Sacó la navaja, la introdujo por un agujero y soltó el cierre.
Esta vez fue más laborioso. Le dolían tanto las rodillas que se habría desplomado de tener sitio. Se impacientó y atacó sin cesar el agujero. Una horrible claustrofobia se apoderó de él y pensó «¡Me voy a ahogar aquí dentro!». Trató de calmarse. Al cabo de unos instantes dominó el pánico y manipuló con todo cuidado la navaja hasta trabarla en el cierre. Empujó la hoja. Alzó la anilla metálica, pero resbaló. Apretó los dientes y volvió a probar.
Esta vez, el cierre se soltó.
Repitió el proceso con los demás, lenta y penosamente.
Por fin, apartó las dos mitades del baúl y se irguió. Notó un insoportable dolor en las rodillas cuando estiró las piernas, y casi chilló. Después, se suavizó.
¿Qué iba a hacer?
No podía bajar del avión. Estaría a salvo hasta que llegaran a Nueva York, pero entonces ¿qué?
Tendría que ocultarse en el avión y escabullirse por la noche.
Quizá lo lograra. De todos modos, no le quedaba otra alternativa. Todo el mundo sabría que él había robado las joyas de lady Oxenford. Lo más importante era que Margaret también lo sabría. Y no tendría la menor oportunidad de explicárselo.
Cuanto más meditaba sobre esta posibilidad, más la detestaba.
Sabía que robar el conjunto Delhi pondría en peligro su relación con Margaret, pero siempre había imaginado que le daría una explicación convincente cuando ella se diera cuenta de lo ocurrido. Ahora, sin embargo, tal vez pasaran días antes de que se pusiera en contacto con ella, y si las cosas iban mal, si le detenían, pasarían años.
Adivinaba lo que ella pensaría. Él la había engatusado y seducido, y le había prometido que la ayudaría a encontrar un nuevo hogar. Todo había sido una vulgar estratagema para robar las joyas de su madre, plantándola a continuación. Margaret pensaría que lo único que había deseado desde el primer momento eran las joyas. Le destrozaría el corazón, y ella le odiaría y despreciaría.
La idea le afligió hasta extremos inconcebibles.
Hasta este momento no se había dado cuenta de lo mucho que Margaret había logrado cambiarle. Su amor por él era auténtico. Toda su vida era un fraude: su acento, sus modales, sus ropas, toda su forma de vivir era un disfraz. Sin embargo, Margaret se había enamorado del ladrón, del chico de clase obrera huérfano de padre, el Harry real. Era lo mejor que le había pasado en toda su vida. Si lo desechaba, su vida siempre sería como ahora, una combinación de fingimiento y falta de honradez. Margaret había conseguido que él deseara algo más. Aún confiaba en comprar la casa de campo con pista de tenis, pero no le satisfaría hasta que Margaret viviera en ella.
Suspiró. Harry ya no era un muchacho. Tal vez se estaba haciendo hombre.
Abrió el baúl de lady Oxenford. Sacó del bolsillo la cartera de piel que contenía el conjunto Delhi.
Abrió la cartera y sacó las joyas una vez más. Los rubíes brillaban como fuegos artificiales. Quizá no vuelva a verlos nunca más, pensó.
Devolvió las joyas a la cartera. Después, apesadumbrado, colocó la cartera en el baúl de lady Oxenford.
Nancy Lenehan estaba sentada en el malecón, en el extremo que limitaba con la orilla, frente a la terminal aérea. El edificio recordaba una casa de la playa, con macetas de flores en las ventanas y toldos sobre éstas. Sin embargo, una antena de radio que se alzaba detrás de la casa y una torre de observación que sobresalía del tejado revelaban su auténtico cometido.
Mervyn Lovesey estaba sentado a su lado, en otra tumbona de lona a rayas. El agua lamía el malecón, provocando un sonido calmante, y Nancy cerró los ojos. No había dormido mucho. Una leve sonrisa se insinuó en las comisuras de su boca, al recordar cómo se habían comportado Mervyn y ella por la noche. Se alegró de no haber llegado hasta el final con él. Demasiado rápido. Ahora, ya tenía algo en qué pensar.
Shediac era un pueblo pesquero y un lugar de veraneo. Al oeste del malecón se abría una bahía iluminada por el sol, en la que flotaban varios langosteros, algunos yates y dos aviones, el clipper y un pequeño hidroavión. Al este había una amplia playa arenosa que parecía extenderse a lo largo de varios kilómetros, y casi todos los pasajeros del clipper estaban sentados entre las dunas o paseaban por la orilla.
La paz se vio alterada por dos coches de la policía que irrumpieron en el malecón con aparatosos chirridos de neumáticos, vomitando siete u ocho policías. Entraron a toda prisa en el edificio.
– Da la impresión de que vienen a detener a alguien -murmuró Nancy a Mervyn.
– Me preguntó a quién -dijo él, asintiendo con la cabeza.
– ¿A Frankie Gordino, quizá?
– No pueden… Ya está detenido.
Salieron del edificio pocos momentos después. Tres subieron a bordo del clipper , dos se encaminaron a la playa y dos siguieron la carretera, como si buscaran a alguien.
– ¿A quién persigue la policía? -preguntó Nancy, cuando se acercó un tripulante del clipper .
El hombre vaciló como si no supiera si debía revelar algo; después, se encogió de hombros.
– El tipo se hace llamar Harry Vandenpost, pero no es su nombre verdadero.
Nancy frunció el ceño.
