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– Dios no lo quiera, pero podría ocurrir… No está a tu nombre, ¿verdad? -Ella no respondió-. Con la de veces que lo has intentado, ¿eh? Pero siempre te salía con lo mismo, con su cantinela: «Yo sigo estando aquí.» ¿No?

– Habría que hablar con él esta misma noche.

– Sí, en efecto. Sería lo mejor.

– Ahora mismo.

– Sería lo mejor -repitió Hoyos.

Gloria se levantó lentamente.

– ¡Oh, qué harta estoy de todo esto! ¿Te quedas aquí?

– Sí, se está tan bien…

Cuando Gloria entró en la habitación de Golder, lo encontró trabajando. Estaba sentado en la cama, recostado en los almohadones, arrugados y amontonados contra el cabecero, con la camisa abierta sobre el pecho y las largas y anchas mangas desabotonadas, sueltas en torno a los brazos desnudos. Había colocado la lámpara en la cama, encima de una bandeja en la que aún había una taza de té medio llena y un plato con peladuras de naranja. El haz caía de plano sobre su cabeza inclinada e iluminaba crudamente su cabello cano.

En el momento en que Gloria abrió la puerta, Golder se volvió de golpe, la miró y agachó aún más la cabeza.

– ¿Qué? -gruñó-. ¿Qué pasa ahora?

– Tengo que hablar contigo -respondió ella con sequedad.

Golder se quitó las gafas y, lentamente, se secó los hinchados ojos con la punta del pañuelo. Gloria se sentó en la cama, a su lado, con el torso rígido, y empezó a manosear las perlas.

– Escucha, David… Es indispensable que hablemos. Mañana te vas. Estás enfermo, cansado. ¿Te has parado a pensar que si te pasa algo me quedo sola en el mundo? -Golder la escuchaba con sombría frialdad, sin moverse, casi sin respirar-. David…

– ¿Qué quieres de mí? -le preguntó al fin con aquella expresión dura, suspicaz, obstinada, que sólo ella conocía-. Déjame en paz, tengo que trabajar.

– Lo que he de decirte es tan importante para mí como tu trabajo. No te librarás de mí tan fácilmente, te lo advierto. -Gloria apretó los labios con fría irascibilidad-. ¿Por qué te vas tan de repente?

– Por mis negocios.

– ¡Sí, ya supongo que no vas a reunirte con una amante! -exclamó Gloria encogiéndose de hombros-. Mira, David, no me saques de mis casillas, ¿eh? ¿Adónde vas? Los negocios marchan muy mal, ¿verdad?

– No, no… -dijo él en voz baja.

– ¡David! -gritó ella perdiendo los estribos-. Soy tu mujer, me parece… -Trató de calmarse-. ¡Tengo derecho a interesarme por unos asuntos que me afectan tanto como a ti!

– Hasta ahora decías: «Quiero dinero, arréglatelas.» -respondió él con parsimonia-. Siempre me las he arreglado. Y seguiré así hasta que me muera…

– Sí, sí… -lo atajó Gloria con irritación y tono de sorda amenaza-. Lo sé perfectamente. Siempre la misma cantinela… ¡Tu trabajo, tu trabajo…! Pero ¿qué sacaré yo de todo eso si te pasa algo? Porque, claro, te las has arreglado tan bien que, el día que te mueras y todos tus acreedores se me echen encima, no tendré nada, ¡ni un céntimo!

– ¡Cuando me muera, cuando me muera…! Todavía no estoy muerto, ¿no? ¿No? -gritó Golder de pronto con un estremecimiento-. Cállate, ¿me oyes? ¡Cállate!

– Sí, sí… -rezongó Gloria-. Tú, como el avestruz, que esconde la cabeza debajo del ala. ¡No quieres saber nada, no quieres ver nada! ¡Pues entérate de una vez! Tienes una angina de pecho, querido. Puedes morirte mañana mismo. ¿Por qué me miras así? Desde luego… ¡No he visto cobarde más grande en mi vida! ¿Un hombre? ¿Y tú te consideras un hombre? ¡Ahí lo tienes! No… si aún se desmayará… Vamos, no pongas esa cara -añadió encogiéndose de hombros-. Según el médico, puede que aún vivas veinte años. Pero ¿qué esperabas? Estas cosas hay que saber afrontarlas. Para empezar, todos tenemos que morir… Y acuérdate de Nicolás Lévy, Porjés y tantos otros que manejaban el dinero a espuertas, pero ¿qué les dejaron a sus viudas? Un descubierto en el banco, eso les dejaron. Bueno, pues yo no quiero que me pase lo mismo, ¿entiendes? Así que arréglatelas. En primer lugar, pon esta casa a mi nombre. ¡Si hubieras sido un buen marido, hace tiempo que me habrías asegurado una fortuna decente! No tengo nada… -Gloria soltó un grito.

