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– ¿Y el capitán? -preguntó Tom Luther con ansiedad-¿Toma pastillas para mantenerse despierto?

– Duerme cuando le es posible -dijo Eddie-. Creo que se tomará un buen descanso cuando rebasemos el punto de no retorno.

– ¿Quiere decir que volaremos por el cielo mientras el capitán duerme? -preguntó Luther, en un tono de voz excesivamente agudo.

– Claro -sonrió Eddie.

Luther parecía aterrorizado. Harry intentó apaciguar los ánimos.

– ¿Cuál es el punto de no retorno?

– Controlamos nuestras reservas de combustible incesantemente. Cuando no nos queda el suficiente para regresar Foynes, significa que hemos rebasado el punto de no retorno. Eddie hablaba con contundencia, y Harry comprendió, si el menor asomo de duda que pretendía asustar a Tom Luther.

El navegante intervino en la conversación, con ánimo conciliatorio.

– En este momento, nos queda el combustible suficiente para llegar a nuestro destino o volver a Inglaterra.

– ¿Y si no queda el suficiente para llegar a uno u otro punto? -se interesó Luther.

Eddie se inclinó hacia adelante dibujó una sonrisa desprovista por completo de humor.

– Confíe en mí, señor Luther -dijo.

– Una circunstancia imposible -se apresuró a afirmar el navegante-. Regresaríamos a Foynes antes de que ocurriera. Para mayor seguridad, basamos todos nuestros cálculo en tres motores, en lugar de cuatro, por si acaso uno se avería.

Jack intentaba que Luther recuperara la confianza, pero hablar de motores averiados sólo sirvió para que el hombre se asustara más. Intentó sorber un poco de sopa, pero su mano tembló y el líquido se derramó sobre su corbata.

Eddie, satisfecho en apariencia, se sumió en el silencio. Jack trató de mantener viva la conversación, y Harry procuró echarle una mano, pero se respiraba un ambiente extraño. Harry se preguntó qué coño ocurría entre Eddie y Luther.

El comedor no tardó en llenarse. La hermosa mujer del vestido a topos se sentó en la mesa de al lado, con su acompañante de la chaqueta azul. Harry había averiguado que eran Diana Lovesey y Mark Adler. Margaret debería vestirse como la señora Lovesey, pensó Harry; su aspecto mejoraría aún más. Sin embargo, la señora Lovesey no parecía feliz; de hecho, parecía desdichada en grado sumo.

El servicio era rápido y la comida buena. El plato principal consistía en filet mignon con espárragos a la holandesa y puré de patatas. El filete era el doble de grande que en cualquier restaurante inglés. Harry no lo terminó, y rechazó otra copa de vino. Quería estar en forma. Iba a robar el conjunto Delhi. La idea le excitaba, pero también le atemorizaba. Sería el mayor golpe de su vida, y podía ser el último, si así lo decidía. Podría comprarse aquella casa de campo cubierta de hiedra con pista de tenis.

Después del filete sirvieron una ensalada, lo cual sorprendió a Harry. En los restaurantes elegantes de Londres no solían servir ensalada, y mucho menos después del plato fuerte.

Melocotones melba, café y repostería variada llegaron en rápida sucesión. Eddie, al darse cuenta de que su comportamiento dejaba mucho que desear, hizo un esfuerzo por entablar conversación.

– ¿Puedo preguntarle cuál es el objeto de su viaje, señor Vandenpost?

– Yo diría que prefiero mantenerme bien lejos de Hitler -respondió-. Al menos, hasta que Estados Unidos entre en guerra.

– ¿Cree que eso ocurrirá? -preguntó Eddie, escéptico.

– Ya pasó la última vez.

– No tenemos nada contra los nazis -intervino Tom Luther-. Están en contra de los comunistas, también.

Jack asintió en silencio.

Harry se quedó estupefacto. En Inglaterra, todo el mundo pensaba que Estados Unidos entraría en guerra, pero no sucedía lo mismo en esta mesa. Quizá los ingleses se estaban engañando, pensó con pesimismo, Quizá no se iba a recibir ninguna ayuda de Estados Unidos. Malas noticias para mamá, que se había quedado en Londres.

– Creo que deberíamos plantar cara a los nazis -dijo Eddie, con cierta agresividad-. Son como gángsteres -añadió mirando a Luther-. A gente de esa calaña hay que exterminarla, como a ratas.

Jack se levantó con brusquedad. Su semblante expresaba preocupación.

– Si hemos terminado, Eddie, sería mejor que descansáramos un poco -dijo.

Eddie aparentó sorpresa ante esta repentina declaración pero al cabo de un momento asintió, y los dos tripulantes se marcharon.

– Ese ingeniero es un poco rudo -dijo Harry.

– ¿De veras? -contestó Luther-. No me he dado cuenta.

Mentiroso de mierda, pensó Harry.!Te ha llamado gangster en la cara!

Luther pidió un coñac. Harry se preguntó si, en realidad, era un gángster. Los que Harry conocía en Londres eran mucho más ostentosos, cargados de anillos abrigos de pieles zapatos de dos colores. Luther parecía un hombre de negocios millonario, dedicado a envasar carne, construir barcos algo así.

– ¿Cómo te ganas la vida, Tom? -preguntó Harry, obedeciendo a un impulso.

– Tengo negocios en Rhode lsland.

Como la respuesta no era muy alentadora, Harry se levantó al cabo de unos momentos, se despidió y salió.

Cuando entró en su compartimento, lord Oxenford. le preguntó con brusquedad:

– ¿Está buena la cena?

Harry la había encontrado excelente, pero la gente de la alta sociedad jamás ensalzaba la comida.

