Pasara lo que pasara, tarde o temprano se lo diría. Pero quizá sería mejor tarde que temprano.
Tendría que darle alguna excusa por quedarse a bordo del avión en Shediac. No podía decirle que se encontraba mal, porque ella querría hacerle compañía, y lo estropearía todo. Debía procurar que bajara a tierra y le dejara solo.
La miró. Estaba abrochándose el cinturón de seguridad sobre el estómago. En su imaginación la recreó desnuda, en la misma postura, sus pechos desnudos bañados por la luz que penetraba por las ventanas, una mata de vello castaño brotando de entre sus muslos, sus largas piernas estiradas sobre el suelo. ¿No era una idiotez perderla por un puñado de rubíes?, pensó.
Claro que se no se trataba de un puñado de rubíes, sino del conjunto Delhi, valorado en cien de los grandes, suficiente para que Harry se convirtiera en lo que siempre había deseado ser: un caballero.
De todos modos, jugueteó con la idea de contárselo ahora. «Voy a robar las joyas de tu madre, ¿te importa?» Tal vez respondiera: «Buena idea, la vieja vaca no ha hecho nada para merecerlas». No, Margaret no reaccionaría de esta forma. Se consideraba radical, y creía en la redistribución de la riqueza, pero todo en teoría. Se sentiría conmovida en lo más hondo si él desposeía a su familia de alguna de sus pertenencias. Se lo tomaría como algo personal, y sus sentimientos hacia él cambiarían.
Ella le miró y sonrió.
Él le devolvió la sonrisa con una sensación de culpabilidad y desvió la vista hacia la ventana.
El avión descendía hacia una bahía en forma de herradura; se veían algunos pueblos diseminados a lo largo de su orilla. Más allá de los pueblos se extendían tierras de cultivo. Cuando se aproximaron más, Harry distinguió una línea férrea que serpenteaba entre los pueblos y desembocaba en un largo malecón. Cerca del malecón estaban amarrados varios buques de diferente tamaño y un pequeño hidroavión. Al este del malecón se extendían kilómetros de playas arenosas, y entre las dunas surgían algunas casetas de veraneo. Harry pensó que sería maravilloso poseer una casa de veraneo a la orilla de la playa en un lugar como éste. Bueno, si eso es lo que quiero, eso tendré, se dijo. ¡Voy a ser rico!
El avión se posó sobre el agua con suavidad. La tensión de Harry disminuyó. Ya era un viajero aéreo experimentado.
– ¿Qué hora es, Percy? -preguntó.
– Once de la mañana, hora local. Llevamos una hora de retraso.
– ¿Cuánto tiempo nos quedaremos aquí?
– Una hora.
En Shediac se estaba experimentando un nuevo método de atraque. Los pasajeros no eran transportados a tierra mediante una lancha, sino que se acercaba un barco parecido a un langostero y remolcaba el avión. Se ataban guindalezas a ambos extremos del aparato y se sujetaba a un muelle flotante conectado con el malecón mediante una pasarela.
Esta invención solucionó un problema de Harry. En las escalas previas, donde los pasajeros habían sido conducidos a tierra en una lancha, sólo existía una posibilidad de llegar a la orilla. Harry había pensado en una excusa para quedarse a bordo durante toda la escala sin permitir que Margaret se quedara con él. Ahora, sin embargo, podía dejar que Margaret bajara a tierra, diciéndole que le seguiría al cabo de unos minutos, impidiendo así que insistiera en quedarse con él.
Un mozo abrió la puerta y los pasajeros empezaron a ponerse las chaquetas y los sombreros. Todos los Oxenford se levantaron, como también Clive Membury, que apenas había pronunciado palabra durante todo el viaje, a excepción, recordó Harry, de una animada conversación con el barón Gabon. Se preguntó de qué habrían hablado. Apartó el pensamiento de su mente, impaciente, y se concentró en sus propios problemas.
– Ya te alcanzaré -susurró al oído de Margaret, mientras los Oxenford salían. Después, se dirigió al lavabo de caballeros.
Se peinó y se lavó las manos, por hacer algo. La ventana se había roto por la noche, y habían encajado una sólida pantalla en el marco. Oyó que la tripulación bajaba la escalera y pasaba por delante de la puerta. Consultó su reloj y decidió esperar otros dos minutos.
Supuso que casi todo el mundo habría bajado. Muchos estaban demasiado dormidos en Botwood, pero ahora querían estirar las piernas y respirar aire fresco. Ollis Field y su prisionero se quedarían a bordo, por supuesto. Sin embargo, sería extraño que Membury fuera a tierra, si se suponía que también vigilaba a Frankie. El hombre del chaleco rojo vino aún intrigaba a Harry.
Las mujeres de la limpieza subirían a bordo casi de inmediato. Se concentró en la escucha: no captó el menor sonido al otro lado de la puerta. La abrió unos centímetros y miró. Todo despejado. Salió con cautela.
La cocina estaba desierta. Echó un vistazo al compartimento número 2: vacío. Divisó la espalda de una mujer que manejaba una escoba en el salón. Sin más vacilaciones, subió la escalera.
