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Se volvió trabajosamente y se quedó boca arriba. Se sentía débil y cansado en grado sumo. Miró el reloj. Era muy tarde. Casi las cuatro. Quiso beber, buscó a tientas el vaso de limonada que le habían preparado para la noche y sin querer golpeó con él la mesilla.

La enfermera despertó sobresaltada y un momento después asomó la cabeza por la puerta.

– ¿Ha dormido algo?

– Sí -contestó Golder y, tras beber con avidez, le tendió el vaso. Pero, de pronto, aguzó el oído y le hizo una seña-. ¿Qué ha sido eso? En el jardín… ¿Qué es? Vaya a echar un vistazo…

La enfermera se asomó a la ventana.

– La señorita Joyce, que ha vuelto, creo.

– Llámela.

La mujer suspiró y salió a la galería.

Los altos y puntiagudos tacones de Joyce repiqueteaban en las baldosas. Golder la oyó preguntar:

– ¿Qué le pasa? ¿Está peor?

Joyce entró presurosa en la habitación, y lo primero que hizo fue accionar el interruptor e inundarla de luz.

– No entiendo cómo puedes estar así, dad . ¡Qué lamparilla más lúgubre!

– ¿Dónde te habías metido? -murmuró Golder-. Hace dos días que no te veo…

– Pues… no sé. Tenía cosas que hacer.

– ¿De dónde vienes?

– De San Sebastián. María Pía daba un gran baile. Mira mi vestido. ¿Te gusta?

Joyce entreabrió su amplio abrigo y se mostró medio desnuda, con un vestido de tul rosa escotado hasta el nacimiento de sus pequeños y delicados pechos, una sarta de perlas alrededor del cuello y el cabello dorado alborotado por el viento. Golder la contempló en silencio.

– Qué raro estás, dad … ¿Qué te pasa? ¿Por qué no dices nada? ¿Estás enfadado? Joyce se subió ágilmente a la cama y se arrodilló a los pies de su padre-. Escucha, dad … Esta noche he bailado con el príncipe de Gales. Luego, he oído que le decía a María Pía: It's the loveliest girl. I’ve ever seen . Y le ha preguntado mi nombre… ¿No te alegras? -murmuró con una sonrisa feliz que dibujó dos hoyuelos infantiles en sus maquilladas mejillas. Se inclinaba tanto sobre el pecho de su padre que la enfermera, de pie detrás de la cama, le hizo señas de que se apartara. Pero Golder, que apenas podía soportar el peso de la sábana en la zona del corazón sin ahogarse, dejaba que Joyce apoyara en él su cabeza y sus brazos desnudos-. ¡Te alegras, mi viejo dad ! Ya lo sabía yo… -exclamó. Una brusca sonrisa, que más parecía una mueca, estiró con doloroso esfuerzo las comisuras de los labios cerrados de Golder-. ¿Ves? Estabas enfadado porque te he dejado para ir a bailar, ¿a que sí? Pero aun así he sido yo la primera que te ha hecho sonreír… Por cierto, dad , ¿lo sabes? Me he comprado el coche. ¡Si supieras qué bonito! ¡Corre como el viento! Eres un cielo, dad … -Se interrumpió, bostezó y alzó los revueltos cabellos estirándolos con las puntas de los dedos-. Voy a acostarme, estoy muerta… Es que ayer ya llegué a las seis. No puedo más, no he parado de bailar… -Entornó los párpados y se puso a canturrear jugando soñadoramente con las pulseras-: «Marquita… Marquita… el deseo… aunque no quieras… brilla en tus ojos… cuando bailas…» Buenas noches, dad . Duerme bien y sueña con los angelitos.

Joyce se inclinó y le rozó la mejilla con los labios.

