– Oh, por el amor de Dios, no seas ridícula.
Margaret se mordió el labio. ¿Por qué era mamá tan desdeñosa?
– No es ridículo. Estoy orgullosa de mí. He conseguido un trabajo sin necesitar tu ayuda, la de papá o la del abuelo, sólo por mis méritos.
Quizá no estaba describiendo con exactitud lo sucedido, pero Margaret empezaba a ponerse a la defensiva.
– ¿Dónde está esa fábrica? -preguntó mamá.
Papá intervino por primera vez.
– No puede trabajar en una fábrica, y punto.
– Trabajaré en la oficina de ventas, no en la fábrica -dijo Margaret-. Y está en Boston.
– Eso lo soluciona todo -afirmó mamá-. No vivirás en Boston, sino en Stamford.
– No, mamá, ni hablar, viviré en Boston.
Madre abrió la boca para hablar, pero volvió a cerrarla, comprendiendo al fin que se enfrentaba con algo que no podía descartar tan fácilmente. Permaneció en silencio unos instantes.
– ¿Qué quieres decirnos? -dijo luego.
– Sólo que os dejo y me voy a Boston, viviré en un piso; de alquiler y trabajaré.
– Oh, qué increíble estupidez.
– No seas tan despreciativa -se enfureció Margaret. Mamá se acobardó al captar su tono airado, y Margaret se arrepintió al instante.
– Me limito a hacer lo mismo que muchas chicas de mi edad -siguió Margaret, más calmada.
– Chicas de tu edad, tal vez, pero chicas de tu clase, no.
– ¿Cuál es la diferencia?
– No tiene sentido que trabajes por cinco dólares a la semana y vivas en un apartamento que le costará a tu padre cien dólares al mes.
– No quiero que papá me pague el apartamento.
– ¿Y dónde vivirás?
– Ya te lo he dicho, en un piso de alquiler.
– ¡En una inmundicia! Pero ¿por qué?
– Ahorraré dinero hasta tener suficiente para comprar un billete a Inglaterra, y volveré para alistarme en el SAT.
– No tienes ni idea de lo que estás diciendo -intervino papá por segunda vez.
Margaret se sintió herida.
– ¿Qué es lo que ignoro, papá?
– No, no… -trató de interrumpirles mamá.
Margaret impidió que continuara.
– Ya sé que tendré que hacer recados, preparar café y responder al teléfono de la oficina. Sé que viviré en una habitación con un hornillo de gas y que compartiré el cuarto de baño con los demás inquilinos. Sé que no me gustará ser pobre, pero me encantará ser libre.
– No sabes nada de nada -replicó él, desdeñoso-. ¿Libre? ¿Tú? Serás como una cría de conejo suelta en una perrera. Voy a decirte lo que no sabes, muchacha: no sabes que te han mimado y consentido toda la vida. Ni siquiera has ido al colegio…
Aquella injusticia arrancó lágrimas de sus ojos y provocó que contraatacara.
– Yo quise ir al colegio -protestó-, ¡pero tú no me dejaste!
Su padre hizo caso omiso de la interrumpción.
– Te han lavado la ropa y preparado la comida, acompañado en coche a donde te daba la gana ir, venían niñas a casa para que jugaran contigo, y nunca te has preguntado cómo era posible todo eso…
– ¡Claro que sí!
– ¡Y ahora quieres vivir sola! ¿Sabes cuánto vale una barra de pan?
– Pronto lo averiguaré.
– No sabes lavarte ni las bragas. Nunca has subido a un autobús. Nunca has dormido sola en una casa. No sabes poner a punto un despertador, disponer una ratonera, lavar platos, cocer un huevo… ¿Sabrías cocer un huevo? ¿Sabes cómo se hace?
– ¿Y de quién es la culpa? -sollozó Margaret.
Él continuó, implacable, convertido su rostro en una máscara de desprecio y cólera.
– ¿De qué vas a servir en una oficina? No puedes preparar el té… ¡porque no sabes cómo se hace! En tu vida has visto un archivador. Nunca te has quedado en un sitio de nueve de la mañana a cinco de la tarde. Te aburrirás y saldrás pitando. No durarás ni una semana.
Estaba expresando las preocupaciones secretas de Margaret, por eso la joven se sentía tan abatida. En el fondo de su corazón, tenía miedo de que él estuviera en lo cierto: sería incapaz de vivir sola, la despedirían del trabajo. Aquella voz implacablemente burlona, que predecía sin el menor asomo de duda la realización de sus peores temores, estaba destruyendo sus sueños, al igual que el mar destruye un castillo de arena. Margaret se puso a llorar y las lágrimas resbalaron sobre su cara.
– Esto es demasiado… -oyó que Harry decía.
– Déjalo que siga -dijo.
Harry no podía luchar por ella en esta batalla: era entre ella y su padre.
Papá continuó su diatriba, el rostro purpúreo, agitando el dedo, elevando cada más el tono de voz.
– Boston no es como el pueblo de Oxenford, ya lo sabes. La gente allí no se ayuda mutuamente. Te pondrás enferma y médicos que ni siquiera han terminado la carrera te envenenarán. Caseros judíos te robarán hasta el último centavo y negros zarrapastrosos te violarán. En cuanto a tu idea de alistarte en el ejército…
– Miles de chicas se han alistado en el SAT -dijo Margaret, pero su voz se había reducido a un débil susurro.
– Pero no son chicas como tú. Chicas duras, tal vez, acostumbradas a levantarse temprano y a barrer suelos, pero no adolescentes mimadas. Dios quiera que no te encuentres en algún tipo de peligro… ¡Te convertirás en gelatina!
