Una vez aplacado el placer, Harry volvió a mover el dedo y otro orgasmo tan intenso como el primero sacudió a Margaret.
Después, la sensibilidad del punto se hizo insostenible, y Harry apartó la mano.
Al cabo de un momento, Harry se deshizo del abrazo y frotó el hombro que ella había mordido.
– Lo siento -dijo ella, sin aliento-. ¿Te duele?
– Ya lo creo -murmuró, y ambos rieron por lo bajo. Intentar reprimir sus carcajadas fue peor, y se pasaron uno o dos minutos sofocados.
– Tu cuerpo es maravilloso…, maravilloso -dijo él cuando se calmaron.
– Y el tuyo también -contestó ella con fervor. Harry no le creyó.
– Te lo digo en serio.
– ¡Y yo también! -exclamó Margaret.
Nunca olvidaría su pene tumefacto irguiéndose de la mata de cabello dorado. Recorrió su estómago con la mano, buscándolo, y lo encontró recostado contra su muslo como una manguera, ni tieso ni encogido. La piel era sedosa. Experimentó el deseo de besarlo, y su propia depravación la sorprendió.
En lugar de ello, besó el hombro que le había mordido. A pesar de la oscuridad, vio las marcas de sus dientes. Iba a salirle un buen cardenal.
– Lo siento -musitó, en voz demasiado baja para que él la oyera. La embargó una gran tristeza por haber dañado aquella piel perfecta, después de que su cuerpo le hubiera proporcionado tanto placer. Besó el morete de nuevo.
Se quedaron inmóviles de agotamiento y placer, y no tardaron en adormecerse. Margaret creyó escuchar todo el rato el zumbido de los motores, como si estuviera soñando con aviones. En una ocasión oyó pasos que atravesaban el compartimento y regresaban unos minutos después, pero estaba demasiado feliz para que despertaran su curiosidad.
El avión voló durante un rato sin sacudidas y se sumió en un sueño profundo.
Se despertó sobresaltada. ¿Ya era de día? ¿Se habría levantado todo el mundo? ¿La verían todos saliendo de la litera de Harry? Su corazón latió con violencia.
– ¿Qué pasa? -susurró él.
– ¿Qué hora es?
– Noche cerrada.
Tenía razón. Nadie se movía fuera, las luces de la cabilla estaban apagadas y no se veía ni rastro de luz del día por la ventana. Podía salir sin peligro.
– He de volver a mi litera ahora mismo, antes de que descubran -dijo, presa del nerviosismo. Empezó a buscar sus zapatillas, pero no pudo encontrarlas.
Harry apoyó una mano en su hombro.
– Tranquila -susurró-. Tenemos horas por delante.
– Pero estoy preocupada por papá…
Calló. ¿Por qué estaba tan preocupada? Contuvo el aliento y miró a Harry. Cuando sus ojos se encontraron en la semioscuridad, ella recordó lo que había ocurrido antes de que se durmieran, y adivinó que él estaba pensando en lo mimo. Intercambiaron una sonrisa, una sabia e íntima sonrisa de amantes.
De pronto, sus preocupaciones se esfumaron. Aún no era necesario que se marchara. Quería quedarse aquí, luego lo haría. Había mucho tiempo.
Harry se apretó contra ella, y Margaret notó su pene erecto.
– No te vayas aún -musitó Harry. Ella suspiró de felicidad.
– Muy bien, no me iré -dijo, y empezó a besarle.
Eddie Deakin se sometía a un férreo control, pero hervía como una tetera destapada, como un volcán a punto de entrar en erupción. Sudaba sin cesar, le dolían las tripas y no podía estarse quieto. Intentaba hacer su trabajo, pero sólo lo justo.
A las dos de la mañana, hora de Inglaterra, terminaba su turno. Cuando faltaba poco para la hora falseó más cifras concernientes al combustible. Antes había disminuido el consumo de carburante, para dar la impresión de que quedaba suficiente para realizar la travesía e impedir que el capitán volviera atrás. Ahora lo incrementó, para que cuando Mickey Finn, su sustituto, ocupara su puesto y leyera los datos del combustible no hubiera discrepancias. La curva Howgozit mostraría bruscas fluctuaciones en el consumo de carburante, y Mickey se preguntaría la razón, pero Eddie explicaría que era debido al mal tiempo. En cualquier caso, Mickey constituía la última de sus preocupaciones. Su mayor angustia, la que atenazaba de temor su corazón, era que el avión agotara el combustible antes de llegar a Terranova.
Estaban fuera del mínimo estipulado. Las normas dejaban un margen de seguridad, por cierto, pero los márgenes de seguridad tenían una razón de ser. Este vuelo se había quedado sin reserva extra de combustible para casos de emergencia, como el fallo de un motor. Si algo iba mal, el avión caería en picado al revuelto océano Atlántico. No podría aterrizar sin problemas en mitad del océano; se hundiría al cabo de pocos minutos. No habría supervivientes.
Mickey subió a la cabina de vuelo unos minutos antes de las dos, con aspecto más descansado, juvenil y animado.
– Vamos muy justos de combustible -dijo Eddie al instante-. Ya he informado al capitán.
Mickey asintió con aire indiferente y cogió la linterna. Su primera tarea consistía en realizar una inspección visual de los cuatro motores.
Eddie le dejó y bajó a la cubierta de pasajeros. El primer oficial, Johnny Dott, el navegante, Jack Ashford, y el operdor de radio, Ben Thompson, le siguieron escaleras abajo, cuando llegaron sus sustitutos. Jack se dirigió a la cocina para prepararse un bocadillo. Pensar en la comida despertó náuseas en Eddie. Cogió una taza de café y fue a sentarse en el compartimento número 1.
