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Y en su interior, hasta su último suspiro, las imágenes siguieron sucediéndose, más débiles y desdibujadas a medida que se acercaba la muerte. Por un instante creyó tocar el cabello, la piel de Joyce. Después, su hija se alejó, lo abandonó, mientras él seguía hundiéndose en la oscuridad. Aún le pareció oír su risa, dulce y alegre, como un cascabeleo lejano, por última vez. Luego la olvidó. Vio a Marcus. Rostros, formas vagas, como arrastradas por una corriente de agua, al atardecer; aparecían un instante y luego se esfumaban. Y, al final, no quedó más que el extremo de una calle oscura, con una tienda iluminada, una calle de su infancia, una vela encendida junto a una ventana cubierta de hielo, la oscuridad, la nieve cayendo y él… Notó los gruesos copos, que se derretían en sus labios con un sabor a hielo y agua, como entonces. Oyó que lo llamaban: «David… David…» Era una voz amortiguada por la nieve, el cielo bajo y la oscuridad, una voz débil que se perdía y de pronto cesaba, como obstaculizada por el recodo de un camino. Fue el último sonido del mundo que penetró en él.

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David Golder - pic_2.jpg
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