejo que se ha caído medio muerto e intenta levantarse para escapar de la fusta.

La brisa de la noche, más fresca, penetraba por la ventana, a la que se acercó maquinalmente y miró fuera sin ver, adelantando la cabeza como un ciego. Luego sintió frío y volvió al interior de la habitación.

Pisó los cristales rotos, soltó una blasfemia, observó con indiferencia la sangre que manaba de sus pies descalzos y volvió a acostarse. Estaba tiritando. Se ciñó las mantas, se tapó hasta el cuello y hundió la frente en la almohada. Estaba exhausto. «Voy a dormir, a olvidar. Mañana pensaré… mañana.» ¿Mañana? ¿Y qué podía hacer? No había nada que hacer. Nada. Hoyos, ese sucio macarra. Y Joyce…

– ¡Es cierto que se le parece! -exclamó de pronto con desesperación.

Pero se calló de inmediato y apretó los puños. «Cómo lo quiere. ¿Nunca te has fijado? -había dicho Gloria-. Hace mucho que lo adivinó.»

Joyce lo sabía, se burlaba de él, le hacía arrumacos para sacarle dinero. Golfa, golfa…

– No me merecía esto… -murmuró con esfuerzo y la boca seca.

Cuánto la había querido, qué orgulloso estaba de ella, cómo se habían reído todos de él… Una hija, suya… ¡Pobre imbécil! ¿Cómo había podido creer que tenía algo en este mundo? Su destino: trabajar toda la vida para al final quedarse solo, desnudo, con las manos vacías… ¡Una hija! Pero si a los cuarenta ya era un viejo y estaba frío como un muerto… La culpa era de Gloria, que siempre lo había odiado, despreciado, rechazado. Aquella risa… Porque era feo, torpe, tosco… Y al principio, cuando eran pobres, ¡cuánto miedo tenía a quedarse embarazada! «David, estate atento, David, ten cuidado, como me dejes preñada me mato.» ¡Valientes noches de amor! Y después… Sí, ahora sí se acordaba, se acordaba perfectamente. Hacía diecinueve años. Hizo recuento. Fue en 1907. Diecinueve años. Ella estaba en Europa y él, en América. Unos meses antes, por primera vez, había ganado dinero, mucho dinero, en un negocio relacionado con la construcción. Pero había vuelto a quedarse sin nada. Ella estaba sola en algún lugar de Italia. De vez en cuando, un breve telegrama: «Necesito dinero.» Siempre lo conseguía para ella. ¿Cómo? ¡Ah! Un marido judío debe apañárselas…

Unos financieros americanos habían fundado una compañía para construir una línea ferroviaria en el Oeste, una región terrible, de llanuras, pantanos… A los dieciocho meses, el dinero se había evaporado y todos se habían ido marchando uno a uno. Entonces, él tomó las riendas del negocio. Encontró capital, fue allí y se quedó… Cuando ponía sus fuertes y pesadas manos en un asunto, no lo soltaba así como así.

Vivía en una cabaña de tablas podridas, como los obreros. Era la época de las lluvias. El agua chorreaba por las paredes y goteaba del techo, y cuando caía la noche los enormes mosquitos de los pantanos zumbaban sin pausa. Todos los días moría alguien a causa de las fiebres. Para no interrumpir el trabajo, los enterraban por la noche. Los ataúdes esperaban todo el día bajo lonas mojadas, relucientes, que crepitaban bajo la lluvia y el viento.

Y allí se presentó Gloria un buen día, con sus pieles, sus uñas pintadas y sus tacones de aguja, que se hundían en el barro.

Aún recordaba su llegada, cómo entró en su cabaña, cuánto le costó abrir aquel ventanuco de cristales mugrientos. Fuera croaban las ranas. Era un atardecer de otoño, con un cielo rojo oscuro, casi negro, que se reflejaba en los pantanos. Bonito espectáculo. Un poblado miserable. Olor a madera húmeda, a barro, a agua sucia… «Estás loca. ¿A quién se le ocurre? -le repetía él-. Vas a coger las fiebres… Lo que me faltaba, cargar con una mujer.» «Me aburría, quería verte, somos marido y mujer, vivimos como extraños, cada uno en un extremo del mundo.» Después: «¿Dónde vas a dormir?» No había más que una cama de campaña, estrecha y dura. Ella había bajado la voz y había dicho: «Contigo, David.» Sabe Dios que aquella noche no quería nada de ella. Estaba embrutecido por el cansancio, el trabajo, la falta de sueño, la fiebre… Aspiraba casi con miedo su perfume, cuyo aroma ya había olvidado. «Estás loca, estás loca», le repetía mientras ella pegaba a él su cuerpo ardiente y murmuraba con odio entre los dientes apretados: «Pero ¿es que no sientes nada? ¿Ya no eres un hombre? ¿No te da vergüenza?» ¿No sospechó nada, entonces? Golder ya no se acordaba. A veces cierras los ojos, vuelves la cabeza, te niegas a ver… ¿Para qué, si no se puede hacer nada? Y después se olvida. Aquella noche, Gloria se apartó de él con aquel gesto cansado, satisfecho, de animal ahíto… Se durmió atravesada en la cama, con los brazos en cruz, respirando con fuerza, como si tuviera una pesadilla. Él se levantó y trabajó, como todas las noches. El quinqué vacilaba y humeaba, fuera llovía, las ranas croaban bajo la ventana.