Recordó su penosa reacción durante el apagón -asustada indefensa y presa del pánico- y se sintió abrumada de vergüenza. Él tenía razón, se convertiría en gelatina. Pero no siempre sería timorata y débil. Papá había hecho lo posible por transformarla en un ser dependiente e inepto, pero ella estaba firmemente decidida a forjar su propia personalidad y mantuvo viva aquella llama de esperanza, a pesar de que las embestidas de papá minaban sus defensas.
Él apuntó un dedo hacia ella, con los ojos a punto de salírsele de las órbitas.
– No durarás ni una semana en una oficina, y no durarías ni un día en el SAT -persistió-. Eres demasiado blanda. Se reclinó en el asiento, con aspecto satisfecho.
Harry se sentó al lado de Margaret. Sacó un pañuelo de hilo y le secó las mejillas con ternura.
– En cuanto a usted, joven petimetre… -dijo papá.
Harry se levantó de su asiento como impulsado por un resorte y se precipitó hacia papá. Margaret se quedó sin aliento, pensando que iba a producirse una pelea.
– No se atreva a hablarme de esa manera -dijo Harry-. No soy una chica. Soy un hombre hecho y derecho, y si me insulta le aplastaré su cabezota.
Papá se sumió en el silencio.
Harry dio la espalda a papá y volvió a sentarse al lado de Margaret.
Margaret estaba disgustada, pero en el fondo de su corazón palpitaba una sensación de triunfo. Le había dicho que se marchaba. Él se había enfurecido y mofado, consiguiendo que llorara, pero no había logrado disuadirla: Margaret persistía en su idea de marcharse.
Sin embargo, había conseguido alentar una duda. A Margaret le preocupaba mucho carecer del coraje necesario para llevar adelante sus planes, temerosa de que la angustia la paralizase en el último momento. Papá había avivado esa duda con sus burlas y desprecios. Margaret nunca había hecho nada valeroso en su vida; ¿lo haría ahora? Sí, lo haré, pensó. No soy tan blanda, y lo voy a demostrar.
Papá la había desanimado, pero sin conseguir que cambiara de idea. Sin embargo, no era probable que ya se hubiera rendido. Miró por encima del hombro de Harry. Papá tenía la vista dirigida hacia la ventana, con una expresión maligna en el rostro. Elizabeth le había desafiado, pero él la había expulsado del seno de la familia, a la cual quizá no volvería a ver.
¿Qué horrible venganza estaría maquinando para Margaret?
Diana Lovesey estaba pensando, entristecida, que el verdadero amor no duraba mucho tiempo.
Cuando Mervyn se enamoró de ella, se complacía en acceder a todos sus deseos, cuanto más caprichosos mejor. En un abrir y cerrar de ojos estaba preparado para conducir hasta Blackpool para comprarle un palo de azúcar cande, tomarse una tarde libre para ir al cine, o dejarlo todo y volar a París. Le encantaba visitar todas las tiendas de Manchester, en busca de una bufanda de cachemira en el tono verdeazulado apropiado, salir de un concierto a la mitad porque ella se aburría, o levantarse a las cinco de la mañana para ir a desayunar a un café de obreros. Sin embargo, esta actitud no duro mucho después de la boda. Pocas veces le negaba algo, pero pronto dejó de complacerse en satisfacer sus caprichos. El placer se transformó en tolerancia, y después en impaciencia, y en ocasiones, hacia al final, en desprecio.
Ahora, se estaba preguntando si su relación con Mark seguiría la misma tónica.
Durante todo el verano había sido su esclava, pero ahora pocos días después de fugarse juntos, se habían peleado. ¡Estaban tan enfadados la segunda noche que ni siquiera habías dormido juntos! En mitad de la noche, cuando estalló la tormenta y el avión corcoveó como un caballo salvaje, Diana se asustó tanto que casi se tragó el orgullo y acudió a la litera de Mark, pero eso hubiera sido humillante sobremanera, de modo que se había quedado inmóvil, pensando que iba a morir. Había confiado en que él viniera, pero Mark era tan orgulloso como ella, y eso la había enfurecido todavía más.
Esta mañana apenas se habían dirigido la palabra. Diana se había despertado justo cuando el avión aterrizaba en Botwood, y cuando se levantó, Mark ya había ido a tierra. Ahora, estaban sentados frente a frente en los asientos de pasillo del compartimento número 4, fingiendo que desayunaban. Diana jugueteaba con algunas fresas y Mark desmenuzaba un panecillo sin comerlo.
Ya no estaba segura de por qué se había enfurecido tanto al averiguar que Mervyn compartía la suite nupcial con Nancy Lenehan. Había pensado que Mark se solidarizaría con ella y la consolaría, pero en cambio había puesto en duda su derecho a enfurecerse, insinuando que seguía enamorada de Mervyn. ¿Cómo podía decir eso, cuando lo había abandonado todo para huir con él?
Paseó la vista a su alrededor. La princesa Lavinia y Lulu Bell mantenían una inconexa conversación. Ninguna había dormido por culpa de la tempestad, y ambas parecían agotadas. A su izquierda, al otro lado del pasillo, el agente del FBI, Ollis Field, y su prisionero, Frankie Gordino, comían en silencio. El pie de Gordino estaba sujeto con unas esposas al asiento. Todo el mundo tenía aspecto de cansancio y malhumor. Había sido una larga noche.
Davy, el mozo, entró y se llevó los platos del desayuno. La princesa Lavinia se quejó de que sus huevos escalfados estaban demasiado blandos y el tocino demasiado hecho. Davy les ofreció café, pero Diana no quiso.