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La vibración cambió. En lugar de correr a campo traviesa, parecía que brincaban de ola en ola, como una piedra lanzada en forma que rasara la superficie. Los motores aullaron y las hélices hendieron el aire. Era imposible, pensó Harry. Tal vez un aparato tan grande no podía elevarse en el aire; tal vez sólo podía cabalgar sobre las olas como un delfín gigantesco. Entonces, de súbito, sintió que el avión se había liberado. Se lanzó hacia arriba, y Harry notó que las esclavizantes aguas se alejaban. La ventana, a medida que la espuma quedaba atrás, le proporcionó mejor visión, y vio que el agua retrocedía bajo él mientras el avión se elevaba. Santo Dios, pensó, ¡este gigantesco palacio vuela de verdad!

Ahora que ya estaba en el aire, su temor se desvaneció y fue reemplazado por una tremenda sensación de júbilo, como si él fuera el responsable de que el avión hubiera logrado despegar. Quiso celebrarlo. Miró a su alrededor y observó que todo el mundo sonreía, aliviado. Al tomar conciencia otra vez de que había más gente con él, se dio cuenta de que estaba cubierto de sudor. Sacó un pañuelo blanco de hilo, se secó la cara a escondidas y escondió a toda prisa el pañuelo húmedo en su bolsillo.

El avión siguió ganando altura. Harry vio que la costa sur de Inglaterra desaparecía bajo los estabilizadoras inferiores. Luego, miró al frente y divisó la isla de Wight. Al cabo de un rato, el avión se estabilizó y el rugido de los motores se redujo a un leve zumbido.

Nicky, el mozo, reapareció vestido con la chaqueta blanca y la corbata negra. Ahora que los motores se habían sosegado, no necesitó alzar la voz.

– ¿Le apetece un combinado, señor Vandenpost?-preguntó.

Eso es exactamente lo que me apetece, pensó Harry.

– Un escocés doble -respondió al instante. Después, recordó que, en teoría, era norteamericano-. Con hielo -añadió, empleando el acento correcto.

Nicky atendió a los Oxenford y desapareció por la puerta de delante.

Harry tabaleó con los dedos sobre el brazo del asiento. La alfombra, el sistema de insonorización, los mullidos asientos y los colores relajantes le daban la sensación de estar en una celda acolchada, cómodo pero prisionero. Pasado un momento, se desabrochó el cinturón de seguridad y se levantó.

Siguió los pasos del mozo y salió por la misma puerta. A su izquierda estaba la cocina de acero inoxidable, diminuta y reluciente, donde el camarero preparaba las bebidas. A su derecha había una puerta señalada con el rótulo «Salón de Descanso para caballeros». Al lado, una escalera caracoleaba hacia la cabina de pilotaje, supuso. A continuación había otro compartimento de pasajeros, decorado en colores diferentes, y ocupado por los tripulantes uniformados. Harry se preguntó por un momento qué estaban haciendo allí, hasta comprender que, durante un vuelo de casi treinta horas, los tripulantes debían descansar y ser reemplazados.

Volvió atrás, pasó junto a la cocina, atravesó su compartimento y el otro más grande por el que habían subido a bordo. Hacia la parte posterior del avión había tres compartimentos de pasajeros más, decorados con juegos de colores diferentes: alfombra turquesa con paredes verde pálido o alfombra rojiza con paredes beige. Había peldaños entre los compartimentos, porque el casco del avión era curvo, y el suelo se alzaba hacia la parte posterior. Mientras paseaba, dirigió distraídos cabeceos de saludo a los demás pasajeros, como haría un joven norteamericano rico y seguro de sí mismo.

El cuarto compartimento tenía dos pequeños sofás a cada lado, y el otro albergaba el «Tocador de Señoras», otro nombre estrafalario pero un retrete, sin duda. Junto a la puerta de este lavabo, una escalerilla fija a la pared ascendía hasta una trampilla practicada en el techo. El pasillo, que corría a lo largo de todo el avión, finalizaba en una puerta. Debía ser la famosa suite nupcial de la que tanto hablaba la prensa. Harry intentó abrir la puerta: estaba cerrada con llave.

De regreso, echó otro vistazo a los demás pasajeros.

Supuso que el hombre vestido con prendas francesas era el barón Gabón. A su lado se hallaba un tipo nervioso que no llevaba calcetines. Muy peculiar. Quizá era el profesor Hartmann. Su traje era horripilante y perecía medio muerto de hambre.

Harry reconoció a Lulu Bell, pero se quedó sorprendido al comprobar que aparentaba cuarenta años: le había adjudicado la edad que aparentaba en sus películas, unos diecinueve años. Exhibía un montón de joyas modernas de buena calidad: pendientes rectangulares, enormes brazaletes y un broche de cristal de roca, obra de Boucheron, con toda probabilidad.

Volvió a ver a la hermosa rubia que había observado en el salón del hotel South-Western. Se había quitado el sombrero de paja. Tenía los ojos azules y piel clara. Reía de algo que su acompañante le estaba diciendo. Era obvio que la amaba, aunque no era un hombre muy guapo. A las mujeres les gustan los hombres que las hacen reír, pensó Harry.

El vejestorio del colgante de Farbegé compuesto de diamantes en talla de rosa debía ser la princesa Lavinia. Su rostro estaba petrificado en una expresión de desagrado, como una duquesa en una pocilga.