– No está mal -dijo, sin comprometerse-, hay un vino del Rin muy aceptable.

Oxenford gruñó y se sumergió de nuevo en lectura de su periódico. Nadie es más grosero que un noble grosero, pensó Harry.

Margaret sonrió, contenta de volver verle.

– ¿Qué te ha parecido, en realidad? -preguntó, murmurando en tono conspirador.

– Deliciosa -respondió él, y ambos rieron.

Margaret cambiaba cuando reía. Sus mejillas se teñían de un tono rosáceo y abría la boca, exhibiendo dos filas de dientes impecables. Su cabello se agitaba, y Harry consideraba erótica la nota gutural de sus carcajadas. Deseó acariciarla, estaba a punto de hacerlo, pero divisó por el rabillo del ojo a Clive Membury, sentado frente a él, y refrenó el pulso, sin saber bien por qué.

– Hay una tempestad sobre el Atlántico -dijo.

– ¿Significa eso que lo vamos a pasar mal.?

– Sí. Intentarán bordearla, pero aún así será un viaje agitado.

Era difícil hablar con ella porque los camareros no cesaban de pasar por el medio, llevando platos al comedor y volviendo con la vajilla utilizada. El hecho de que tan sólo dos hombres se encargaran de cocinar y servir tantas cosas impresionó a Harry.

Cogió un ejemplar de Life que Margaret ya había terminado de leer y pasó las páginas, mientras esperaba con impaciencia a que los Oxenford fueran a cenar. No había traído libros ni revistas; la lectura no le apasionaba. Le gustaba ojear por encima un periódico, pero sus distracciones favoritas eran la radio y el cine.

Por fin: avisaron a los Oxenford de que era su turno de cenar, y Harry se quedó a solas con Clive Membury. El hombre había pasado la primera etapa del viaje en el salón, jugando a las cartas, pero ahora que el salón se había transformado en comedor no se movía de su asiento, En algún momento irá al lavabo, pensó Harry.

Se preguntó una vez más si Membury era policía y, de ser así, qué hacía a bordo del clipper . Si seguía a un sospechoso, el delito debía ser muy grave para que la policía inglesa desembolsara el importe del billete. De todos modos, tal vez era una de esas personas que ahorraban durante años para realizar el viaje de sus sueños, un crucero por el Nilo o la ruta del Orient Express. Tal vez era un fanático de la aviación que tan sólo aspiraba a experimentar el gran vuelo transatlántico. En este caso, confío en que lo disfrute, pensó Harry. Noventa machacantes es mucho dinero para un poli.

La paciencia no era el punto fuerte de Harry. Después de que transcurriera media hora sin que Membury se moviere, de su sitio, decidió tomar medidas.

– ¿Ha visto la cubierta de vuelo, señor Membury?

– No.

– Por lo visto, es impresionante. Dicen que es tan grande como el interior de un Douglas DC-3, que es un avión de medidas muy respetables.

– Vaya, vaya.

A Membury le traía sin cuidado. Por lo tanto, no era un fanático de la aviación.

– Deberíamos echarle un vistazo.

Harry detuvo a Nicky, que pasaba con una sopera llena de sopa de tortuga.

– ¿Se puede visitar la cubierta de vuelo?

– ¡Sí, señor, desde luego!

– ¿Va bien ahora?

– Estupendamente, señor Vandenpost. No vamos a despegar ni aterrizar, la tripulación no está cambiando de turno y el tiempo se mantiene sereno. No podría haber elegido un momento mejor.

Harry confiaba en que la respuesta sería ésa. Se levantó y miró con aire expectante a Membury.

– ¿Vamos?

Dio la impresión de que Membury iba a negarse. No era un tipo fácil de persuadir. Por otra parte, parecía grosero negarse a visitar la cubierta de vuelo; tal vez Membury no desearía mostrarse desagradable. Al cabo de unos momentos, se puso en pie.

– Desde luego -dijo.

Harry abrió la marcha. Pasó frente a la cocina y el lavabo de caballeros, giró a la derecha y subió por la escalera de caracol. Emergió en la cubierta de vuelo, seguido de Membury.

Harry miró a su alrededor. No se parecía en nada a la imagen que se había formado de la carlinga de un avión. Limpia, silenciosa y cómoda, recordaba más una oficina de cualquier edificio moderno. Los compañeros de mesa de Harry, el mecánico y el navegante, no estaban presentes, por supuesto, puesto que disfrutaban de su período de descanso, pero sí el capitán, sentado a una pequeña mesa situada en la parte posterior de la cabina. Levantó la vista, sonrió complacido y saludó.

– Buenas noches, caballeros. ¿Les apetece echar un vistazo?

– Ya lo creo -contestó Harry-, pero me he dejado la cámara. ¿Se pueden hacer fotografías?

– Sin el menor problema.

– Vuelvo enseguida.

Bajó las escaleras corriendo, complacido consigo mismo pero tenso. Se había desembarazado de Membury por un rato, pero tendría que proceder al registro con gran velocidad.

Volvió al compartimento. Había un camarero en la cocina y otro en el comedor. Le habría gustado esperar a que los dos estuvieran ocupados sirviendo las mesas, sin pasar por el compartimento, pero no tenía tiempo. Debería correr el riesgo de que le interrumpieran.

Sacó la bolsa de lady Oxenford de debajo del asiento. Era demasiado grande y pesada para utilizarla como bolsa de mano, pero alguien la cargaría por ella. La colocó sobre el asiento y la abrió. No estaba cerrada con llave. Una mala señal, pues la mujer no era tan inocente como para dejar joyas de valor incalculable en una bolsa tan vulnerable.

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