– Es el chico que se sienta con la familia Oxenford. Tenía la impresión de que Margaret Oxenford estaba perdiendo la cabeza por él.
– Sí -corroboró Mervyn-. ¿Ha bajado del avión? No le he visto.
– No estoy segura.
– Me pareció un vivales.
– ¿De veras? -Nancy le había tomado por un joven de buena familia-. Tiene buenos modales.
– Exactamente.
Nancy insinuó una sonrisa; era muy típico de Mervyn detestar a los hombres educados.
– Creo que Margaret estaba muy interesada en él. Confío en que no sufra.
– Los padres se sentirán tranquilizados, supongo.
Sólo que a Nancy no le agradaban los padres de Margaret. Mervyn y ella habían presenciado el desagradable comportamiento de lord Oxenford en el comedor del clipper. Personas como él se merecían todo cuanto les pasaba. Sin embargo, en el caso de que Margaret se hubiera prendado de un personaje impresentable, Nancy sentiría pena por ella.
– No soy lo que suele llamarse un tipo impulsivo -dijo Mervyn.
Nancy se puso en guardia.
– Sólo hace unas horas que te conocí -prosiguió él-, pero estoy completamente seguro de que deseo conocerte hasta el fin de mis días.
¡No puedes estar seguro, idiota!, pensó Nancy, pero no por ello dejaba de estar satisfecha. No dijo nada.
– He estado pensando que, al llegar a Nueva York, tú te quedarías y yo volvería a Manchester, pero no quiero hacerlo.
Nancy sonrió. Eran las palabras que quería escuchar. Le acarició la mano.
– Estoy muy contenta -dijo.
– ¿De veras? -Mervyn se inclinó hacia adelante-. El problema es que pronto resultará casi imposible cruzar el Atlántico, a excepción de los buques militares.
Nancy asintió con la cabeza. Ella también había meditado sobre el problema, aunque no en profundidad, pero estaba segura de que encontrarían una solución si se empeñaban.
– Si nos separamos ahora -continuó Mervyn-, puede que pasen años, literalmente, antes de que nos veamos de nuevo. No puedo aceptarlo.
– Estoy de acuerdo contigo.
– ¿Volverás a Inglaterra conmigo? -preguntó Mervyn. La sonrisa de Nancy se esfumó de su boca.
– ¿Qué?
– Regresa conmigo. Múdate a un hotel, si quieres, compra una casa, un piso…, lo que sea.
Una enorme irritación se apoderó de Nancy. Apretó los dientes e intentó mantener la calma.
– Has perdido el juicio -dijo con desdén. Apartó la vista. Una amarga decepción la embargaba.
Mervyn pareció herido y desconcertado por su reacción.
– ¿Qué pasa?
– Tengo una casa, dos hijos y un negocio de muchos millones. ¿Te atreves a pedirme que me vaya a vivir a un hotel de Manchester?
– ¡Si no quieres, no! -exclamó Mervyn, indignado-. Vive conmigo, si así lo deseas.
– Soy una viuda respetable, con una buena posición social… ¡No pienso vivir como una mantenida!
– Escucha, creo que nos casaremos. Estoy seguro, pero no espero que lo aceptes al cabo de tan pocas horas de conocernos, ¿verdad?
– Esa no es la cuestión, Mervyn -dijo Nancy, aunque en cierto modo sí lo era-. Me importan un bledo los arreglos que tengas en mente, pero me molesta tu presunción de que voy a dejarlo todo para seguirte a Inglaterra.
– ¿Y cómo estaremos juntos?
– ¿Por qué no me has hecho esa pregunta, en lugar de empezar por la respuesta?
– Porque sólo hay una respuesta.
– Hay tres: puedo trasladarme a Inglaterra, tú puedes trasladarte a Estados Unidos, o podemos trasladarnos los dos a otro lugar, por ejemplo, las Bermudas.
Mervyn estaba perplejo.
– Pero mi país está en guerra. He de unirme al combate. Puede que sea demasiado mayor para el servicio activo, pero la Fuerza Aérea necesita hélices a miles, y yo sé más sobre fabricar hélices que cualquier otro de mis compatriotas. Me necesitan.
Todo lo que Mervyn decía sólo servía para empeorar la situación.
– ¿Y por qué das por sentado que mi país no me necesita? Yo fabrico botas para los soldados, y cuando Estados Unidos intervenga en esta guerra, habrá muchos más soldados que necesiten buenas botas.
– Pero yo tengo un negocio en Manchester.
– Y yo tengo un negocio en Boston…, mucho más importante, a propósito.
– ¡No es lo mismo para una mujer!
– ¡Claro que es lo mismo, idiota!
Se arrepintió al instante de haberle insultado. Una expresión de furia apareció en el rostro de Mervyn: le había ofendido mortalmente. Mervyn se levantó de la tumbona. Nancy quiso decir algo para impedir que se marchara, pero las palabras precisas no acudieron a su mente, y Mervyn ya se había ido al cabo de un momento.
– Maldita sea -masculló Nancy.
Esta furiosa con él y furiosa con ella misma. No quería ahuyentarle; ¡le gustaba! Había aprendido muchos años antes que los enfrentamientos directos no eran la mejor manera de tratar con los hombres; aceptaban ser agredidos por otro miembro de su sexo, pero no por una mujer. Siempre había suavizado su espíritu combativo cuando se trataba de negocios. Conseguía lo que deseaba manipulando a la gente, con palabras medidas, sin peleas. Había olvidado por un momento todo eso y peleado con el hombre más atractivo que había conocido en diez años.