Gloria apretó los labios y, con una voz aguda como un silbido, murmuró:
– Loco… Viejo loco… Crees que me moriré de hambre sin ti y tu maldito dinero, ¿eh? Pues mírame… Me parece que no tengo un aspecto tan miserable, ¿no? ¿Ves esto? -exclamó agitando la muñeca, en la que tintineaba una pulsera nueva-. Esta no la has pagado tú, ¿eh? Entonces ¿qué? ¿Qué pretendías? El único que lo pasa mal eres tú, imbécil. Yo me las arreglo muy bien. Y todo lo que había aquí es mío, ¡mío! -recalcó acaloradamente, golpeando la silla-. Y si intentas impedir que lo venda, como quiera y cuando quiera, te las veras conmigo, ¡ladrón! Te mereces la cárcel… -añadió casi sin aliento-. Dejar sin recursos a tu mujer después de todos estos años de vida en común… Pero ¡responde, di algo! -gritó de pronto-. No creas que no lo sé… Confiésalo… Has hecho todo esto para dejarme sin dinero. Has arruinado a otros desgraciados y te has arruinado tú. Prefieres reventar entre cuatro paredes con tal de verme pobre a mí también… ¿Es eso? ¿Sí? ¿Es eso?
– ¿Eso? ¡Bah! -gruñó Golder, y cerró los ojos-. Si supieras lo poco que me importáis tú, tu dinero y todo lo tuyo… -murmuró-. Además, querida, el dinero no te durará mucho. Créeme, cuando no hay un marido para alimentar la caja, se esfuma rápido. -Hablaba sin ira, con una vocecilla baja y suave de viejo, subiéndose distraídamente el cuello del batín. El aire frío de la calle se colaba por los resquicios de las desguarnecidas ventanas-. Sí, volando… Has invertido en Bolsa, creo. Dicen que este año basta con tocar una acción para que suba. No durará mucho… Y Hoyos… -Golder soltó una risita inesperada, casi juvenil-. ¡Ah, qué vida la vuestra dentro de uno o dos años! Pobrecitos míos…
– ¿Y tú? ¿Y la tuya? Pero ¡si te has enterrado en vida!
– Porque me ha dado la gana -replicó él con una especie de altanera brusquedad-. Y yo en este mundo siempre he hecho lo que me ha dado la gana.
Gloria no respondió; poco a poco, desanudó los guantes.
– ¿Te quedarás aquí?
– No lo sé.
– Todavía tienes dinero, ¿eh? ¿Te las has compuesto?
Golder inclinó la cabeza.
– Sí -respondió, de nuevo con voz suave-. Pero no intentes sacarme nada, ¿eh? Perderías el tiempo. Me las arreglo muy bien. -Ella señaló con la barbilla el salón vacío y rió por lo bajo-. ¡Bah! Me alegro de haberme librado de todo eso… las esfinges, los laureles… Yo no necesito esas cosas -añadió con voz cansada, y cerró los ojos.
Gloria se levantó, cogió el bolso y el abrigo de piel de zorro, y fue a empolvarse con parsimonia ante el espejo de la chimenea.
– Creo que Joyce vendrá a verte pronto… -murmuró y, como él no respondía, añadió-: Necesita dinero. -En el espejo, vio que una extraña expresión recorría el viejo y duro rostro de su marido-. Todo esto es por ella, ¿no? -dijo deprisa y en voz baja, como sin querer. Con toda claridad, vio temblar las mejillas y las manos de Golder, agitadas por un súbito estremecimiento-. Ha sido sobre todo por ella, ¿verdad? ¿Por ella, que no te ha hecho nada? Es curioso… -Gloria soltó una risita forzada, seca y aguda-. Cómo la quieres… Cómo la quieres, Dios mío… Como un viejo enamorado. Es patético…
– ¡Basta! -rugió Golder.
Gloria reprimió un gesto de temor.
