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A veces, deseaba entablar otro tipo de relación con su madre. Quería confiar en ella, ganarse su simpatía, pedirle consejo. Podrían ser aliadas, luchar juntas por la libertad contra un mundo que quería tratarlas como adornos. Mamá, sin embargo, había abandonado esa lucha mucho tiempo atrás, y esperaba que Margaret hiciera lo mismo. No iba a ocurrir. Margaret iba a ser ella misma: estaba absolutamente decidida. Pero ¿cómo?

Se sintió incapaz de comer durante todo el lunes. Bebió incontables tazas de té, mientras los criados se dedicaban a clausurar la casa. El martes, cuando mamá se dio cuenta de que Margaret no iba a hacer las maletas, ordenó a la nueva doncella, Jenkins, que lo hiciera en su lugar. De modo que, a la postre, mamá se salió con la suya, como casi siempre.

– Has tenido muy mala suerte, entrando a trabajar en casa una semana antes de que decidiéramos cerrarla -dijo Margaret a la muchacha.

– El trabajo no va a escasear, señora -respondió Jenkins-. Mi padre dice que nunca hay desempleo en tiempos de guerra.

– ¿Qué vas a hacer? ¿Trabajar en una fábrica?

– Voy a alistarme. Han dicho en la radio que diecisiete mil mujeres se alistaron ayer en el STA. Hay colas ante los ayuntamientos de todas las ciudades del país… He visto una foto en el periódico.

– Qué suerte tienes -dijo Margaret, abatida. La única cola que voy a hacer será para subir a un avión con rumbo a Estados Unidos.

– Ha de obedecer al marqués -dijo Jenkins.

– ¿Qué ha dicho tu padre sobre lo de alistarte?

– No se lo he dicho… Lo haré, y punto.

– ¿Y si te obliga a volver?

– No podrá. Tengo dieciocho años. Basta con firmar la solicitud. Si se tiene la edad suficiente, los padres no pueden hacer nada para impedirlo.

– ¿Estás segura? -preguntó Margaret, estupefacta.

– Claro. Todo el mundo lo sabe.

– Pues yo no -dijo Margaret con tono pensativo.

Jenkins bajó la maleta de Margaret al pasillo. Se irían el miércoles por la mañana, muy temprano. Al ver las maletas alineadas, Margaret comprendió que iba a pasar la guerra en Connecticut si no hacía algo más que enfurruñarse. A pesar de que su madre le había rogado que no armara follones, tenía que enfrentarse a su padre.

Sólo de pensar en ello se estremeció. Volvió a su cuarto para calmar los nervios y pensar en lo que iba a decir. Debía mantenerse tranquila. Las lágrimas no le conmoverían y la ira sólo provocaría su desdén. Margaret tenía que aparentar sensatez, responsabilidad y madurez. No debía enfrascarse en discusiones, pues su padre se enfurecería y ella se asustaría tanto que no podría continuar.

¿Cómo debía empezar?: «Creo que tengo derecho a decir algo sobre mi futuro».

No, eso no estaba bien. Él respondería: «Yo soy responsable de ti y, por tanto, debo decidir».

Tal vez debería comenzar con un: «¿Puedo hablarte sobre ese viaje a Estados Unidos?».

A lo que él replicaría: «No hay nada que discutir». Debía empezar con algo tan inofensivo que él no pudiera rechazarlo. Decidió que la fórmula sería: «¿Puedo preguntarte una cosa?». Se vería forzado a contestar que sí.

Y después, ¿qué? ¿Cómo podría plantear el tema sin provocar uno de sus temibles accesos de cólera. Podría decirle: «Estuviste en el ejército durante la pasada guerra, ¿verdad?». Sabía que había luchado en Francia. Luego, añadiría: «¿Se alistó mamá?». También sabía la respuesta a esta pregunta: mamá fue enfermera voluntaria en Londres y cuidó de oficiales norteamericanos heridos. Por fin, remataría su obra: «Los dos habéis servido a vuestro país, de manera que comprenderéis muy bien por qué quiero hacer lo mismo». Una estrategia irresistible.

Si aceptaba el principio, ella pensaba que anularía sus demás objeciones. Viviría en casa de unos parientes hasta alistarse, lo que sería cuestión de días. Tenía diecinueve años: muchas chicas de su edad ya llevaban trabajando seis años en régimen de jornada completa. Era lo bastante mayor para casarse, conducir un coche e ir a la cárcel. Nada la impedía quedarse en Inglaterra.

El plan parecía sólido. Ahora, tenía que ser valiente.

Papá estaría en su estudio con el administrador de sus negocios. Margaret salió de su cuarto. Al llegar al rellano, el temor debilitó su resolución. A su padre le enfurecía que le llevaran la contraria. Sus accesos de cólera eran terribles, y crueles sus castigos. Cuando tenía once años, la obligó a permanecer de pie durante todo un día, de cara a la pared, por ser grosera con un invitado; le había quitado el osito de peluche como castigo por mearse en la cama a los siete años; una vez, enfurecido, había arrojado un gato por una ventana de arriba. ¿Qué haría ahora, cuando le dijera que quería quedarse en Inglaterra para luchar contra los nazis?

Se obligó a bajar la escalera, pero sus aprensiones aumentaron a medida que se acercaba a su estudio. Le vio enfurecerse en su mente, la cara roja y los ojos saltones, y se sintió aterrorizada. Intentó calmar su enloquecido pulso, preguntándose si, en realidad, debía temer algo. Papá ya no podía partirle el corazón arrebatándole su osito de peluche. Sin embargo, sabía muy bien que aún no había perdido la capacidad de hacerla desear que la tierra se la tragara.

