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– ¡Va, no me tortures más! Dame dinero, anda… ¡Dámelo de una vez!

– No -dijo Golder.

– ¿Qué? -exclamó Joyce-. ¿Qué dices?

– Que no. -Levantó la cabeza y se quedó mirándola sonriendo. Hacía mucho tiempo que no decía no de aquel modo, con el tono duro y claro de antaño-. No -repitió despacio, como si la palabra fuera una fruta para saborear. Luego juntó las manos delante de la barbilla y se acarició los labios con la yema de los dedos-. Parece que te sorprende… ¿Quieres ir? Ve. Pero ya lo has oído: ni un céntimo. Apáñatelas. ¡Ay, todavía no me conoces, hija!

– ¡Te odio! -gritó ella.

Golder volvió a bajar la cabeza y siguió contando las cartas en voz baja. Una, dos, tres, cuatro… Pero al llegar al final de la fila se confundió y, con una voz cada vez más baja y temblorosa, repitió: una, dos, tres… De pronto se detuvo, como al límite de sus fuerzas, y suspiró.

– ¡Tú tampoco me conoces a mí! -estalló ella-. Te he dicho que me iba, y me iré. ¡No necesito tu sucio dinero!

Joyce le silbó a su perro y desapareció. Al cabo de unos instantes se oyó el ruido del coche, que pasó por la carretera como una exhalación. Golder no se había movido.

Hoyos meneó lentamente la cabeza.

– ¡Ay, amigo mío! Sabrá arreglárselas. -Y como el anciano no respondía, entornó los finos y cansados ojos y, con una sonrisa, murmuró-: No sabe usted nada de mujeres, amigo mío… Tenía que haberle dado una bofetada. Puede que la novedad del gesto le hiciera quedarse. Con estos animalillos nunca se sabe.

Golder se había sacado la cartera del bolsillo y le daba vueltas entre las manos. Era una vieja cartera de cuero negro, tan gastada como la mayoría de sus objetos personales. Tenía el forro de satén deshilachado y le faltaba una de las cantoneras de oro; estaba llena a rebosar de billetes y sujeta con una goma. Golder apretó los dientes y empezó a golpearla contra la mesa con todas sus fuerzas. Las cartas volaban por los aires. La estampaba una y otra vez contra la madera, que resonaba sordamente. Cuando se cansó, volvió a guardársela en el bolsillo, se levantó y pasó junto a Hoyos empujándolo adrede con todo el cuerpo.

– Así doy yo las bofetadas -masculló.

Todas las mañanas, Golder bajaba al jardín y paseaba una hora por un sendero resguardado. Caminaba despacio por la franja de sombra de los viejos cedros, contando escrupulosamente los pasos. Cuando llegaba al cincuenta, se paraba, pegaba la espalda al tronco de un árbol, dilataba con esfuerzo las aletas de la nariz y respiraba profunda, penosamente, tendiendo los temblorosos labios abiertos al aire del mar. Después seguía andando y contando los pasos, mientras con la punta del bastón removía con aire distraído la gravilla del sendero. Vestido con una vieja hopalanda gris, una bufanda de lana y un gastado sombrero negro, tenía el extraño aspecto de un prendero judío ucraniano. De vez en cuando, mientras caminaba, levantaba un hombro con un gesto inconsciente y cansado, como si llevara a la espalda un pesado hato de telas o quincalla.

Ese día, salió de nuevo al jardín a las tres: hacía un tiempo espléndido. Se sentó en un banco, frente al mar. Se aflojó un poco la bufanda, se desabrochó los primeros botones del abrigo e inspiró con precaución. Pero el corazón le latía a un ritmo regular; sólo el sempiterno silbido del asma subrayaba el flujo y reflujo del aire en su pecho con un sonido débil, quejumbroso y agudo.

El banco estaba a pleno sol, y el jardín se bañaba apaciblemente en una luz dorada y transparente como fino aceite.

