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La decisión de Luther de huir con los gángsteres, en lugar de aguardar al submarino, envalentonó a Eddie. La lancha de los gángsteres se dirigía hacia la trampa preparada por Steve Appleby, y si Luther y Hartmann se encontraban a bordo de la lancha, Hartmann se salvaría. Si todo terminaba sin más daños que algunos cortes en la cara de Mark Alder, Eddie se daría por satisfecho.

– Vamos -dijo Vincini-. Primero Luther, después el devorador de salchichas, después Kid, después yo, después el mecánico, al que quiero tener a mi lado hasta que salgamos de este cascarón de nuez, y luego Joe y la rubia. ¡Moveos!

Mark Alder intentó librarse de los brazos de Eddie.

– ¿Quieren sujetar a este tío, o prefieren que Joe le mate? -preguntó Vincini a Ollis Field y al otro agente.

Cogieron a Mark y le inmovilizaron.

Eddie siguió a Vincini. Los pasajeros les contemplaron con los ojos abiertos de par en par mientras desfilaban por el compartimento número 3, hasta entrar en el comedor.

Cuando Vincini entró en el compartimento número 2, el señor Membury sacó una pistola y gritó:

– ¡Alto! -¡Apuntó directamente a Vincini!-. ¡Todos quietos o mataré a vuestro jefe!

Eddie retrocedió un paso para apartarse de la trayectoria. Vincini palideció.

– Tranquilos, muchachos, que nadie se mueva -dijo. El que llamaban Kid se giró en redondo y disparó dos veces.

Membury se desplomó.

– ¡Soplapollas, podría haberme matado! -chilló Vincini al muchacho, enfurecido.

– ¿No te has fijado en su acento? -preguntó Kid-. Es inglés.

– ¿Y qué cojones quieres decir con eso?

– He visto todas las películas que se han rodado, y un inglés nunca alcanza a nadie cuando dispara.

Eddie se arrodilló junto a Membury. Las balas habían entrado en su pecho. La sangre era del mismo color que el chaleco.

– ¿Quién es usted? -preguntó Eddie.

– Rama Especial de Scotland Yard -musitó Mernbury-. Con la misión de proteger a Hartmann. -De modo que el científico no carecía de guardaespaldas, pensó Eddie-. Menudo fracaso -masculló Membury. Cerró los ojos y dejó de respirar.

Eddie maldijo por lo bajo. Se había jurado sacar a los gángsteres del avión sin que nadie muriera, y había estado muy cerca de conseguirlo. Ahora, este valiente policía había muerto.

– Qué innecesario -dijo Eddie en voz alta.

– ¿Por qué estaba tan seguro de que nadie necesita ser un héroe? -oyó decir a Vincini. Levantó la vista. Vincini le miraba con suspicacia y hostilidad. Hostia puta, creo que le encantaría matarme, pensó Eddie-. ¿Sabes algo que nosotros no sepamos? -prosiguió Vincini.

Eddie no respondió, pero en aquel momento bajó corriendo por la escalera el marinero de la lancha, entrando en el compartirento.

– Oye, Vincini, acabo de enterarme por Willard…

– ¡Le dije que sólo utilizara la radio en caso de emergencia!

– Es que se trata de una emergencia… Un barco de la Marina está patrullando la orilla, como si buscara a alguien.

El corazón de Eddie cesó de latir. No había pensado en esta posibilidad. La banda había dejado un centinela en la orilla, con una radio de onda corta para comunicarse con la lancha. Ahora, Vincini había descubierto la trampa.

Todo había terminado. Eddie había fracasado.

– Me has engañado -dijo Vincini a Eddie-. Bastardo, te voy a matar.

Eddie miró al capitán Baker y leyó comprensión y sorprendido respeto en su rostro.

Vincini apuntó con su pistola a Eddie.

He hecho cuanto he podido, y todo el mundo lo sabe, pensó Eddie. Ya no me importa morir.

– ¡Presta atención, Vincini! -exclamó Luther-. ¿No has oído nada?

Todos guardaron silencio. Eddie oyó el sonido de otro avión.

Luther miró por la ventana.

– ¡Un hidroavión va a descender!

Vincini bajó la pistola. Las rodillas de Eddie flaquearon.

Vincini miró hacia afuera, y Eddie siguió la dirección de su mirada. Vio el Grumman Goose que estaba amarrado en Shediac. Mientras lo observaba, se posó sobre una ola, inmovilizándose.

– ¿Y qué? -dijo Vincini-. Si se cruzan en nuestro camino, les liquidaremos.

– ¿Es que no lo entiendes? -insistió Luther, nervioso-. ¡Es nuestra vía de escape! ¡Sobrevolaremos el maldito guardacostas y escaparemos!

Vincini asintió lentamente.

– Bien pensado. Eso es lo que haremos.

Eddie comprendió que iban a huir. Había salvado su vida, pero había fracasado.

28

Nancy Lenehan había encontrado la solución a su problema mientras volaba siguiendo la costa canadiense en el hidroavión alquilado.

Quería derrotar a su hermano, pero también deseaba escapar de los planes trazados por su padre para dirigir su vida. Quería estar con Mervyn, pero tenía miedo de que si abandonaba «Black’s Boots» y se iba a Inglaterra, se convertiría en una aburrida ama de casa como Diana.

Nat Ridgeway había dicho que pensaba hacerle una importante oferta a cambio de la empresa y darle un empleo en «General Textiles». Mientras pensaba en sus palabras había recordado que «General Textiles» poseía varias fábricas en Europa, sobre todo en Inglaterra, y Ridgeway no podría visitarlas hasta que concluyera la guerra, que podía durar años. Por lo tanto, Nancy iba a ofrecerse como directora para Europa de «General Textiles». Así podría estar con Mervyn y continuar trabajando.