El compartimiento mayor, por el que habían subido a bordo, había estado desocupado durante el despegue, pero Harry observó que ahora se utilizaba como salón común. Ya se habían traslado a él cuatro o cinco personas, incluyendo al hombre alto que ocupaba el asiento opuesto al de Harry. Algunos hombre jugaban a las cartas, y a Harry le paso por la cabeza que un jugador profesional se harta de oro en un viaje de estas características.

Volvió a su asiento y el mozo le trajo el whisky.

– El avión parece semivacío -comentó Harry.

Nicky meneó la cabeza.

– Va completo.

Harry miró a su alrededor.

– Hay cuatro asientos libres en este compartimento, y en los demás ocurre lo mismo.

– Claro, porque en este compartimento van sentadas diez personas de día, pero sólo duermen seis. Lo entenderá cuando preparemos las literas, después de la cena. Hasta entonces disfrute del espacio.

Harry bebió su whisky. El mozo era muy educado y eficiente, pero no obsequioso como por ejemplo, un camarero de un hotel londinense. Harry se preguntó si los camareros norteamericanos se comportaban de manera diferente. Confió que sí. En sus expediciones al extraño mundo de la alta sociedad de Londres, siempre había considerado un poco degradante las reverencias y que le llamaran «señor» cada vez que se daba la vuelta.

Ya era hora de estrechar lazos con Margaret Oxenford, que bebía una copa de champán y hojeaba una revista. Había flirteado con docenas de muchachas de su edad y posición social, y llevó a cabo la rutina de forma automática.

– ¿Vive en Londres?

– Tenemos una casa en la plaza Eaton, pero vivimos casi siempre en el campo -contestó ella-. Nuestra residencia está en Berkshire. Papá también tiene un pabellón de caza en Escocia.

Su tono era tan desapasionado en exceso, como si considerara la pregunta aburrida y quisiera soslayarla lo antes posible.

– ¿Suele ir de caza seguido? -preguntó Harry. Era un tema de conversación manido: casi todos los ricos la hacían, y les encantaba hablar de ello.

– No mucho. Preferimos tirar al blanco.

– ¿Usted tira al blanco? -preguntó Harry sorprendido, pues no pensaba que fuera una ocupación muy femenina.

– Cuando me dejan.

– Supongo que tendrá montones de admiradores.

Margaret le miró y bajo la voz.

– ¿Por qué me hace unas preguntas tan estúpidas?

Harry se quedó sin habla, pasmado. Había formulado las mismas preguntas a docenas de chicas y nunca había reaccionado así.

– ¿Son estúpidas?

– A usted le importa un pito dónde vivo y si voy a cazar.

– ¡Pero son los temas favoritos de la alta sociedad!

– ¡Pero usted no pertenece a la alta sociedad!

– ¡Que me aspen! -exclamó Harry, recobrando su acento normal-. ¡Usted no se anda con rodeos!

– Así está mejor -rió Margaret.

– Si sigo cambiando de acento, me confundiré.

– Muy bien. Soportaré su acento norteamericano si me promete dejar de decir tonterías.

– Gracias, cariño -contestó Harry, asumiendo de nuevo el papel de Harry Vandenpost.

No es tan ingenua, pensó. Era una chica que sabía lo que quería, estupendo. Eso la hacía todavía más interesante.

– Lo imita muy bien -continuó ella-. Nunca habría adivinado que lo fingía. Supongo que debe formar parte de su modus operandi .

Las chicas que hablaban latín siempre le desconcertaban.

– Imagino que sí -dijo, sin tener ni idea de lo que había querido decir. Debía cambiar de tema. Se preguntó cuál sería el mejor método de acceder a su corazón. Estaba claro que no podía flirtear con ella como hacía con las demás. Tal vez es del tipo psíquico, interesada en sesiones espiritistas y nigromancia-. ¿Cree en los fantasmas?

Se ganó otra contestación sarcástica.

– ¿Por quién me ha tomado? ¿Y por qué ha cambiado de tema?

Se habría reído de cualquier otra chica, pero Margaret, por alguna razón, le llegaba al fondo.

– Porque no hablo latín -respondió con brusquedad. -¿A qué demonios se refiere?

– No entiendo palabras como modus andy.

Ella pareció desconcertada e irritada por un momento; después, su rostro se serenó y repitió la frase.

– Modus operandi.

– Me fui del colegio antes de cursar esa asignatura. Sus palabras causaron en Margaret un efecto muy sorprendente: enrojeció de vergüenza.

– Lo siento muchísimo -dijo-. He sido muy grosera.

Esta vez le tocó a Harry sorprenderse. Mucha gente de la alta sociedad parecía considerar un deber presumir de su educación. Se alegró de que Margaret fuera más considerada que los demás miembros de su clase.

– Perdonada -dijo, sonriendo.

– Sé muy bien cómo se siente, porque yo tampoco he tenido una educación adecuada -explicó la joven.

– ¿A pesar de su dinero? -preguntó Harry, incrédulo. Ella asintió con la cabeza.

– Nunca fuimos al colegio.

Harry se quedó estupefacto. Los londinenses respetables de la clase obrera consideraban vergonzoso no enviar a sus hijos al colegio; era casi tan malo como ser incordiado por la policía o expulsado por los caseros. La mayoría de los niños se quedaban en casa el día que llevaban a reparar sus botas al zapatero, porque no tenían otro par de repuesto; su madre sufría mucho por este motivo…

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