El viejo Golder cerró los ojos, posó las manos, que siempre tenía heladas, sobre las rodillas y, con un suspiro mezcla de tristeza y bienestar, se frotó las falanges con suavidad. Le gustaba el calor. En París y en Londres seguro que hacía un tiempo horrible… Esa tarde esperaba al director de la Golmar, que había anunciado su llegada el día anterior. Era la señal de partida. Dios sabía adónde le tocaría ir. Era una pena tener que marcharse. Hacía un tiempo espléndido.

La grava crujió bajo unos pasos. Golder se volvió y vio a Loewe. Un hombrecillo tímido, pálido, de rostro demacrado y marchito, encorvado por el peso de una enorme cartera repleta de papeles.

Loewe había sido un simple empleado de la Golmar durante mucho tiempo; ahora era director desde hacía casi cinco años, pero bastaba una mirada de Golder para que en su fuero interno temblara, como antaño. Loewe avivó el paso, inclinando los hombros y sonriendo con nerviosismo. Una vez más, Golder recordó lo que tantas veces le había dicho Marcus: «Tú, amigo mío, te crees un gran hombre de negocios, pero no eres más que un especulador; no sabes elegir, encontrar gente. Estarás solo toda la vida, rodeado de sinvergüenzas o cretinos.»

– ¿Por qué ha venido? -gruñó Golder atajando las largas y embarulladas frases de Loewe, que le preguntaba con respeto por su salud.

Loewe se calló de inmediato, se sentó en el otro extremo del banco, entreabrió la cartera y suspiró.

– ¡Ay, Señor! Ahora le explico… Escúcheme con atención, por favor. Aunque puede que esto lo fatigue. ¿Prefiere esperar? Las noticias que traigo…

– Son malas -espetó Golder, irritado-. Naturalmente. Déjese de pamplinas, por Dios. Diga lo que tenga que decir, y sea claro, si puede.

– Sí, señor -se apresuró a murmurar Loewe. La enorme cartera no se mantenía bien en equilibrio sobre sus rodillas, así que la sujetó con las dos manos contra el pecho y empezó a sacar fajos de cartas y papeles, que fue dejando en el banco-. No encuentro la carta… -balbuceó angustiado-. ¡Ah, sí! Aquí está… ¿Me permite?

– Démela -dijo Golder arrebatándosela.

Cuando acabó de leerla no dijo nada, pero Loewe, que no le quitaba ojo, advirtió el leve temblor de sus labios.

– Ya ve… -musitó como excusándose, y le tendió otros documentos-. Todos los problemas han surgido a la vez, como siempre… La Bolsa de Nueva York, anteayer, fue el último revés, por así decirlo. Pero no ha hecho más que precipitar las cosas. Supongo que usted se lo esperaba…

Golder levantó de golpe la cabeza.

– ¿El qué? Sí -murmuró con aire ausente-. ¿Dónde está el informe de Nueva York?

Al ver que Loewe volvía a remover los papeles, Golder los apartó de un manotazo.

– ¡Por Dios! ¿No ha podido ordenar todo eso antes?

– Es que acabo de llegar y… y no he querido pasar por el hotel.

– Sólo faltaría -gruñó Golder.

– La ha leído bien, ¿no? -dijo Loewe carraspeando nerviosamente-. La carta del Banco Británico… Si no están cubiertos en ocho días, procederán de oficio a vender sus títulos.

– Eso ya lo veremos… Cabrones… Esto es cosa de Weille… Pero no se saldrá con la suya, lo juro. ¿A cuánto asciende mi descubierto con ellos? ¿A cuatro millones?

– Sí -respondió Loewe, y meneó la cabeza-. Ahora mismo, todo el mundo está de uñas con la Golmar. En la Bolsa circulan rumores muy pesimistas, desde que el pobre señor Marcus… Sus enemigos se han atrevido incluso a tergiversar del modo más falso y malintencionado su enfermedad, señor Golder.