La solución era muy clara. La única pega era que Europa estaba en guerra y corría el riesgo de morir.

Estaba reflexionando sobre esta lejana pero escalofriante posibilidad cuando Mervyn se volvió y le indicó por señas que mirase por la ventana: el clipper flotaba sobre el mar.

Mervyn intentó conectar por radio con el clipper, pero no obtuvo respuesta. Nancy se olvidó de sus problemas cuando el Ganso voló en círculos alrededor del avión. ¿Qué había pasado? ¿Estaba ilesa la gente que viajaba a bordo? El avión no parecía haber sufrido daños, pero no se veían señales de vida.

– Hemos de bajar a ver si necesitan ayuda -gritó Mervyn, haciéndose oír por encima del rugido del motor.

Nancy asintió vigorosamente con la cabeza.

– Abróchate el cinturón. El oleaje dificultará el amaraje.

Nancy obedeció y miró por la ventana. La mar estaba picada y las olas eran enormes. Ned, el piloto, condujo el avión en línea paralela a la cresta de las olas. El casco tocó agua sobre el lomo de una ola, y el hidroavión cabalgó sobre ella como un aficionado al surf de Hawai. No fue tan duro como Nancy temía.

Una lancha motora estaba amarrada al morro del clipper . Un hombre vestido con mono y una gorra apareció en el puente y les hizo señas. Quería que el Ganso abarbara junto a la lancha, supuso Nancy. La puerta de proa del clipper estaba abierta, de manera que entrarían por allí. Nancy enseguida supo por qué. Las olas saltaban por encima de los hidroestabilizadores, y resultaría difícil entrar por la puerta habitual.

Ned dirigió el hidroavión hacia la lancha. Nancy imaginó que, con esta mar, era una maniobra difícil. Sin embargo, el Ganso era un monoplano con las alas situadas a bastante altura, que quedaban por encima de la superestructura de la lancha, y podrían deslizarse a su lado. El casco del avión golpeaba contra la fila de neumáticos colocados en el costado de la barca. El hombre que estaba en cubierta había amarrado al avión la proa y la popa de su embarcación.

Mientras Ned cortaba el motor del hidroavión, Mervyn abrió la puerta y soltó la pasarela.

– He de quedarme en el avión -dijo Ned a Mervyn-. Será mejor que vaya usted a ver qué pasa.

– Yo también voy -dijo Nancy.

Como el hidroavión estaba amarrado a la lancha, ambas embarcaciones se mecían al unísono sobre las olas, y la pasarela no se movía en exceso. Mervyn fue el primero en desembarcar y tendió la mano a Nancy.

– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó Mervyn al hombre de la lancha.

– Tuvieron problemas con el combustible y se vieron obligados a amarrar.

– No pude conectar por radio con ellos.

El hombre se encogió de hombros.

– Será mejor que suba a bordo.

Pasar de la lancha al clipper exigía un pequeño salto desde la cubierta de la lancha a la plataforma facilitada por la puerta de proa abierta. Mervyn abrió la marcha. Nancy se quitó los zapatos, los guardó en la chaqueta y le siguió. Estaba un poco nerviosa, pero saltó con facilidad.

En el compartimento de proa vio a un joven que no reconoció.

– ¿Qué ha sucedido aquí? -preguntó Mervyn.

– Un aterrizaje de emergencia -contestó el joven-. Estábamos pescando y presenciamos la maniobra.

– ¿Qué le pasa a la radio?

– No lo sé.

Nancy decidió que el joven no era muy inteligente. Mervyn debió pensar lo mismo, a juzgar por sus siguientes palabras.

– Iré a hablar con el capitán -dijo, impaciente.

– Vaya por ahí. Todos están reunidos en el comedor.

El muchacho no iba vestido de la forma más adecuada para pescar: zapatos de dos tonos y corbata amarilla. Nancy siguió a Mervyn escaleras arriba hasta llegar a la cubierta de vuelo, que se encontraba desierta. Eso explicaba por qué Mervyn no había podido conectar por radio con el clipper, pero ¿por qué estaban todos en el comedor? Era muy extraño que toda la tripulación hubiera abandonado la cubierta de vuelo.

El nerviosismo se apoderó de ella a medida que bajaban hacia la cubierta de pasajeros. Mervyn entró en el compartimento número 2 y se detuvo de repente.

Nancy vio que el señor Membury yacía en el suelo, en medio de un charco de sangre. Se llevó la mano a la boca para ahogar un grito de horror.

– Santo Dios, ¿qué ha pasado aquí? -exclamó Mervyn. -Sigan avanzando -dijo desde atrás el joven de la corbata amarilla. Su voz había adoptado un tono áspero. Nancy se volvió y vio que empuñaba una pistola.

– ¿Usted lo mató? -preguntó, encolerizada.

– ¡Cierre su jodida boca y siga avanzando!

Entraron en el comedor.

Había tres hombres armados más en la sala: un hombre grande vestido con un traje a rayas que parecía estar al mando, un hombrecillo de rostro vil que estaba detrás de la esposa de Mervyn, acariciándole los pechos, lo cual provocó que Mervyn maldijera por lo bajo, y el señor Luther, uno de los pasajeros. Apuntaba con su pistola a otro pasajero, el profesor Hartmann. El capitán y el mecánico también se encontraban presentes, con aspecto de desolación. Varios pasajeros estaban sentados a las mesas, pero la mayoría de los platos y vasos habían caído al suelo, rompiéndose en mil pedazos. Nancy se fijó en Margaret Oxenford, pálida y asustada. Recordó de repente la conversación en que había asegurado a Margaret que la gente normal no debía preocuparse por los gángsteres, porque sólo actuaban en los barrios bajos. Qué estupidez.

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