Entró en los terrenos del hotel Langdown Lawn. Era una suerte para la tripulación de la Pan American que un hotel tan agradable distara tan sólo un kilómetro y medio del complejo de Imperial Airways. Era una típica casa de campo inglesa, dirigida por una pareja encantadora que caía bien a todo el mundo y servía el té en el jardín por las tardes, bajo la luz del sol.
Entró en el hotel. Se encontró en el vestíbulo con su ayudante, Desmond Finn, conocido inevitablemente como Mickey. Mickey le recordaba a Eddie al Jimmy Olsen de las aventuras de Supermán; era un tipo despreocupado, que sonreía exhibiendo toda la dentadura y adoraba a Eddie como a un héroe, una característica que turbaba a Eddie. Estaba hablando por teléfono, y se interrumpió al ver a Eddie.
– Espera. Tienes suerte, acaba de entrar. -Tendió el auricular a Eddie-. Una llamada para ti.
Se alejó escaleras arriba, dejando a Eddie solo.
– ¿Sí? -dijo Eddie.
– ¿Es usted Edward Deakin?
Eddie frunció el ceño. No reconoció la voz, y nadie le llamaba Edward.
– Sí, soy Eddie Deakin. ¿Quién es usted?
– Espere, le paso a su mujer.
El corazón le dio un vuelco. ¿Por qué le llamaba Carol-Ann desde Estados Unidos? Algo iba mal.
Un momento después escuchó su voz.
– ¿Eddie?
– Hola, cariño, ¿qué ocurre?
Ella estalló en lágrimas.
Una serie de espantosas explicaciones acudieron a su mente: la casa se había incendiado, alguien había muerto, Carol-Ann se había herido en algún accidente, había sufrido un aborto…
– Carol-Ann, cálmate. ¿Te encuentras bien?
Ella consiguió hablar entre sollozos.
– No… estoy… herida…
– Pues ¿qué? -preguntó, temeroso-. ¿Qué te ha pasado? Intenta explicármelo, cielo.
– Aquellos hombres… vinieron a casa.
Eddie sintió que un escalofrío de pánico recorría su cuerpo.
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– ¿Qué hombres? ¿Qué te hicieron?
– Me obligaron a entrar en un coche.
– Santo Dios, ¿quiénes son? -Sentía la cólera alzarse como un dolor en el pecho, y le costaba respirar-. ¿Te hicieron daño?
– Estoy bien, pero… Eddie, estoy tan asustada…
No supo qué decir. Demasiadas preguntas acudían a sus labios. ¡Unos hombres habían ido a su casa y obligado a Carol-Ann a entrar en un coche! ¿Qué estaba ocurriendo?
– Pero ¿por qué? -preguntó por fin.
– No me lo dijeron.
– ¿Qué dijeron?
– Eddie, has de hacer lo que quieren, es lo único que sé. A pesar de la ira y el miedo, Eddie oyó a su padre diciendo: «Nunca firmes un cheque en blanco». Aun así, no vaciló.
– Lo haré, pero ¿qué…?
– ¡Promételo!
– ¡Te lo prometo!
– Gracias a Dios.
– ¿Cuándo ocurrió?
– Hace un par de horas.
– ¿Dónde están ahora?
– Estamos en una casa, no muy lejos de… -Sus palabras se convirtieron en un grito de terror.
– ¡Carol-Ann! ¿Qué pasa? ¿Estás bien?
No hubo respuesta. Furioso, asustado e impotente, Eddie estrujó el teléfono hasta que sus nudillos se pusieron blancos. Después, volvió a escuchar la voz masculina del principio.
– Escúchame con mucha atención, Edward.
– No, escúchame tú a mí, capullo -estalló Eddie-. Si le haces daño te mataré, lo juro por Dios, te seguiré los pasos aunque me cueste toda la vida, y cuando te encuentre, miserable, te arrancaré la cabeza del tronco con mis propias manos, ¿me has entendido bien?
Se produjo un momento de vacilación, como si el hombre que estaba al otro lado de la línea no esperase semejante parrafada.
– No te hagas el duro -dijo por fin-, estás demasiado lejos. -Parecía un poco sorprendido, pero tenía razón: Eddie no podía hacer nada-. Presta atención prosiguió el hombre.
Eddie se contuvo con un gran esfuerzo.
– Un hombre llamado Tom Luther te entregará las instrucciones en el avión.
¡En el avión! ¿Qué significaba eso? Sería un pasajero o qué, el tal Tom Luther?
– ¿Qué quiere que haga? preguntó Eddie.
– Cerrar el pico. Luther te lo explicará. Y será mejor que sigas sus instrucciones al pie de la letra, si quieres volver a ver a tu mujer.
– ¿Cómo sabré…?
– Una cosa más. No llames a la policía. No te beneficiará. Si la llamas, me la follaré, sólo por el placer de hacerte daño.
– Bastardo, te…
La comunicación se cortó.
Harry Marks era el más afortunado de todos los hombres.
Su madre siempre le había dicho que tenía suerte. Aunque su padre había muerto durante la Gran Guerra, tuvo suerte de contar con una madre fuerte y capacitada que le crió. Limpiaba oficinas para ganarse la vida, y no le faltó trabajo ni durante la Depresión. Vivían en una casa de alquiler de Battersea, con un grifo de agua fría en todos los rellanos y lavabos exteriores, pero estaban rodeados de buenos vecinos, gente que se ayudaba entre sí en los momentos difíciles. Harry poseía la habilidad de esquivar los problemas. Cuando azotaban a los niños en el colegio, la vara del profesor se rompía cuando le llegaba el turno a Harry. Si Harry caía bajo un caballo o un carricoche, le pasaban por encima sin hacerle daño.