– Sí -murmuró Golder-. Ve, ve a dormir, Joy…

La chica desapareció, y Golder se quedó escuchando sus pasos con una expresión distinta, suavizada, dulcificada… Aquella criatura con su vestido rosa… Allí donde iba, llevaba la alegría, la vida… Ahora se sentía más tranquilo, más fuerte. «La muerte… -se dijo-. Me he dejado llevar por el pánico, nada más. Todo eso son tonterías… Hay que trabajar y seguir trabajando… Tübingen tiene setenta y seis años. A los hombres como nosotros, lo único que nos mantiene vivos es el trabajo.»

La enfermera había apagado la luz y preparado una tisana en el infiernillo de alcohol. Golder se volvió hacia ella:

– El telegrama ya no es necesario… Rómpalo -murmuró.

– Muy bien, señor.

En cuanto se quedó solo, se durmió como un bendito.

Cuando Golder se repuso, septiembre tocaba a su fin, pero la temperatura era más agradable que en pleno verano, y no soplaba ni pizca de viento; una luz dorada como la miel resplandecía en el aire.

Ese día, después de almorzar, en vez de subir a acostarse de nuevo, como solía hacer, Golder se sentó en la terraza y pidió las cartas. Gloria no estaba, pero poco después apareció Hoyos.

Golder le lanzó una mirada por encima de las gafas, pero no dijo nada. Hoyos bajó casi hasta el suelo el respaldo abatible de una hamaca, se dejó caer en ella y se tumbó como en una cama, con la cabeza echada atrás, los brazos caídos y los dedos rozando perezosamente el fresco suelo de mármol.

– Hace buen tiempo. Menos calor -murmuró-. Odio el calor.

– ¿No sabrá por casualidad dónde ha almorzado la niña? -le preguntó Golder.

– ¿Joyce? En casa de los Mannering, supongo… ¿Porqué?

– Por nada. Nunca está aquí.

– Es la edad. Y encima le compra usted un coche nuevo… Ahora tiene el diablo metido en el cuerpo… -Se interrumpió, se incorporó apoyándose en un codo y se volvió hacia el jardín-. ¡Mire, ahí está su Joy! ¡Eh, Joy! -exclamó acercándose a la balaustrada-. ¿Qué, ya te vas? Estás loca, ¿sabes?

– ¿Cómo? -gruñó Golder.

Hoyos reía de buena gana.

– Esta chica es increíble… Y se lleva toda la feria, mírela… Jill … ¿No coges tus muñecas? ¿Y eso? Pero bueno… ¿Ya tu principito tampoco, preciosa? Mírela, Golder, y dígame si no es increíble.

– Ah, ¿pero está ahí dad ? ¡Lo he buscado por todas partes! -exclamó Joyce, y subió los escalones a la carrera con el abrigo de viaje puesto, un gorro calado hasta la cejas y su perrito bajo el brazo.

– ¿Adónde vas? -le preguntó su padre, levantándose.

– ¡Adivínalo!

– ¿Cómo quieres que averigüe lo que se le ocurre a tu cabeza de chorlito? -gruñó Golder con irritación-. Y responde cuando te pregunto, ¿entendido?

Joy se sentó, cruzó las piernas, le lanzó una mirada desafiante y se echó a reír alegremente.

– Me voy a Madrid.

– ¿Qué?

– ¿No lo sabía? -intervino Hoyos-. Pues sí, nuestra pequeña ha decidido irse a Madrid en coche… sola. ¿No es así, Joy? ¿Sola? -repitió sonriendo-. Con esa manía suya de ir a tanta velocidad, seguramente se partirá la crisma por el camino, pero se le ha metido entre ceja y ceja, y no hay nada que hacer. Entonces, Golder, ¿no lo sabía?

Golder dio una patada en el suelo.

– Joyce! ¿Estás loca? ¡Menudo disparate!

– Ya hace tiempo que te dije que pensaba ir a Madrid en cuanto tuviera un coche nuevo. ¿Qué tiene de particular?

– Te prohíbo que vayas, ¿me oyes? -replicó su padre despacio.

– Te oigo. ¿Ya está?

De pronto, Golder avanzó hacia ella con la mano levantada. Pero Joyce, aunque palideció un poco, volvió a reírse.