De un puñetazo, Golder había hecho volar por los aires la bandeja y la lámpara, que aterrizaron en el parquet con un estrépito de metal y cristales rotos en el silencio de la casa dormida.

– ¡Bruto, más que bruto! -chilló ella-. ¡Animal! ¡No has cambiado! ¡Qué va! ¡Sigues siendo el mismo! El pobretón judío que vendía trapos y chatarra en Nueva York, con su saco a la espalda. ¿Te acuerdas? ¿Te acuerdas?

– ¿Y tú? ¿Te acuerdas de Kichinief y la tienda de tu padre, el usurero, en el barrio judío? Entonces no te llamabas Gloria. ¿Cómo te llamabas en esa época, eh? ¿Eh? ¡Havké! ¡Havké!

Golder gritaba el nombre en yiddish como un insulto, agitando el puño. Ella lo cogió de los hombros y ahogó sus gritos hundiéndole la cabeza entre sus pechos.

– ¡Cállate, cállate! ¡Cállate! ¡Bruto! ¡Patán! Los criados están aquí al lado, lo van a oír todo… ¡No te lo perdonaré jamás! ¡Cállate o te mato! ¡Cállate!

Pero, de pronto, lo soltó con un gemido: la vieja boca de Golder había mordido brutalmente la carne entre las perlas.

– ¿Cómo te atreves? -aulló él con los ojos inyectados de sangre, como un perro rabioso-. ¿Cómo te atreves a exigir? ¿Que no tienes nada? ¿Y esto? ¿Y esto? ¿Y esto? -Golder sacudía con rabia el grueso collar, retorciéndolo entre los dedos mientras Gloria le hincaba las uñas en las manos, pero él no soltaba su presa-. ¡Esto, guapa, vale un millón! -farfulló medio ahogándose-. ¿Y las esmeraldas? ¿Los collares? ¿Las pulseras? ¿Los anillos? Todo lo que llevas, todo lo que te cubre de la cabeza a los pies. ¿Y dices, te atreves a decir, que no te he dado una fortuna? ¡Pues mírate bien, recubierta de joyas, podrida del dinero que me has sacado, que me has robado! ¡Tú, Havké! Cuando te conocí no eras más que una pelandusca, una muerta de hambre… ¡Acuérdate, acuérdate! ¡Corrías por la nieve con los zapatos agujereados, los dedos de los pies asomando por los rotos de los calcetines y las manos llenas de sabañones! ¡Sí, guapa, yo sí me acuerdo! Y del barco en que vinimos, y de la cubierta de los emigrantes… Y ahora, ¡Gloria Golder! ¡Con vestidos, joyas, casas y coches que he pagado yo, yo, con mi salud, con mi vida! Todo me lo has quitado, me lo has robado… Cuando compré esta casa, ¿crees que no sé que os repartisteis doscientos mil francos de comisión entre Hoyos y tú? Paga, paga, paga… De la mañana a la noche, paga, paga, paga… toda la vida. Pero ¿qué te creías, que no veía nada, que no me enteraba de nada, que no me daba cuenta de cómo te enriquecías, de cómo engordabas a mi costa, y a costa de Joy? Amasando diamantes, títulos… Hace años que eres más rica que yo, años, ¿te enteras? -Los gritos le desgarraban el pecho; se llevó las manos al cuello y empezó a toser; una tos horrible que lo sacudió de pies a cabeza, como un vendaval. Por un momento, Gloria creyó que se moría. Pero Golder aún tuvo fuerzas para espetarle, con un jadeo ronco, un jadeo de torturado que surgía del fondo de su pecho desgarrado-: ¿La casa? ¡No será tuya! ¿Me oyes? Jamás…

Y se desplomó sobre la cama, donde se quedó inmóvil y mudo, con los ojos cerrados. Se había olvidado de Gloria y sólo prestaba atención a su respiración, a aquella tos gemebunda que no se calmaba, que pasaba por su garganta como una ola, y al corazón, su viejo corazón enfermo, que aporreaba las paredes del pecho con sorda violencia.