– Pero bueno, ¿es que vamos a empezar otra vez? -murmuró arqueando las cejas-. ¿Es que quieres que haga que te encierren? Porque al final…
– No dudo que serías capaz. Vete -masculló con una mezcla de cólera y cansancio. Lentamente, se secó el sudor que le resbalaba por la cara-. Vete, por favor -repitió tratando de calmarse.
– Entonces… ¿adiós?
Golder se levantó sin responder, entró en la habitación de al lado y cerró de un portazo que resonó en el piso vacío. Gloria pensó que en otros tiempos siempre acababan así sus peleas… Luego se dijo que seguramente no volvería a verlo. Aquella vida solitaria acabaría pronto con él. «Tantos años juntos para terminar así… ¿Y por qué? A su edad… Por cosas que pasan todos los días… El lo ha querido… Peor para él… Pero qué estupidez, Dios mío, qué estupidez…»
Salió de allí, cerró la puerta y bajó pesadamente las escaleras.
Golder estaba solo.
Golder siguió solo durante mucho tiempo. Al menos, su familia no lo molestó más.
El médico lo visitaba todas las mañanas. Cruzaba a toda prisa las tristes habitaciones vacías, entraba en el salón y auscultaba el viejo pecho de Golder, en el que persistían los roncos estertores de la noche. Pero el corazón mejoraba. La enfermedad se había aplacado. Y Golder también parecía sumido en una especie de letargo, de apática modorra. Se levantaba y se vestía jadeando, sin prisa, como para economizar al máximo las fuerzas, las fuentes de su vida. Después recorría dos veces todo el piso, calculando cada movimiento de sus músculos, contando cada latido de su corazón y sus arterias. Él mismo se dosificaba los alimentos gramo a gramo en la balanza de la recocina y vigilaba, reloj en mano, la cocción del huevo pasado por agua.
Ahora, en la amplia cocina, donde antaño se afanaban con holgura cinco criados, una vieja sirvienta que se ocupaba de todo le preparaba las comidas, mirándolo con ojos cansados y tristes, mientras él iba y venía con las manos a la espalda, vestido con un batín violeta comprado en Londres en su día, pero cuya seda, raída y agujereada, dejaba escapar blancos copos de lana.
Después arrastraba hasta la ventana del salón un sillón y un taburete, y se quedaba allí sentado todo el día, haciendo solitarios en una bandeja que se colocaba sobre las rodillas. Si lucía el sol, bajaba a la calle, iba hasta la farmacia de la calle de al lado, se pesaba y volvía poco a poco a casa, parándose cada cincuenta pasos para recuperar el aliento apoyado en el bastón, mientras con la mano izquierda sujetaba con cuidado ambas puntas de la bufanda, que llevaba enrollada dos veces alrededor del cuello y prendida a la pechera con un imperdible.
Más tarde, cuando el sol empezaba a declinar, Soifer, un viejo judío alemán, antiguo conocido de Silesia al que había perdido de vista y con quien se había reencontrado hacía unos meses, acudía a jugar con él a las cartas. Soifer, arruinado en su día por la inflación, se había resarcido de todas sus pérdidas especulando con el franco. No obstante, de aquello le había quedado una desconfianza permanente, que crecía de año en año, hacia un dinero que las revoluciones y las guerras podían transformar de la noche a la mañana en papeles sin valor. Poco a poco, fue convirtiendo su fortuna en joyas. En una caja de seguridad de Londres guardaba diamantes, perlas magníficas, esmeraldas tan hermosas que ni Gloria en sus mejores tiempos habría soñado poseer… Sin embargo, era de una tacañería rayana en la obsesión. Vivía de alquiler en un sórdido piso amueblado, en una tenebrosa calle del barrio de Passy. No se subía a un taxi aunque se lo pagaran. «No quiero acostumbrarme a lo que no puedo permitirme», solía decir. En invierno, esperaba el autobús bajo la lluvia las horas que hiciera falta y, si en segunda no quedaba sitio, seguía esperando hasta que lo hubiera. Toda la vida había andado de puntillas para no gastar suelas. Como se había quedado sin dientes, hacía años que no comía más que caldos y purés de legumbres, para ahorrarse la dentadura postiza.
