No supo cuánto rato permanecieron así. Por fin, la tormenta se apaciguó. Recobró sus energías y soltó la mano de Mervyn. No sabía qué decir. Por suerte, el hombre se levantó y salió de la habitación.
Nancy encendió la luz y saltó de la cama. Se irguió temblorosa, cubrió su salto de cama negro con una bata de seda azul y se sentó ante el tocador. Se cepilló el pelo, lo cual siempre la serenaba. Estaba violenta por haberle cogido la mano. Se había olvidado del decoro, agradeciendo que alguien la consolara, pero ahora se sentía extraña. La aliviaba el hecho de que él lo fuera lo bastante sensible para dejarla sola durante unos minutos.
Volvió con una botella de coñac y dos copas. Las llenó y pasó una a Nancy. Ésta sostuvo la copa en una mano y se agarró al tocador con la otra: el avión seguía sacudiéndose.
Su desazón habría sido mayor de no llevar Mervyn aquel cómico camisón. Estaba ridículo, y él lo sabía, pero se comportaba con tanta dignidad como si se paseara con su traje de chaqueta cruzada, lo cual acentuaba aún más la faceta divertida de la situación. Era un hombre que no temía el ridículo. A ella le gustó la forma en que llevaba el camisón.
Nancy sorbió su coñac. El cálido licor contribuyó a tranquilizarla, y bebió un poco más.
– Ha ocurrido algo extraño -comentó Mervyn-. Cuando iba al lavabo de caballeros, salió otro pasajero, con el aspecto de estar muerto de miedo. Al entrar, vi que la ventana estaba rota, y de pie en medio del lavabo se hallaba el mecánico, con aire de culpabilidad. Me contó la increíble historia de que un pedazo de hielo había chocado contra el cristal, pero a mí me dio la impresión de que los dos hombres se habían peleado.
Nancy le agradeció que hablara de algo, en lugar de quedarse sentados en silencio, pensando en que se habían cogido de la mano.
– ¿Quién es el mecánico? -preguntó.
– Un tipo atractivo, más o menos de mi estatura, cabello rubio.
– Ya sé quién es. ¿Y el pasajero?
– No sé cómo se llama. Un hombre de negocios, que viaja solo, vestido con un traje gris claro.
Mervyn se levantó y sirvió más coñac.
La bata de Nancy sólo la cubría hasta las rodillas, y se sentía casi desnuda con los tobillos y los pies al descubierto. Recordó de nuevo que Mervyn perseguía frenéticamente a su adorada esposa, y que no tenía ojos para nadie más. Ni siquiera se daría cuenta si veía a Nancy desnuda de pies a cabeza. Estrecharle la mano había sido un gesto puramente amistoso de un ser humano a otro, así de sencillo. Una voz cínica le dijo, desde el fondo de su mente, que coger la mano del marido de otra mujer pocas veces era sencillo y nunca puro, pero no hizo caso.
– ¿Tu mujer aún está enfadada contigo? -preguntó, por decir algo.
– Como un gato con un ratón -respondió Mervyn.
Nancy sonrió al recordar la escena que había encontrado en la suite cuando volvió a cambiarse: la mujer de Mervyn chillaba a su marido, y el amante la chillaba a ella, mientras Nancy observaba desde la puerta. Diana y Mark se habían callado al instante y abandonado la habitación, con aspecto avergonzado, para continuar su trifulca en otra parte. Nancy se había abstenido de hacer comentarios porque no quería que Mervyn pensara que se reía de su situación. Sin embargo, no tuvo reparos en formularle preguntas personales: las circunstancias habían forzado la intimidad entre ellos.
– ¿Volverá contigo?
– No lo sé. Ese tipo que va con ella… Creo que es un lechuguino, pero tal vez sea eso lo que ella desee.
Nancy asintió con la cabeza. Los dos hombres, Mark y Mervyn, no podían ser más diferentes. Mervyn era alto y dominante, moreno, bien parecido y rudo. Mark era mucho más blando, de ojos color avellana y pecoso, con una expresión irónica permanente en su cara redonda.
– No me gustan los hombres de aspecto juvenil, pero a su manera es atractivo -dijo.
En realidad, estaba pensando: si Mervyn fuera mi marido, no lo cambiaría por Mark, pero sobre gustos no hay nada escrito.
– Sí. Al principio, pensé que Diana se estaba portando como una idiota, pero ahora que le he conocido no estoy tan seguro. -Mervyn se quedó pensativo unos instantes, y después cambió de tema-. ¿Y tú? ¿Vas a presentar batalla a tu hermano?
– Creo que he descubierto su punto débil -dijo Nancy con sombría satisfacción, pensando en Danny Riley-. Estoy en ello.
Mervyn sonrió.
– Cuando miras de esa forma, creo que prefiero tenerte por amiga antes que por enemiga.
– Es por mi padre. Yo le quería con locura, y la empresa es lo único que me queda de él. Es como un monumento en su memoria, y aún más, porque lleva la impronta de su personalidad hasta en el menor detalle.
– ¿Cómo era?
