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– Un hidroavión no puede amarrar en pleno mar… -dijo Eddie.

– Lo sabemos. El lugar está protegido.

– Eso no significa…

– Compruébelo usted mismo. El amarraje es posible. Lo he verificado.

Lo dijo con tanta seguridad que Eddie le creyó. Sin embargo, había algunos cabos sueltos.

– ¿Qué debo hacer para tomar la decisión? No soy el capitán.

– Lo hemos planeado todo con mucho cuidado. En teoría, el capitán podría dar la orden, pero ¿con qué excusa? Usted es el mecánico, puede conseguir que algo se estropee.

– ¿Quieren que estrelle el avión?

– No se lo aconsejo: yo viajaré a bordo. Estropee algo para que el capitán se vea forzado a realizar un amaraje de emergencia. -Tocó la postal con un dedo manicurado-. Justo aquí.

No cabía duda de que el mecánico podía crear un problema que obligara a amarrar, pero resultaba dificil controlar una emergencia, y a Eddie, en principio, no se le ocurría cómo provocar un amaraje improvisado en un punto concreto.

– No es tan fácil…

– Ya sé que no es fácil, Eddie, pero también sé que es posible. Lo he comprobado.

¿A quién había solicitado consejo? ¿Quién era?

– ¿Quién coño es usted?

– Ahórrese las preguntas.

Al principio, Eddie había amenazado a este hombre, pero ahora se habían girado las tornas, y estaba atemorizado. Luther era un miembro de la despiadada pandilla que había planificado todo esto al detalle. Habían decidido que Eddie sería su instrumento; habían secuestrado a Carol-Ann; la tenían en su poder.

Guardó la postal en la chaqueta del uniforme y se dio la vuelta.

– ¿Lo hará, pues? -preguntó Luther, nervioso. Eddie sostuvo la mirada de Luther durante un largo momento y se alejó sin responder.

Se había comportado con rudeza, pero estaba abatido. ¿Por qué hacían esto? Había sospechado al principio que los alemanes querían secuestrar un Boeing 314 para copiarlo, pero esa teoría improbable ya estaba descartada por completo, porque los alemanes se habrían apoderado del avión en Europa, no en Maine.

El hecho de que hubieran elegido un punto muy concreto para que el avión amarara constituía una pista. Sugería que un barco les estaría esperando. ¿Para qué? ¿Quería Luther introducir de contrabando algo o alguien en Estados Unidos? ¿Una maleta llena de opio, un bazooka, un agitador comunista, un espía nazi? La persona o la cosa tendrían que ser muy importantes para tomarse tantas molestias.

Al menos, sabía por qué le habían elegido. Si querían que el clipper efectuara un amaraje forzoso, el mecánico era su hombre. Ni el navegante ni el operador de radio podrían hacerlo, y el piloto necesitaría la cooperación de su copiloto. Sin embargo, el mecánico, sin ayuda de nadie, podía detener los motores.

Luther habría obtenido en la Pan American una lista de los mecánicos del clipper . No era muy difícil. Bastaba con allanar una oficina por la noche, o sobornar a alguna secretaria. ¿Por qué Eddie? Por algún motivo, Luther había elegido este vuelo en particular, tras examinar los nombres de los tripulantes. Después, se había preguntado cómo lograría la ayuda de Eddie, averiguando la respuesta: mediante el secuestro de su mujer.

Ayudar a estos gángsteres destrozaba el corazón de Eddie. Odiaba a los chorizos. Demasiado codiciosos para vivir como la gente normal y demasiado perezosos para trabajar, estafaban y robaban a los esforzados ciudadanos, viviendo a lo grande. Mientras otros se partían el espinazo arando y segando, o trabajando dieciocho horas al día para establecer un negocio, excavando en las minas o sudando todo el día en los altos hornos, los gángsteres se paseaban con trajes elegantes y enormes coches, sin hacer otra cosa que pegar y atemorizar a la gente. La silla eléctrica era demasiado buena para ellos.

Su padre pensaba lo mismo. Recordó lo que había comentado sobre los gamberros del colegio. «Esos chicos son malos, de acuerdo, pero no son listos». Tom Luther era malo, pero ¿era listo? «Es difícil luchar contra estos chicos, pero no lo es tanto engañarlos», afirmaba papá. Sin embargo, no sería fácil engañar a Tom Luther. Había diseñado un plan muy complejo y, hasta el momento, funcionaba a la perfección.

Eddie habría hecho casi cualquier cosa por engañar a Luther, pero éste tenía a Carol-Ann. Todo lo que Eddie intentara para frustrar los designios de Luther podía redundar en perjuicio de su mujer. No podía luchar contra ellos ni engañarles; tenía que procurar satisfacer sus exigencias.

Hirviendo de cólera, salió del puerto y cruzó la única carretera que atravesaba el pueblo de Foynes.

La terminal aérea era una antigua fonda con un patio central. Desde que el pueblo se había convertido en un importante aeropuerto de hidroaviones, la Pan American monopolizaba casi todo el edificio, aunque todavía quedaba un bar, llamado la «Taberna de la señora Walsh», restringido a una pequeña sala, con una puerta que daba a la calle. Eddie subió a la sala de operaciones, donde el capitán Marvin Baker y el primer oficial, Johnny Dott, estaban conferenciando con el jefe de estación de la Pan American. Aquí, entre tazas de café, ceniceros y montañas de mensajes radiofónicos e informes meteorológicos, tomarían la decisión final sobre la forma de realizar la larga travesía atlántica.