Lo hizo con sigilo, para que nadie advirtiera su presencia. Se detuvo en la curva de la escalera y escrutó el suelo de la cabina de vuelo. No había nadie. Iba a continuar cuando un par de piernas uniformadas se hicieron visibles, alejándose de él. Harry se ocultó en la esquina, y después se asomó. Era Mickey Finn, el ayudante del mecánico, que ya le había sorprendido la última vez. El hombre se detuvo en el puesto del mecánico y se dio la vuelta. Harry retiró la cabeza de nuevo, preguntándose a dónde se dirigía el tripulante. ¿Bajaría por la escalera? Harry escuchó con atención. Los pasos recorrieron la cubierta de vuelo y enmudecieron. Harry recordó que la última vez había visto a Mickey en el compartimento de proa, manipulando el ancla. ¿Ocurría lo mismo ahora? Tenía que aprovechar la coyuntura.
Subió en silencio.
En cuanto hubo ascendido lo suficiente miró hacia la proa. Por lo visto, había acertado: la escotilla estaba abierta y Mickey no se veía por parte alguna. Harry no se paró a mirar con más atención, sino que atravesó a toda prisa la cubierta de vuelo y se introdujo en la zona de las bodegas. Cerró la puerta a su espalda con sigilo y volvió a respirar.
La última vez había registrado la bodega de estribor. Ahora, probaría en la de babor.
Supo al instante que estaba de suerte. Vio en medio de la bodega un enorme baúl, forrado de piel verde y dorada, con brillantes esquineras de metal. Estaba seguro de que pertenecía a lady Oxenford. Consultó la etiqueta: no llevaba ningún nombre, pero la dirección era The Manor, Oxenford, Berkshire.
– Bingo -dijo en voz baja.
Lo aseguraba un simple candado, que abrió con su navaja. Aparte del candado, contaba con seis cierres de metal que no estaban cerrados con llave. Los soltó todos.
El baúl estaba pensado para ser utilizado como guardarropa en el camarote de un transatlántico. Harry lo puso vertical y lo abrió. Se dividía en dos espaciosos compartimentos. A un lado había una barra con perchas, de las que colgaban trajes y chaquetas, con un pequeño hueco para zapatos en el fondo. El otro contenía seis cajones.
Harry registró primero los cajones. Estaban hechos de madera liviana recubierta de piel y forrados de terciopelo. Lady Oxenford tenía blusas de seda, jerseys de cachemira, ropa interior de encaje y cinturones de piel de cocodrilo.
En la otra parte, la parte superior del baúl se alzaba como una tapa, y se sacaba la barra para poder coger con más facilidad los vestidos. Harry palpó cada prenda y los costados del baúl.
Por fin, abrió el compartimento de los zapatos. Sólo contenía zapatos.
Estaba abatido. Confiaba ciegamente en que la mujer se habría llevado sus joyas, pero tal vez existía alguna equivocación en su razonamiento.
Era demasiado pronto para abandonar las esperanzas.
Su primer impulso fue registrar el resto del equipaje de los Oxenford, pero prefirió reflexionar. Si tuviera que transportar joyas de incalculable valor en un equipaje consignado, pensó, intentaría esconderlas en alguna parte. Y sería más fácil ocultarlas en un bául que en una maleta de tamaño normal.
Decidió mirar otra vez.
Empezó con el compartimento de las perchas. Deslizó una mano por dentro del baúl y otra por fuera, intentando calcular el espesor de los lados; si detectaba algo anormal, significaría que había un compartimento secreto. No encontró nada extraño. Se volvió hacia el otro lado y sacó los cajones por completo…
Y encontró el escondrijo.
Su corazón latió a mayor velocidad.
En la parte posterior del baúl habían pegado con esparadrapo un gran sobre de papel manila y una cartera de piel. -Aficionados -dijo, meneando la cabeza.
Empezó a quitar el esparadrapo con creciente excitación. FI primer objeto en soltarse fue el sobre. Daba la impresión de que sólo contenía un fajo de papeles, pero Harry lo abrió por si acaso. En su interior había unas cincuenta hojas de papel grueso, impresas por un lado. Harry tardó un rato en decidir qué eran, pero al final se decantó por bonos al portador, valorados en cien mil dólares cada uno.
Cincuenta equivalían a cinco millones de dólares, o sea, un millón de libras.
Harry se sentó, contemplando los bonos. Un millón de libras. Casi sobrepasaba la imaginación.
Harry sabía por qué los había encontrado aquí. El gobierno británico había promulgado normas de emergencia sobre el control de divisas, a fin de impedir que el dinero saliera de la nación. Oxenford sacaba de contrabando sus bonos, lo cual constituía un delito, por supuesto.
Es tan ladrón como yo, pensó Harry con ironía.
Harry nunca había robado bonos. ¿Podría cambiarlos por dinero en metálico? Eran pagaderos al portador, como anunciaba claramente cada uno, aunque también tenían un número individual, de manera que pudieran ser identificados. ¿Denunciaría Oxenford el robo? Eso significaría admitir que los había sacado de contrabando, pero ya imaginaría una mentira para encubrir su delito.
Era demasiado peligroso. Harry carecía de experiencia en ese campo. Si intentaba cambiar los bonos, le atraparían. Los dejó a un lado de mala gana.
El otro objeto escondido era la cartera de piel, similar a la utilizada por los hombres, pero algo más grande. Harry la despegó.
Parecía una cartera para guardar joyas.
Se cerraba con una cremallera. La abrió.
Delante de sus ojos, sobre el forro de terciopelo negro, estaba el conjunto Delhi.
Daba la impresión de que brillaba en la penumbra de la bodega como los vitrales de una catedral. El rojo profundo de los rubíes alternaba con los destellos arcoirisados de los diamantes. Las piedras eran enormes, exquisitamente cortadas y perfectamente aparejadas, dispuesta cada una sobre una base de oro y rodeadas de delicados pétalos dorados. Harry estaba anonadado.