Pese a su tez amarillenta, reseca y transparente como una hoja en otoño, tenía una expresión de nobleza patética, como la tienen a veces los ex presidiarios con muchos años de trabajos forzados. Su hermoso cabello cano le ceñía una corona plateada en torno a las sienes. Pero aquella boca vacía, salivosa, perdida entre las profundas arrugas del rostro, inspiraba una mezcla de repulsión y temor.
Todos los días, Golder le dejaba ganar una veintena de francos y lo escuchaba hablar de los negocios de los demás. Soifer tenía una especie de humor sombrío que se asemejaba bastante al suyo y les hacía pasar ratos entretenidos.
Años después, Soifer moriría solo, como un perro, sin amigos, sin una corona de flores sobre la tumba, enterrado en el cementerio más barato de París por una familia que lo odiaba y a la que había odiado, pero a la que sin embargo dejó una fortuna de más de treinta millones, cumpliendo de ese modo el incomprensible destino de todo buen judío sobre esta tierra.
De modo que, todos los días a las cinco, alrededor de una mesa de madera blanca, frente a la ventana del salón, Golder, enfundado en su batín violeta, y Soifer, con una toquilla de lana negra sobre los hombros, jugaban a las cartas. En el silencioso piso, los accesos de tos de Golder resonaban con un eco sordo y extraño. El viejo Soifer se lamentaba con voz irritada y quejumbrosa.
Ante ellos, en grandes vasos con pies de plata que Golder había hecho traer de Rusia en otros tiempos, el té humeaba. Soifer dejaba de jugar, ponía las cartas sobre la mesa ocultándolas instintivamente con el canto de la mano, daba un sorbo y preguntaba:
– ¿Sabe que el azúcar volverá a subir?
Y más tarde:
– ¿Sabe que el Banco Lalleman va a financiar a la Compañía Franco-Argelina de Minas?
Golder levantaba la cabeza con una mirada viva y ardiente como un ascua que brilla entre la ceniza y vuelve a apagarse.
– No parece mal negocio -murmuraba con voz cansada.
– El único negocio bueno es coger tu dinero, convertirlo en valores seguros, si es que alguno lo es, y luego sentarte encima y empollarlo como una gallina vieja… Le toca, Golder.
Y volvían a las cartas.
– ¿Lo sabe usted? -dijo Soifer nada más entrar-. ¿Sabe usted qué van a inventar ahora?
– ¿Quiénes?
Soifer mostró su puño amenazante a la ventana y a París entero.
– Anteayer, el impuesto sobre la renta -prosiguió con su voz aguda y quejumbrosa-. Mañana, el alquiler. Hace ocho días, cuarenta y tres francos de gas. Ahora va mi mujer y se compra un sombrero nuevo. ¡Sesenta y dos francos! Una especie de maceta puesta del revés… No me importa pagar por algo que merezca la pena, que dure… pero ¡eso! ¡No lo llevará ni dos temporadas! Y a su edad… Un traje de pino, ¡eso es lo que necesita! ¡Eso es lo que habría pagado de mil amores! ¡Sesenta y dos francos! En mi época, por ese precio, en mi tierra te comprabas una pelliza de piel de oso. ¡Ah, Dios mío, Dios mío! Si un día mi hijo dice que se casa, lo estrangulo con mis propias manos. Eso sería mejor para el pobre muchacho que pasarse la vida acoquinando, como usted y como yo. Y hoy, al parecer, si no voy a renovar el carnet de identidad, ¡me expulsan! ¿Adónde iba a ir un pobre hombre, viejo y enfermo como yo, dígame?