El factor crucial era la fuerza del viento. El viaje hacia el oeste era una lucha constante contra el viento dominante. Los pilotos cambiaban de altitud constantemente, en busca de las condiciones más favorables, un juego denominado «cazar el viento». Los vientos más suaves solían encontrarse en las altitudes inferiores, pero por debajo de un cierto punto el avión corría el peligro de chocar con un barco o, lo más probable, con un iceberg. Los vientos fuertes exigían más combustible y, en ocasiones, los vientos previstos eran tan fuertes que el clipper no podía cargar el suficiente para recorrer los tres mil doscientos kilómetros de distancia hasta Terranova. El vuelo se suspendía y los pasajeros se alojaban en un hotel hasta que el tiempo mejoraba.

Si hoy se daba esa circunstancia, ¿qué sería de Carol-Ann?

Eddie echó un vistazo a los partes meteorológicos. Los vientos eran fuertes y se había desatado una tempestad en mitad del Atlántico. Por lo tanto, deberían efectuar cálculos muy cuidadosos antes de llevar adelante el vuelo. La idea aumentó su angustia; no podía soportar quedarse atrapado en Irlanda mientras Carol-Ann se hallaba en manos de aquellos bastardos, al otro lado del océano. ¿Le darían de comer? ¿Podría acostarse en algún sitio? ¿Hacía bastante calor, dondequiera que la retuvieran?

Se acercó al mapa del Atlántico que colgaba en la pared y consultó las coordenadas que Luther le había proporcionado. Habían elegido muy bien el punto. Estaba cerca de la frontera canadiense, a una o dos millas de la costa, en un canal que separaba la costa de una isla grande, en la bahía de Fundy. Alguien con ciertos conocimientos sobre hidroaviones lo consideraría un lugar ideal para amarar. No lo era (los puertos que utilizaba el clipper estaban mucho más protegidos), pero reinaría mayor calma que en mar abierto, y el clipper podría posarse sobre el agua sin excesivos riesgos. Eddie se tranquilizó un poco: al menos, esa parte del plan saldría bien. Comprendió que tenía un papel relevante en el éxito de los propósitos de Luther. El pensamiento le dejó un gusto amargo en la boca.

Seguía preocupado por la treta que emplearía para que el avión descendiera. Podía fingir una avería en el motor, pero el clipper era capaz de volar con sólo tres motores, y tenía un ayudante, Mickey Finn, al que no engañaría durante mucho tiempo. Se devanó los sesos, pero no encontró la solución.

Conspirar contra el capitán Baker y los demás le hacía sentirse como un canalla de la peor especie. Traicionaba a gente que confiaba en él. Pero no le quedaba otra elección.

De repente, otro peligro acudió a su mente. Cabía la posibilidad de que Tom Luther no cumpliera su promesa. ¿Y por qué iba a hacerlo? ¡Era un delincuente! Aunque Eddie consiguiera que el avión amarara, igual no recuperaba a Carol-Ann.

Jack, el navegante, entró con más partes meteorológicos, y dirigió a Eddie una mirada extraña. Eddie se dio cuenta de que nadie le hablaba desde que había entrado en la habitación. Parecían evadirle; ¿habían notado su gran preocupación? Se esforzó por comportarse con normalidad.

– Intenta no perderte este viaje, Jack -dijo, repitiendo una vieja broma. No era buen actor y el chiste parecía forzado en él, pero todos rieron y el ambiente se distendió.

El capitán Baker echó un vistazo a los nuevos partes meteorológicos.

– La tempestad está empeorando -comentó.

Jack asintió con la cabeza.

– Se va a convertir en lo que Eddie llamaría un bocinazo. Siempre se burlaban de él por su dialecto de Nueva Inglaterra.

– O un pringue -respondió, fingiendo una sonrisa.

– La rodearé -dijo Baker.

Entre Baker y Johnny Dott idearon un plan de vuelo hasta Botwood (Terranova), ciñéndose al borde de la tempestad y esquivando los vientos de cara, más fuertes. Cuando terminaron, Eddie se sentó, cogió las predicciones meteorológicas y realizó sus cálculos.

Se confeccionaban previsiones sobre la dirección y la fuerza del viento a trescientos, mil doscientos, dos mil cuatrocientos y tres mil seiscientos metros de altura para cada parte del viaje. Conociendo la velocidad de crucero del avión y la fuerza del viento, Eddie podía calcular la velocidad respecto a tierra. Eso le proporcionaba el tiempo de vuelo en cada parte a la altitud más favorable. Después, utilizaba unas tablas para averiguar el consumo de combustible en aquel período de tiempo, teniendo en cuenta la carga útil del clipper . Calculaba la necesidad de combustible paso a paso en una gráfica, que la tripulación llamaba la curva Howgozit. Sumaba el total y añadía un margen de seguridad.

Después de terminar sus cálculos, comprobó consternado que la cantidad de combustible necesario para llegar a Terranova era superior a la que el clipper podía cargar.

Se quedó inmóvil unos instantes.

La diferencia era terriblemente pequeña: unos kilos de carga útil de más, unos litros de combustible de menos. Y Carol-Ann esperándole en alguna parte, muerta de miedo.

Debería decirle al capitán Baker que era preciso aplazar el despegue hasta que el tiempo mejorase, a menos que desease volar a través de la tormenta.

Sin embargo, la diferencia era ínfima.

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