Estuvo así largo rato. Luego, poco a poco, el ataque remitió. La tos fue debilitándose y espaciándose. Volvió la cabeza hacia su mujer y murmuró trabajosamente, con una voz baja, ahogada, extenuada:

– Confórmate con lo que tienes… Porque te juro que no me sacarás nada más. Nada.

– No hables -dijo ella impulsivamente-. Da pena oírte.

– Déjame -gruñó Golder rechazando la mano que le tendía; no soportaba el contacto de sus dedos, de sus anillos fríos-. Deja. Quiero que lo sepas de una vez para siempre. Mientras viva, de acuerdo, eres mi mujer, te he dado todo lo que he podido… Pero cuando muera no recibirás nada. ¿Me oyes? Nada, querida, aparte de lo que ya has amasado… Y aún es demasiado. Lo he arreglado para que Joyce se quede con todo. Para ti ni un céntimo. Ni el último céntimo. Nada. Nada. Nada. ¿Me oyes? ¿Me oyes bien?

Vio palidecer las mejillas de Gloria bajo el maquillaje ajado.

– Pero ¿qué dices? -replicó ella con voz sorda-. ¿Te has vuelto loco, David?

Él se enjugó el sudor que le resbalaba por la cara y la miró con expresión sombría.

– Quiero, deseo que Joyce sea libre y rica. En cuanto a ti… -Apretó las mandíbulas-. Ni esto, ¿me oyes? Ni esto.

– ¿Por qué? -preguntó ella sin pensar, con una especie de ingenuidad.

– ¿Por qué? -repitió Golder con parsimonia-. Vaya… ¿De verdad quieres saber por qué? Pues porque creo que ya he hecho bastante por ti… que ya te he enriquecido suficientemente, a ti y a tus amantes.

– ¿Qué?

Golder rió.

– ¿Ah, te sorprende? Pero seguro que ahora lo entiendes un poco mejor, ¿a que sí? Sí, tus amantes… Todos… Porjés, Lewis Wichmann y los demás… Y Hoyos, sobre todo Hoyos. ¡Ah, ése! Llevo veinte años viéndolo con sus anillos, con sus trajes, hasta con mujeres pagadas con mi dinero. Bueno, pues se acabó, ¿entendido? -Al ver que Gloria no respondía, repitió-: ¿Entendido? ¡Ah, si vieras la cara que pones…! Ni siquiera intentas mentir.

– ¿Por qué? -dijo Gloria con una especie de siseo que brotó con dificultad entre sus labios apretados-. ¿Por qué? Yo no te he engañado… Porque se engaña a un marido, a un hombre que se acuesta contigo, que te da placer… Pero tú… hace años que eres un viejo enfermo, un pingajo. Olvidas que… ¿No has contado los años? Hace más de dieciocho que no te me acercas. ¿Y antes? -Soltó una carcajada-. ¿Y antes? Ya no te acuerdas, David.

De pronto, el viejo rostro de Golder enrojeció; una oleada de sangre lo arreboló hasta la raíz del pelo e hizo que los ojos se le humedecieran. Aquella risa… No la oía desde hacía años… desde las noches en que la aplastaba en vano bajo sus labios.

– Tú tienes la culpa -murmuró, como entonces-. Nunca me has querido.

Ella rió con más fuerza.

– ¿Quererte? ¿A ti? ¿A David Golder? Pero ¿quién te quiere a ti? ¿Acaso piensas dejarle todo el dinero a tu Joyce porque imaginas que te quiere? Pues ella lo único que quiere es también tu dinero, ¡viejo imbécil! ¿Se ha ido, eh? Tu Joyce te ha dejado solo, viejo, enfermo… ¡Tu Joyce! Pero si cuando estabas enfermo, muriéndote, aquella noche, ¿recuerdas?, ella se fue a bailar. Yo al menos me quedé, por pudor, pero ¿ella? ¡Ella bailará el día de tu entierro, imbécil! ¡Ah, sí, ella te quiere, ella!

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