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Las rodillas le fallaban. Miró a su alrededor y vio que el señor Membury ocupaba la litera superior de babor, dejando la de abajo libre para Harry. Percy también había elegido una litera superior. Se introdujo en la que había debajo de Percy y sujetó la cortina.

Le he besado, pensó, y fue estupendo.

Se deslizó bajo la sábana y apagó la luz. Era como estar en una tienda de campaña, cálida y confortable. Miró por la ventana, pero no se veía nada interesante; sólo nubes y lluvia. Aun así, resultaba excitante. Recordó aquella vez en que Elizabeth y ella habían obtenido permiso para plantar una tienda en el jardín y dormir allí, cuando eran niñas y el calor impregnaba las noches de verano. Siempre pensaba que la excitación le impediría pegar ojo, pero al instante siguiente era de día y la cocinera se presentaba en la puerta de la tienda con una bandeja de té y tostadas.

Se preguntó dónde estaría Elizabeth en este momento.

Mientras pensaba, se oyó un golpe suave en la cortina.

Al principio, pensó que lo había imaginado porque estaba pensando en la cocinera, pero se repitió de nuevo, un sonido como el producido por una uña, tap, tap, tap. Vaciló, se levantó, apoyándose sobre el codo y se cubrió con la sábana hasta el cuello.

Tap, tap, tap.

Abrió un poco la cortina y vio a Harry.

– ¿Qué pasa? -susurró, aunque creía saberlo.

– Quiero besarte otra vez -susurró él.

Margaret se sintió complacida y aterrorizada al mismo tiempo.

– ¡No seas tonto!

– Por favor.

– ¡Vete!

– Nadie nos verá.

Era una pequeña ofensiva, pero muy tentadora. Recordó la descarga eléctrica del primer beso y deseó otro. Casi involuntariamente, abrió un poco más la cortina. Harry asomó la cabeza y le dirigió una mirada suplicante. Era irresistible. Ella le besó en la boca. Olía a pasta de dientes. Ella pensaba en un beso rápido, como el de antes, pero Harry tenía otras ideas. Le mordisqueó el labio inferior. Margaret lo encontró excitante. Abrió la boca de forma instintiva, y sintió que la lengua de Harry acariciaba sus labios secos. Ian nunca había hecho eso. Era una sensación rara, pero agradable. Sintiéndose muy depravada, unió su lengua con la de él. Harry empezó a respirar con rapidez. De pronto, Percy se removió en la litera de arriba, recordándole dónde estaba. El pánico se apoderó de ella; ¿cómo podía hacer esto? ¡Estaba besando en público a un hombre al que apenas conocía! Si papá lo veía, se armaría un follón de mucho cuidado. Se apartó, jadeante. Harry introdujo más la cabeza, con la intención de volver a besarla, pero ella se lo impidió.

– Déjame entrar -dijo él.

– ¡No seas ridículo! -susurró Margaret.

– Por favor.

Esto era imposible. Ni siquiera estaba tentada, sino asustada.

– No, no, no -se resistió.

Harry parecía abatido.

Ella se enterneció.

– Eres el hombre más agradable que he conocido en mucho tiempo, tal vez el que más; pero no hasta ese punto. Vete a la cama.

Harry comprendió que lo decía en serio. Sonrió con algo de tristeza. Intentó decir algo, pero Margaret cerró la cortina antes de que pudiera.

Ella escuchó con atención y creyó oír sus pasos al alejarse.

Cerró la luz y se acostó, respirando con fuerza. Oh, Dios mío, pensó, ha sido como un sueño. Sonrió en la oscuridad, reviviendo el beso. Le habría apetecido mucho continuar. Se acarició con suavidad mientras pensaba en lo ocurrido.

Su mente retrocedió hasta su primer amante, Monica, una prima que se instaló en su casa el verano que Margaret cumplió trece años. Monica tenía dieciséis, era rubia y bonita, y parecía saberlo todo. Margaret la adoró desde el primer momento.

Vivía en Francia, y tal vez por esta causa, o quizá porque sus padres eran más tolerantes que los de Margaret, Monica se paseaba desnuda con toda naturalidad por los dormitorios y el cuarto de baño situados en el ala de los niños. Margaret nunca había visto a una persona mayor desnuda, y se quedó fascinada por los grandes pechos de Monica y la mata de vello color miel que florecía entre sus piernas; en aquel tiempo, tenía el busto muy pequeño y unos pocos pelos en el pubis.

Pero Monica había seducido en primer lugar a Elizabeth, la fea y dominante Elizabeth, ¡que hasta tenía granos en la barbilla! Margaret las había oído murmurar y besarse por las noches, y se había sentido en rápida sucesión perpleja, irritada, celosa y, por fin, envidiosa. Se dio cuenta del profundo afecto que Monica deparaba a Elizabeth. Se sintió herida y excluida por las fugaces miradas que intercambiaban y el roce, en apariencia accidental, de sus manos cuando caminaban por el bosque o se sentaban a tomar el té.

Un día que Elizabeth fue a Londres con mamá por algún motivo, Margaret sorprendió a Monica en el baño. Yacía en el agua caliente con los ojos cerrados, acariciándose entre las piernas. Oyó a Margaret, parpadeó, pero no interrumpió su actividad, y Margaret fue testigo, asustada pero fascinada, de cómo se masturbaba hasta alcanzar el orgasmo.

Monica acudió aquella noche a la cama de Margaret, desechando a Elizabeth, pero ésta montó en cólera y amenazó con contarlo todo, de manera que acabaron compartiéndola, como esposa y amante en un triángulo de celos. La culpa y las mentiras pesaron sobre Margaret todo aquel verano, pero el intenso afecto y el placer físico recién descubierto eran demasiado maravillosos para dar marcha atrás. Todo terminó cuando Monica volvió a Francia en septiembre.