– Uno de esos hombres al que nadie olvida jamás. Era alto, de cabello negro y voz potente, y sabías en cuanto le veías que era un hombre enérgico. Sabía el nombre de todos sus empleados, si sus esposas enfermaban y si sus hijos salían adelante en el colegio. Pagó la educación de incontables hijos de obreros, que ahora son abogados o contables; sabía ganarse la lealtad de la gente. En ese sentido era anticuado…, paternalista. Tenía el mejor cerebro para los negocios que he conocido. En plena Depresión, cuando las fábricas cerraban a lo largo y ancho de Nueva Inglaterra, seguíamos contratando trabajadores, porque nuestras ventas subían. Comprendió el poder de la publicidad antes que ningún fabricante de zapatos, y lo utilizó con brillantez. Le interesaba la psicología, cómo motivar a la gente. Tenía la habilidad de arrojar luz sobre cualquier problema que le presentaras. Le echo de menos cada día. Le echo de menos casi tanto como a mi marido. -De repente, la ira se apoderó de ella-. Y no me quedaré cruzada de brazos, viendo a mi inútil hermano destruir el trabajo de toda su vida. -Se removió inquieta en el asiento al recordar sus angustias-. Estoy intentando presionar a un accionista, pero no sabré si he tenido éxito hasta…
No terminó la frase. El avión fue atrapado por la turbulencia más violenta hasta el momento y se sacudió como un caballo salvaje. Nancy dejó caer la copa y se aferró al tocador con ambas manos. Mervyn intentó sujetarse con los pies, pero no pudo, y cayó al suelo cuando el avión se inclinó a un lado, golpeándose contra la mesita de café.
El avión se estabilizó. Nancy extendió la mano para ayudar a Mervyn.
– ¿Estás bien? -preguntó.
Entonces, el avión osciló de nuevo. Nancy resbaló, perdió el apoyo y se desplomó sobre Mervyn.
Al cabo de un momento, Mervyn lanzó una carcajada.
Nancy tenía miedo de que se hubiera hecho daño, pero ella pesaba poco y él era muy grande. Estaba tendida sobre él, y los dos dibujaban una X en la alfombra color terracota. El avión se enderezó. Nancy se irguió y le miró. ¿Estaba histérico, o sólo divertido?
– Debemos parecer un par de tontos -dijo Mervyn, y volvió a reír.
Su risa era contagiosa. Por un momento, Nancy olvidó las tensiones acumuladas de las últimas veinticuatro horas: la traición de su hermano, el amago de colisión con el avión de Mervyn, su embarazosa situación en la suite matrimonial, la desagradable discusión acerca de los judíos en el comedor, su estupor ante la cólera de la esposa de Mervyn, el miedo a la tormenta. De pronto se dio cuenta de que había algo muy cómico en estar sentada en el suelo, vestida con ropa de cama, en compañía de un extraño, mientras el avión se agitaba salvajemente. Ella también se puso a reír.
El siguiente bandazo del avión les arrojó a uno en brazos del otro. Se encontró presa entre los brazos de Mervyn, sin dejar de reír. Se miraron.
De repente, ella le besó.
Su sorpresa fue mayúscula. Jamás había cruzado por su cabeza la idea de besarle. Ni siquiera estaba segura de si le gustaba. Se le antojó un impulso insólito.
El se quedó estupefacto, pero lo superó enseguida y le devolvió el beso con entusiasmo. No vaciló ni un momento; se inflamó en un abrir y cerrar de ojos.
Al cabo de unos instantes, ella le apartó, jadeando.
– ¿Qué ha pasado? -fue su estúpida pregunta.
– Me has besado -replicó él, con aspecto complacido.
– No era mi intención.
– Me alegro de que lo hicieras, de todos modos -dijo Mervyn, y volvió a besarla.
Ella quería rechazarle, pero Mervyn la abrazaba con mucha fuerza y la voluntad de ella flaqueó. Notó que él deslizaba la mano por debajo de su bata, y se puso rígida, por temor a que sus pechos pequeños le decepcionaran. Su gran mano se cerró sobre su pecho redondo y diminuto, y Mervyn emitió un sonido gutural. Las yemas de sus dedos buscaron el pezón, y Nancy volvió a sentir preocupación: sus pezones eran enormes, pues había dado de mamar a sus hijos. Pechos pequeños y pezones grandes. Se consideraba peculiar, casi deforme, pero Mervyn no demostró desagrado, sino todo lo contrario. La acarició con sorprente suavidad, y ella se abandonó a las deliciosas sensaciones. Había pasado mucho tiempo desde la última vez.
¿Qué estoy haciendo?, pensó de súbito. Soy una viuda respetable, y estoy revolcándome por el suelo de un avión con un hombre al que conocí ayer. ¿Qué me ha pasado?
– ¡Basta! -exclamó en tono perentorio. Se apartó, reincorporándose. El salto de cama dejaba al descubierto sus rodillas. Mervyn acarició su muslo desnudo-. Basta -repitió, apartándole la mano.
– Como quieras -dijo Mervyn, muy a regañadientes-, pero si cambias de opinión, estaré preparado.
Nancy echó un vistazo al bulto que su erección formaba en el camisón. Desvió la vista al instante.
– Ha sido culpa mía -dijo, aún jadeante por los besos-, pero fue una equivocación. Sé que estoy actuando como una calientabraguetas. Perdona.
– No te disculpes. Es lo más agradable que me ha pasado en muchos años.
– Pero quieres a tu mujer, ¿verdad? -le espetó ella. Mervyn se encogió.
– Eso pensaba. Ahora estoy un poco confuso, si quieres que te diga la verdad.
Así se sentía Nancy exactamente: confusa. Después de diez años de soltería, descubría que se moría de ganas de abrazar a un hombre al que apenas conocía.
Pero le conozco, pensó. Le conozco muy bien. He recorrido un largo camino con él y nos hemos confesado nuestras penas. Sé que es áspero, arrogante y orgulloso, pero también apasionado, leal y fuerte. Me gusta a pesar de sus defectos. Le respeto. Es terriblemente atractivo, aunque lleve un camisón a rayas. Y me cogió la mano cuando estaba asustada. Sería maravilloso tener a alguien que me cogiera la mano siempre que estuviera asustada.