Golder se encogió de hombros.

– Eso… -Eso no le sorprendía en absoluto. Y los efectos del suicidio de Marcus, aún menos. «Seguro que a Marcus le sirvió de consuelo antes de morir», pensó-. Eso no es nada -aseguró-. Hablaré con Weille. Lo que me preocupa es Nueva York. No habrá más remedio que ir. ¿De Tübingen, nada?

– Sí. Ha llegado un telegrama justo cuando salía.

– ¡Pues démelo, hombre de Dios! -«El 28 de los corrientes estaré en Londres», leyó Golder, y esbozó una leve sonrisa. Con la ayuda del viejo Tübingen, todo se arreglaría fácilmente-. Telegrafíele de inmediato que estaré en Londres el veintinueve por la mañana.

– Sí, señor. Perdone, pero… ¿entonces es verdad lo que se dice?

– ¿Y qué se dice?

– Pues… que la Tübingen le ha encargado a usted negociar con los sóviets el acuerdo sobre la concesión de Teisk, y que Tübingen le comprará las acciones y lo incorporará a la operación… ¡Oh, es un gran negocio, un negocio estupendo! ¡Y qué crédito en cuanto se sepa!

– ¿Qué día es hoy? -lo interrumpió Golder y empezó a calcular con rapidez.

«Las cuatro… Aún podría salir hoy. No, no merece la pena. El sábado. Tengo que ver a Weille en París a toda costa. Mañana. El lunes por la mañana en París; si salgo otra vez a las cuatro, el martes estoy en Londres… En cuanto a Nueva York, tengo un barco el día uno. Si pudiera evitar Nueva York… No, imposible. Sin embargo, debería estar en Moscú el quince, el veinte a más tardar. ¡Uf, qué justo viene todo! Juntó lentamente las manos y las apretó como si quisiera cascar unas nueces entre sus palmas-. Muy justo… Tendría que partirme en dos, por lo menos. En fin, ya veremos.»

Loewe le tendió una hoja repleta de nombres y cifras.

– ¿Qué es esto?

– Si es tan amable de echarle un vistazo… Son los aumentos de los empleados. ¿Lo recuerda? Hablé de ello con usted y el señor Marcus el pasado abril.

Golder examinó la lista con el ceño fruncido.

– Lamben, Mathias… Conforme. ¿La señorita Wieilhomme? ¡Ah, sí, la mecanógrafa de Marcus! Esa pelandusca que no escribe una carta a derechas. ¡No, ni hablar! A la otra sí, a la gibadita, ¿cómo se llama?

– Señorita Gassion.

– Sí, muy bien. ¿Chambers? ¿Su yerno? Pero bueno, ¿es que no le parece suficiente que le diéramos trabajo a ese imbécil? No se digna aparecer por la oficina más que dos días a la semana, cuando no tiene nada mejor que hacer. Y para lo que trabaja… Ni un céntimo más, ¿me oye? ¡Ni un céntimo!

– Pero en abril…

– En abril tenía dinero. Ahora no. ¡Si les subiera el sueldo a todos los zánganos, a todos los hijos de papá que Marcus y usted me han metido en la oficina…! Deme su lápiz.

Golder tachó con rabia varios nombres.

– ¿Y a Levine, que acaba de ser padre por quinta vez?

– ¡Me trae sin cuidado!

– Vamos, vamos, no se haga más duro de lo que es, señor Golder.

– No me gusta que la gente se las dé de generosa con mi dinero, Loewe, como hace usted. Es muy bonito prometer el oro y el moro, pero luego… Después soy yo el que tiene que apañárselas si no hay un céntimo en la caja, ¿verdad?

Golder se interrumpió. Se acercaba un tren. En el aire inmóvil se oía con toda claridad cómo iba aumentando el ruido a medida que se aproximaba. Bajó la cabeza y aguzó el oído.

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