Después de Monica, acostarse con Ian constituyó un duro golpe. El muchacho se había comportado con torpeza e ineptitud. Margaret comprendió que un joven como él no sabía casi nada sobre el cuerpo de una mujer, y era incapaz de proporcionarle tanto placer como Monica. Sin embargo, pronto superó el desagrado inicial. Ian la amaba con tal desesperación que su pasión suplía su inexperiencia.

Como siempre, pensar en Ian avivó sus deseos de llorar. Ojalá le hubiera hecho el amor con más dedicación y frecuencia. Se había resistido mucho al principio, aunque lo deseaba tanto como él. Ian se lo pidió durante meses seguidos, hasta que ella accedió por fin. Después de la primera vez, aunque Margaret deseaba hacerlo de nuevo, opuso algunas dificultades. No quería hacer el amor en su dormitorio por si alguien descubría la puerta cerrada con llave y se preguntaba la razón; le daba miedo hacerlo al aire libre, aunque conocía muchos escondites en los bosques que rodeaban su casa; y temía utilizar los pisos de sus amistades por temor a ganarse mala reputación. En el fondo, el auténtico obstáculo era el terror a la reacción de su padre si llegaba a enterarse.

Desgarrada entre el deseo y la angustia, siempre había hecho el amor, a escondidas, deprisa y devorada por la sensación de culpa. Sólo lo hicieron tres veces antes de que él se fuera a España. Ella había imaginado que tenían todo el tiempo por delante. Luego, Ian resultó muerto, y la noticia trajo aparejada la espantosa comprensión de que jamás volvería a tocar su cuerpo. Pensó que su corazón iba a estallar, destrozado por el frenesí de su llanto. Había pensado que pasarían el resto de sus vidas aprendiendo a darse mutua felicidad; pero nunca volvió a verle.

Ahora, deseaba haberse entregado a él sin ambages desde el primer momento, haciendo el amor a la menor oportunidad. Sus temores parecían espantosamente triviales, ahora que Ian estaba enterrado en una polvorienta ladera de Cataluña.

De repente, pensó que tal vez estuviera cometiendo el mismo error.

Deseaba a Harry Marks. Todo su cuerpo clamaba por él. Era el único hombre que había despertado estas sensaciones desde Ian. Sin embargo, ella le había rechazado. ¿Por qué? Porque tenía miedo. Porque estaba en un avión, porque las literas eran pequeñas, porque alguien podía oírles, porque su padre se encontraba cerca, porque sería horrible que les sorprendieran.

¿Volvía a hacer gala de aquella cobardía aborrecible?

¿Y si el avión se estrella?, pensó. Viajaban en uno de los primeros vuelos transatlánticos. Se hallaban a mitad de camino entre Europa y América, a cientos de kilómetros de tierra en cualquier dirección; si algo fallaba, todos morirían en cuestión de minutos. Y su último pensamiento sería para arrepentirse de no haber hecho el amor con Harry Marks.

El avión no se iba a estrellar, pero igualmente podía ser su última oportunidad. No tenía ni idea de lo que ocurriría cuando llegaran a Estados Unidos. Pensaba alistarse en las Fuerzas Armadas lo antes posible, y Harry había comentado que quería llegar a ser piloto de las Reales Fuerzas Aéreas de Canadá. Tal vez muriera en combate, como Ian. ¿Qué importaba su reputación, quién iba a preocuparse de la ira paterna, si la vida era tan breve? Casi deseó haber dejado entrar a Harry.

¿Lo intentaría de nuevo? Era poco probable. Le había rechazado con firmeza. Cualquier chico que hiciera caso omiso de un rechazo como aquel sería un auténtico pelmazo. Harry había insistido y empleado lisonjas, pero no era terco como una mula. No se lo volvería a pedir esta noche.

Qué tonta soy, pensó. Ahora estaría conmigo; sólo tenía que decir «sí». Se abrazó, imaginando que era Harry quien la abrazaba. En su imaginación, alargó una mano y acarició vacilante la cadera desnuda de Harry. Tendría vello rubio rizado en los muslos, pensó.

Decidió levantarse para ir al lavabo de señoras. Quizá Harry tuviera la misma idea, en ese preciso momento, para pedir una copa al camarero, o lo que fuera. Deslizó los brazos en la bata, desató las cortinas y se incorporó. La litera de Harry tenía las cortinas bien atadas. Se calzó las zapatillas y se levantó.

Casi todo el mundo se había acostado. Se asomó a la cocina: estaba vacía. Los camareros también necesitaban dormir, claro. Estarían en el compartimento número 1, con la tripulación libre de servicio. Tomó la dirección contraria y entró en el salón. Los trasnochadores, todos hombres, continuaban jugando al póker. Había una botella de whisky sobre la mesa, de la que se iban sirviendo. Margaret siguió hacia la parte trasera, oscilando de un lado a otro al compás del avión. El piso ascendía hacia la cola, y había peldaños entre los compartimentos. Dos o tres personas estaban leyendo, con las cortinas abiertas, pero casi todos los cubículos estaban cerrados y silenciosos.

El tocador de señoras estaba vacío. Margaret se sentó frente al espejo y se miró. Le resultaba chocante que un hombre considerara deseable a esta mujer. Su rostro era bastante vulgar, la piel muy pálida, los ojos de un curioso tono verde. Lo mejor era el cabello, pensaba en ocasiones; era largo y liso, de un color broncíneo refulgente. Los hombres solían fijarse en ese pelo.

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