Mientras se hallaba de pie frente a la puerta del estudio, temblorosa, el ama de llaves atravesó el vestíbulo con un crujido de su vestido de seda negro. La señora Allen gobernaba con mano inflexible al personal femenino de la casa, pero siempre había sido indulgente con los niños. Apreciaba a la familia y su partida la había entristecido profundamente; para ella, era el fin de una manera de vivir. Dirigió a Margaret una sonrisa llorosa.

Al mirarla, Margaret tuvo una idea que paralizó su corazón.

Un plan de huida se formó con todo detalle en su mente. Pediría dinero prestado a la señora Allen, se iría de casa ahora, cogería el tren de las cuatro cincuenta y cinco a Londres, pasaría la noche en el piso de su prima Catherine y se alistaría en el STA a primera hora de la mañana. Cuando su padre la localizara, ya sería demasiado tarde.

Era tan sencillo y osado que apenas podía creerlo, pero antes de que pudiera pensarlo dos veces se sorprendió diciendo:

– Ah, señora Allen, ¿puede prestarme algo de dinero? He de hacer unas compras de última hora y no quiero molestar a papá. Está muy ocupado.

La señora Allen no vaciló ni un instante.

– Por supuesto, señorita. ¿Cuánto necesita?

Margaret no sabía cuánto costaba el billete a Londres; nunca había comprado su pasaje.

– Oh, con una libra será suficiente -dijo, a tontas y a locas. Estaba pensando: «¿De veras estoy haciendo esto?».

La señora Allen sacó del bolso dos billetes de diez chelines. De haberlos necesitado, era probable que le hubiera entregado los ahorros de toda su vida.

Margaret cogió el dinero con mano temblorosa. Éste puede ser mi billete a la libertad, pensó, y a pesar de que estaba asustada, una leve llama de esperanza henchida de alegría alumbró en su pecho.

La señora Allen, pensando que la joven se encontraba disgustada por la emigración, le apretó la mano.

– Este es un día muy triste, lady Margaret -dijo-. Un día muy triste para todos nosotros.

Sacudió su cabeza gris con pesar y desapareció en la parte posterior de la casa.

Margaret miró a su alrededor frenéticamente. No se veía a nadie. Su corazón se agitaba como un pájaro enjaulado y jadeaba de manera entrecortada. Sabía que si vacilaba, su valor se esfumaría. Ni siquiera se atrevió a demorarse lo bastante para ponerse una chaqueta. Aferró el dinero y salió por la puerta principal.

La estación distaba tres kilómetros, y estaba en el pueblo siguiente. A cada paso que daba por la carretera, Margaret esperaba oír el zumbido del RollsRoyce de su padre. Pero ¿cómo iba a saber lo que había hecho? Era poco probable que alguien reparase en su ausencia hasta la hora de la cena; y aun en este caso, supondrían que se había ido de compras, como había dicho a la señora Allen. De todos modos, el temor la devoraba sin cesar.

Llegó a la estación con mucha antelación, compró el billete (tenía dinero más que suficiente) y se sentó en la sala de espera de señoras, observando las manecillas del gran reloj que presidía la pared.

El tren llegaba con retraso.

Las cuatro y cincuenta y cinco, las cinco, las cinco y cinco. Margaret estaba tan aterrorizada que habría tirado la toalla y vuelto a casa con tal de aliviar la tensión.

El tren llegó a las cinco y catorce minutos, y su padre aún no había hecho acto de presencia.

Margaret subió al tren con el corazón en un puño.

Se quedó de pie ante la ventanilla y clavó la vista en la puerta de acceso al andén, esperando verle llegar en el último minuto para atraparla.

El tren se movió por fin.

Apenas pudo creer que se estaba marchando.

El tren aumentó la velocidad. Los primeros temblores de júbilo se insinuaron en su corazón. Pocos segundos después, el tren salía de la estación. Margaret vio que el pueblo disminuía de tamaño, y su corazón se llenó de triunfo. Lo había conseguido: ¡se había escapado!

De pronto, notó que las rodillas le fallaban. Buscó un asiento libre, y se dio cuenta por primera vez de que el tren iba lleno. Todos los asientos estaban ocupados, incluso en este vagón de primera clase, y había soldados sentados en el suelo. Se quedó de pie.

Su euforia no disminuyó, a pesar de que el viaje fue, juzgado por parámetros normales, una especie de pesadilla. Más gente se apretujaba en los vagones a cada parada. El tren se detuvo durante tres horas en las afueras de Reading. Hubo que quitar todas las bombillas a causa del oscurecimiento general, de forma que al caer la noche el tren se quedó totalmente sin luz, a excepción de ocasionales destellos de la lintema del guardia que patrullaba, abriéndose camino entre los pasajeros sentados y tendidos sobre el suelo. Cuando Margaret ya no pudo continuar de pie, se sentó en el suelo. Esta clase de cosas ya no importaban, se dijo. Su vestido se ensuciaría, pero mañana iría de uniforme. Todo era diferente: estaban en guerra.

Margaret se preguntó si papá habría descubierto su fuga, averiguado que había cogido el tren y conducido a toda velocidad hasta Londres para interceptarla en la estación de Paddington. Era improbable, pero posible, y su corazón se llenó de temor cuando el tren frenó en la estación.

Sin embargo, no le vio por parte alguna cuando bajó, y experimentó la misma sensación de triunfo. ¡Después de todo, no era omnipotente! Logró encontrar un taxi en la cavernosa oscuridad de la estación. La condujo hasta Bayswater utilizando únicamente las luces laterales. El chófer la alumbró con una linterna hasta que llegó a la puerta del edificio de apartamentos en que vivía Catherine.

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