Cuando no estaba trabajando, le resultaba imposible apartar de su mente el pensamiento de Carol-Ann en manos de sus secuestradores.
Ahora serían las nueve de la noche en Maine. Habría oscurecido. Carol-Ann estaría preocupada y abatida, en el mejor de los casos. Solía quedarse dormida mucho antes desde que estaba embarazada. ¿Le facilitarían un lecho donde tenderse? Esta noche no dormiría, pero al menos descansaría el cuerpo. Eddie sólo confiaba en que la idea de irse a la cama no alentara otros pensamientos en las mentes de los matones que la custodiaban…
Antes de que su café se enfriara, la tempestad se desencadenó.
El vuelo había sido movido durante varias horas, pero ahora las cosas habían empeorado. Era como estar a bordo de un barco en plena tempestad. El enorme avión era como un barco sobre el oleaje, que se alzaba poco a poco para derrumbarse al instante con un golpe sordo y volver a levantarse, rodando y oscilando de un lado a otro al capricho de los vientos. Eddie se sentó en una litera y se abrazó, apoyando los pies en el poste de la esquina. Los pasajeros empezaron a despertarse, tocaron el timbre para avisar a los mozos y salieron corriendo hacia el cuarto de baño. Nicky y Davy, que dormían en el compartimento número 1 con la tripulación libre de servicio, se abrocharon el cuello de la camisa y se pusieron la chaqueta, saliendo a toda prisa para atender las llamadas.
Al cabo de un rato, Eddie fue a la cocina en busca de más café. Cuando llegó, se abrió la puerta del lavabo de caballeros y salió Tom Luther, pálido y sudoroso. Eddie le miró con desprecio. Experimentó el deseo de lanzar las manos a su cuello, pero la reprimió.
– ¿Es normal esto? -preguntó Luther, con voz asustada. Eddie no sintió ni un ápice de compasión.
– No, no es normal -replicó-. Tendríamos que haber rodeado la tempestad, pero no nos queda bastante combustible.
– ¿Por qué no?
– Se está agotando.
Luther se mostró aterrorizado.
– ¡Pero usted dijo que daríamos media vuelta antes de llegar al punto crítico!
Eddie estaba más preocupado que Luther, pero el desasosiego del otro hombre le proporcionó una sombría satisfacción.
– Tendríamos que haber regresado, pero yo falsifiqué los datos. Tengo razones de peso para desear que este vuelo cumpla el horario previsto, ¿recuerda?
– ¡Hijo de puta chiflado! -chilló Luther, desesperado-. ¿Intenta matarnos a todos?
– Prefiero aprovechar la oportunidad de matarle que dejar a mi mujer con sus amigos.
– ¡Pero si todos morimos, no le servirá de nada a su mujer!
– Lo sé. -Eddie comprendió que arrastraba un peligro enorme, pero no podía soportar la idea de dejar a Carol-Ann con sus raptores ni un día más-. Es posible que esté chiflado -dijo.
Luther parecía enfermo.
– Pero este avión puede aterrizar en el mar, ¿verdad?
– Se equivoca. Sólo podernos aterrizar sobre una mar en calma. Si nos posáramos sobre el Atlántico en medio de una tempestad como ésta, el avión se despedazaría en cuestión de segundos.
– Oh, Dios mío -gimió Luther-. No tenía que haber embarcado en este avión.
– Nunca debió jugar con mi mujer, bastardo -dijo Eddie, rechinando los dientes.
El avión se bamboleó frenéticamente. Luther dio media vuelta y entró tambaleándose en el lavabo.
Eddie atravesó el compartimento número 2 y entró en el salón principal. Los jugadores de cartas se habían abrochado el cinturón de seguridad y se agarraban a donde podían. Vasos, cartas y una botella rodaban sobre la alfombra al compás de las sacudidas y oscilaciones del aparato. Eddie eche una ojeada a uno y otro lado del pasillo. Después del pánico, inicial, los pasajeros se habían tranquilizado. La mayoría se hallaban de nuevo en sus literas, bien asegurados, comprendiendo que era la mejor forma de afrontar las sacudidas. Yacían con las cortinas abiertas, unos resignados alegremente a las incomodidades, otros muertos de miedo. Todo lo que no estaba sujeto había caído al suelo, y la alfombra estaba sembrada de libros, gafas, batas, dentaduras postizas, calderilla, gemelos y demás objetos que la gente guarda cerca de sus camas cuando se acuesta. Los ricos y sofisticados del mundo parecían de pronto muy humanos, y Eddie experimentó una súbita punzada de culpabilidad: ¿iba a morir toda este gente por su culpa?
Regresó a su asiento y se ciñó el cinturón de seguridad. Ya no podía hacer nada en relación al consumo de combustible, y la única manera de ayudar a Carol-Ann era asegurar el aterrizaje de emergencia, siguiendo las directrices del plan.
Mientras el avión se estremecía en mitad de la noche, trató de contener su ira y repasar el plan.
Estaría de guardia cuando despegaran de Shediac, la última escala antes de Nueva York. Empezaría de inmediato a tirar combustible. Las cifras lo revelarían, por supuesto. Cabía la posibilidad de que Mickey Finn se diera cuenta de la pérdida, si aparecía en la cubierta de vuelo por algún motivo, pero en aquel momento, veinticuatro horas después de abandonar Southampton, lo único que importaba a la tripulación libre de servicio era dormir. No era probable que otro miembro de la tripulación echara un vistazo a las cifras del combustible, sobre todo en el trayecto más corto del vuelo, cuando el consumo de carburante no revestía tanta importancia. La idea de engañar a sus compañeros le repugnaba, y el furor volvió a poseerle por un momento. Cerró los puños, pero no tenía nada que golpear. Intentó concentrarse en su plan.