Unos días después, ella se marchó. Ese año nació Joyce. Claro.

«Joy… Joy…» Golder repetía su nombre estúpidamente, con un sollozo ronco y seco, como el grito de un animal. A ella la había querido. Su pequeña, su niña… Se lo había dado todo. Pero ella no lo quería, se restregaba contra él como las fulanas que abrazan y besuquean al viejo que las mantiene… Ella sabía que no era su padre. El dinero, sólo el dinero. ¿Se habría marchado como lo había hecho, si no? Y cuando la besaba y ella apartaba la cara… «¡Oh, dad , me vas a quitar los polvos!» Se avergonzaba de él, un hombre torpe y vulgar, carente de modales… Una humillación insufrible estrujaba el corazón de Golder. Una gruesa y ardiente lágrima rebosó lentamente de sus ojos hinchados y resbaló por su mejilla. La borró con un puño tembloroso. Llorar por esa… por esa golfa, ¡él, David Golder! «Se ha ido, te ha dejado solo, enfermo…» Pero, al menos, esta vez no le había sacado ni un céntimo. Con una satisfacción aguda, salvaje, recordó que Joyce se había ido con las manos vacías. «Tenía que haberla abofeteado, amigo mío», le había dicho Hoyos. ¿Para qué? La mejor venganza era aquélla. Habían olvidado que el dinero era suyo y que mañana, si quería, se morirían de hambre, todos… Decía «todos», pero sólo pensaba en Joyce. No tendría nada, ni un céntimo, ¡ni esto!, se dijo haciendo chasquear una uña con rabia entre los dientes. ¡Ah, habían olvidado quién era él! Un pobre hombre enfermo, moribundo, engañado, ridículo, ¡pero también David Golder! En Londres, en París, en Nueva York, cuando se nombraba a David Golder, la gente pensaba en un viejo y duro judío que había sido odiado y temido toda su vida, que había aplastado a todos los que se habían cruzado en su camino. «Canallas, más que canallas… Ya les enseñaré yo antes de morir… si, como dice ella, hay que morir.» Sus temblorosas manos tropezaban en los pliegues de la colcha. Miró con una especie de piedad desesperada sus gruesos dedos, agitados por la fiebre. «¿Qué han hecho conmigo?» Cerró los ojos y pensó con odio: «Gloria.» Sus perlas, resbaladizas y frías como un amasijo de serpientes enredadas… Y la otra, la pequeña ramera… «Pero ¿qué son sin mí? Nada, sólo basura.»

– He trabajado… he matado -dijo con una voz extraña, y se interrumpió, retorciéndose lentamente las manos-. Sí, maté a Marcus, lo sé… ¡Vamos, lo sabes muy bien! -se dijo con voz lúgubre-. Y ahora… ahora se imaginan que voy a seguir, que voy a trabajar como un animal hasta que reviente, ¡por Dios! -Soltó una risa seca como una tos ahogada-. La vieja loca… y la otra, la… -Apretó los dientes y masculló una maldición en yiddish-. No, guapa, se acabó, se acabó para siempre, ¿te enteras?

Había amanecido. Golder oyó un ruido al otro lado de la puerta.

– ¿Quién es? -preguntó con aire ausente.

– Un telegrama, señor.

– Pase.

El criado se detuvo, sorprendido.

– ¿El señor está enfermo?

Golder no respondió. Cogió el telegrama y lo leyó: «Necesito dinero. Joyce.»

– Si el señor quiere responder-murmuró el criado, que lo miraba con curiosidad-, el telegrafista sigue abajo…

– ¿Cómo? -dijo Golder lentamente-. No… no hay respuesta…

Volvió a tumbarse, cerró los ojos y se quedó inmóvil. Así lo encontró Loewe, horas después. No se había movido. Resollaba con una expresión de doloroso esfuerzo, con la cabeza echada atrás y los labios abiertos, temblorosos, descoloridos por la fiebre y la sed.

Se negó a levantarse, a contestar; no dijo una palabra, una orden. Parecía medio muerto, fuera del mundo. Loewe le puso en la mano cartas con peticiones de créditos, de aplazamientos, de ayuda, pero sus dedos inertes se derrumbaban sin firmar una y otra vez sobre la cama.

Loewe se marchó esa misma noche, aterrado. Tres días después, el desastre financiero de David Golder se consumaba en la Bolsa, arrastrando consigo otras fortunas, como una riada indiferente.

Esa noche, Joyce y Alec dormían cerca de Ascain. Hacía diez días que habían salido de Madrid y ahora vagaban por los Pirineos, incapaces ambos de arrancarse de los brazos del otro.

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