Su amor por las joyas le convirtió en un ladrón.
De adolescente, le gustaba caminar por las ricas calles comerciales del West End y contemplar los escaparates de las joyerías. Los diamantes y las piedras preciosas que brillaban sobre el terciopelo oscuro, iluminados por las brillantes luces del escaparate, le embelesaban. Le gustaban por su belleza, pero también porque simbolizaban un tipo de vida sobre el que había leído en los libros, una vida de espaciosas casas de campo rodeadas de césped verde, en que hermosas muchachas llamadas lady Penelope o Jessica Chumley jugaban al tenis toda la tarde y volvían jadeantes a tomar el té.
Había sido aprendiz de un joyero, pero le abandonó al cabo de seis meses, aburrido e inquieto. Reparar correas rotas de reloj y ensanchar anillos de boda para esposas gordas carecía de encanto. Sin embargo, aprendió a distinguir un rubí de un granate rojo, una perla natural de una cultivada, y un diamante cortado con las técnicas modernas de uno tallado en el siglo diecinueve. También descubrió las diferencias entre un engaste hermoso y uno feo, un diseño elegante y una pieza ostentosa sin gusto; y esta habilidad había inflamado su deseo hacia las joyas bonitas y su anhelo por el estilo de vida que iba parejo.
A la larga, descubrió una forma de satisfacer ambos deseos, utilizando a chicas como Rebecca Maugham-Flint.
Había conocido a Rebecca en Ascot. Solía ligar con chicas ricas en las carreras de caballos. El aire libre y las multitudes le posibilitaban fluctuar entre dos grupos de jóvenes espectadoras, de tal forma que todos le creían miembro de uno u otro grupo. Rebecca era una chica alta de gran nariz, espantosamente vestida con un vestido de lana de volantes y un sombrero de Robin Hood, con pluma incluida. Ninguno de los jóvenes que la rodeaban le prestaban atención, y se sintió patéticamente agradecida a Harry por hablar con ella.
Harry procuró no cultivar su amistad de inmediato, pues era mejor aparentar desinterés. Sin embargo, cuando se topó con ella un mes después en una galería de arte, ella le saludó como a un viejo amigo y le presentó a su madre.
Se suponía que muchachas como Rebecca no acudían a cines y restaurantes acompañadas de chicos sin carabina, por supuesto; sólo lo hacían las dependientas y las obreras. Por eso, siempre contaban a sus padres que salían en grupo; para dar mayor verosimilitud a la mentira, solían iniciar la velada en alguna fiesta, tras lo cual podían marcharse discretamente en pareja, lo cual le iba de perlas a Harry; como no «cortejaba» de manera oficial a Rebecca, sus padres no consideraban necesario investigar sus antecedentes, y nunca cuestionaron las vagas mentiras que Harry les contaba sobre una casa de campo en Yorkshire, un internado privado de Escocia, una madre inválida que vivía en el sur de Francia y un próximo destino en las Reales Fuerzas Aéreas.
Había descubierto que las mentiras vagas eran habituales en la sociedad de clase alta. Las decían jóvenes que no deseaban admitir su desesperada pobreza, o el alcoholismo sin remedio de sus padres, o su pertenencia a familias desacreditadas por algún escándalo. Nadie se molestaba en dejar como un trapo a un individuo hasta que mostraba serias inclinaciones por una joven de buena familia.
Harry había salido con Rebecca durante tres semanas de esta forma indefinida. Le había invitado a pasar un fin de semana en una mansión de Kent, donde había jugado al cricket y robado dinero a los invitados, que no habían querido denunciar el hurto por temor a ofender a sus anfitriones. También le había llevado a varios bailes, en los que Harry había robado carteras y vaciado bolsos. Además, durante las visitas a casa de la joven había robado pequeñas sumas de dinero, algunos cubiertos de plata y tres interesantes broches victorianos que su madre aún no había echado en falta.
En su opinión, no se comportaba de una manera inmoral. La gente a la que robaba no se merecía su riqueza. La mayoría no había trabajado ni un solo día en su vida. Los pocos que tenían un empleo utilizaban los contactos de sus privilegiados colegios para obtener sinecuras muy bien pagadas. Eran diplomáticos, presidentes de empresas, jueces o parlamentarios conservadores. Robarles era lo mismo que matar nazis: no un crimen, sino un servicio público.
Llevaba haciéndolo dos años, y sabía que no podría continuar indefinidamente. El mundo de la sociedad británica de clase alta era extenso pero limitado, y alguien le iba a descubrir un día. La guerra había llegado justo en el momento en que se sentía dispuesto a buscar una forma de vida diferente.
Sin embargo, no iba a enrolarse en el ejército como soldado raso. La comida mala, la ropa impresentable, los malos tratos y la disciplina militar no eran para él, y el color caqui no contribuía a mejorar su aspecto. No obstante, el azul de la Fuerza Aérea hacía juego con sus ojos, y no le costaba nada imaginarse como piloto. Por lo tanto, iba a ser oficial de la RAF. Aún no había pensado cómo, pero lo conseguiría: era un tipo con suerte.
Entretanto, decidió utilizar a Rebecca para introducirse en otra casa rica antes de dejarla.
Comenzaron la velada en la recepción celebrada en la mansión de Belgravia de sir Simon Monkford, un acaudalado editor.
Harry pasó un rato con la honorable Lydia Moss, la obesa hija de un conde escocés. Torpe y solitaria, era el tipo de muchacha más vulnerable a sus encantos, y la sedujo durante unos veinte minutos, más o menos, por pura costumbre. Después, habló con Rebecca durante unos minutos para enternecerla. Luego consideró que había llegado el momento de efectuar su movimiento de apertura.