– Dad ¿Quieres pegarme? ¿Tú? Pues me da igual, ¿sabes? Pero lo lamentarás.

El bajó lentamente el brazo sin rozarla.

– ¡Vete! -le dijo con un gruñido que apenas pasó entre sus labios cerrados-. ¡Vete a donde quieras! -añadió, sentándose de nuevo y volviendo a coger las cartas.

– Vamos, dad , no te enfades… -murmuró ella con voz mimosa-. Piensa que podría haberme ido sin decirte nada… Además, ¿a ti qué más te da?

– Un día de éstos vas a romperte esa carita tan linda, Joy -dijo Hoyos acariciándole la mano-. Ya lo verás.

– Eso es cosa mía. Venga, dad , hagamos las paces… -Se sentó a su lado y le rodeó el cuello con los brazos-. Dad

– Yo decidiré cuándo hacemos las paces… Déjame. ¡Qué manera de hablarle a un padre! -gruñó Golder apartándola.

– ¿No le parece que es un poco tarde para empezar a educar a esta preciosidad? -observó Hoyos.

– ¡Usted déjeme en paz! -farfulló Golder descargando el puño sobre las cartas-. ¡Y tú vete! ¿Crees que voy a suplicarte?

– Dad ¡Siempre me lo estropeas todo! ¡Todas mis ilusiones! ¡Toda mi felicidad! -gritó Joyce exasperada, y de pronto resbalaron lágrimas por sus mejillas-. ¡Déjame! ¡Déjame! ¿Crees que esta casa es muy divertida desde que estás enfermo? ¡No puedo más! Andar despacio, hablar bajo, no reírse, no ver más que caras viejas, tristes y amargadas… ¡Quiero…! ¡Quiero ir!

– Pues ve. ¿Quién te lo impide? ¿Vas sola?

– Sí.

Golder bajó la voz.

– Pues no vayas a pensar que te creo, ¿eh? Te vas por ahí con ese rufián, ¿no? Golfa… ¿Crees que no tengo ojos en la cara? Pero ¿qué puedo hacer? Nada -se respondió con voz temblorosa-. Sin embargo, al menos no creas que me la pegas, ¿eh? Aún no ha nacido el guapo que se la pueda pegar al viejo Golder. ¿Has oído, niña?

Hoyos reía por lo bajo tapándose la boca con la mano.

– Qué pérdida de tiempo… No sirve de nada, mi pobre Golder. ¡Está visto que no conoce usted a las mujeres! Con ellas sólo queda ceder… Ven a darme un beso, mi preciosa Joyce…

Pero la muchacha frotaba la cabeza contra el hombro de su padre y no prestaba atención a Hoyos.

– Dad , mi querido dad

– Déjame… No puedo respirar… -gruñó Golder apartándola-. Y vete de una vez, o saldrás demasiado tarde.

– ¿No me das un beso?

– ¿Yo? Claro… -dijo Golder y, haciendo un esfuerzo, posó los labios en la mejilla que le ofrecía su hija-. Anda, vete.

Joyce lo miró. Había empezado a extender las cartas; sus inseguros dedos parecían resbalar sobre la madera de la mesa.

– Dad … -murmuró ella-. ¿Sabes que estoy sin blanca? -Él no respondió-. ¡Va, dad , dame dinero, por favor!

– ¿Dinero? ¿Qué dinero? -preguntó Golder en un tono seco y reposado que Joyce jamás le había oído.

– ¿Qué dinero? Pues dinero para el viaje -respondió ella esforzándose en disimular la impaciencia que le hacía retorcerse los dedos-. ¿De qué esperas que viva en España? ¿De mi cuerpo?

Golder reprimió una mueca.

– ¿Y necesitas mucho? -le preguntó contando lentamente las trece cartas que formaban la primera fila del solitario.

– Pues no sé… Venga, no seas pesado. Claro que mucho… como siempre… diez, doce, veinte mil…

– Ah.

Joyce deslizó la mano en el bolsillo del chaleco de Golder e intentó sacarla cartera.

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