Pocos minutos después, el avión estaba preparado para que los pasajeros subieran.
Pasaron por las puertas principales de la terminal al muelle, donde se hallaba amarrado el clipper , oscilando sobre el agua. El sol arrancaba destellos de sus costados plateados. Era enorme.
Margaret no había visto jamás un avión ni la mitad de grande. Era del tamaño de una casa y largo como dos pistas de tenis. Una gran bandera norteamericana estaba pintada sobre su morro, parecido al de una ballena. Las alas eran altas y estaban situadas a la altura de la parte superior del fuselaje. Había cuatro enormes motores empotrados en las alas, y las hélices debían medir unos cuatro metros y medio de diámetro.
¿Cómo era posible que aquel trasto volara?
– ¿Pesa mucho? -preguntó en voz alta.
Percy la oyó.
– Cuarenta y una toneladas. -se apresuró a contestar. Sería como volar por los aires en una casa.
Llegaron al borde del muelle. Una pasarela descendía hasta un embarcadero flotante. Mamá avanzó a toda prisa, aferrándose a la barandilla; daba la impresión de que se tambaleaba, como si hubiera envejecido veinte años. Papá cargaba con las maletas de ambos. Mamá nunca cargaba con nada; era una de sus fobias.
Una pasarela más corta les condujo desde el embarcadero flotante hasta lo que parecía un ala secundaria roma, medio sumergida en el agua.
– Un hidroestabilizador -indicó Percy-. También conocido como ala acuática. Impide que el avión se incline hacia un costado en el agua.
La superficie del ala acuática era ligeramente curva, y Margaret pensó que iba a resbalar, pero no fue así. Se situó a la sombra de la gigantesca ala que se cernía sobre su cabeza. Le habría gustado tocar una de las enormes hélices, pero no llegaba.
Había una puerta en el fuselaje bajo la palabra american de líneas aéreas pan american. Margaret agachó la cabeza y pasó por la puerta.
Bajó tres escalones hasta pisar el suelo del avión. Margaret se encontró en una habitación de unos seis metros cuadrados, con una lujosa alfombra de color terracota, paredes beige y sillas azules, cuyo tapizado estaba adornado con estrellas. Había lámparas en el techo y grandes ventanas cuadradas con celosías. Las paredes y el techo eran rectos, en lugar de curvos como el fuselaje; no daba la impresión de subir a un avión, sino de entrar en una casa.
La habitación tenía dos puertas. Algunos pasajeros fueron conducidos hasta la parte posterior del avión. Margaret observó que, en aquella dirección, había una serie de saloncitos, alfombrados y decorados en suaves tonos verdes y canelas. A los Oxenford, sin embargo, les había tocado la parte de delante. Un mozo bajo y regordete con chaqueta blanca, que se presentó como Nicky, les guió hasta el compartimento siguiente.
Era algo más pequeño que el anterior, decorado de manera diferente: alfombra turquesa, paredes verde pálido y tapicería beige. A la derecha de Margaret había dos largas otomanas de tres plazas, una enfrente de la otra, separadas por una mesita situada bajo la ventana. A su izquierda, al otro lado del pasillo, había otro par de otomanas, un poco más pequeñas, de dos plazas.
Nicky les indicó los asientos más amplios de la derecha. Papá y mamá se sentaron al lado de la ventana, y Margaret y Percy junto al pasillo, dejando dos asientos libres entre ellos, y otros cuatro al otro lado del pasillo. Margaret se preguntó quien se sentaría en ellos. La hermosa mujer del vestido a topos sería interesante. Y también Lulu Bell, sobre todo si quería hablar de la abuela Fishbein. Lo mejor sería que le tocara Carl Hartmann.
Notó que el avión se movía al compás de las aguas. Era un movimiento casi imperceptible, suficiente para recordarle que se encontraba en el mar. Decidió que el avión era como una alfombra mágica. Era imposible imaginar cómo simples motores lograban que volara. Resultaba mucho más sencillo creer que un antiguo hechizo le sostendría en el aire.
Percy se levantó.
– Voy a echar un vistazo -dijo.
– Quédate aquí -ordenó papá-. Si empiezas a dar vueltas, molestarás a todo el mundo.
Percy se sentó al instante. Papá aún no había perdido toda su autoridad.
Mamá se empolvó la nariz. Había dejado de llorar. Margaret llegó a la conclusión de que se sentía mejor.
– Prefiero sentarme mirando hacia adelante -dijo una voz de acento norteamericano.
Margaret levantó la vista. Nicky, el mozo, le enseñó al hombre un asiento, al otro lado del compartimento. Margaret no le identificó, pues se encontraba de espaldas a ella. Era rubio y llevaba un traje azul.
– No hay problema, señor Vandenpost -dijo el mozo-. Acomódese en el asiento opuesto.
El hombre se volvió. Margaret le miró con curiosidad, y los ojos de ambos se encontraron.
Se quedó atónita al reconocerle.
Ni era norteamericano ni se llamaba Vandenpost.
Los ojos azules del joven le dirigieron una advertencia, pero ya era demasiado tarde.
– ¡Caramba! -exclamó Margaret-. ¡Si es Harry Marks!
En momentos como éste, Harry Marks se comportaba mejor que nunca.
Después de salvarse de la cárcel, viajar con pasaporte robado, utilizar un nombre falso y fingir que era norteamericano, tenía la increíble mala suerte de tropezarse con una chica enterada de que era un ladrón, que le había oído hablar con diferentes acentos y que le llamaba en voz alta por su nombre real.
Un pánico ciego le atenazó por un instante.
Una horrenda visión de lo que dejaba a sus espaldas apareció ante sus ojos: un juicio, la prisión y la vida miserable de un soldado raso del ejército británico.
Pero entonces recordó que era un hombre afortunado, sonrió.
La chica parecía desconcertada por completo. Trató de recordar su nombre. Margaret. Lady Margaret Oxenford.
Ella le miraba estupefacta, demasiado sorprendida para decir algo, mientras él esperaba que una inspiración le iluminase.
– Me llamo Harry Vandenpost -dijo-, pero creo que mi memoria es mejor que la de usted. Es Margaret Oxenford, ¿verdad? ¿Cómo está?
– Bien -respondió ella, aturdida. Estaba más confusa que él. Dejó que se hiciera cargo de la situación.
El joven extendió la mano, como si fuera a estrechar la de Margaret, y ésta hizo lo propio. En ese momento, la inspiración acudió en auxilio de Harry Marks. En lugar de estrechar la mano de la muchacha, inclinó la cabeza, en un gesto pasado de moda, y susurró en su oído:
– Finja que nunca me ha visto en una comisaría de policía y yo haré lo mismo por usted.
Se irguió y la miró a los ojos. Advirtió que eran de un tono verde oscuro muy poco común; muy bellos.
Margaret continuó aturdida durante un momento. Después, su rostro se iluminó y sonrió. Había comprendido, y estaba complacida e intrigada por la pequeña conspiración que él proponía.
– Claro, soy una tonta. Harry Vandenpost.
Harry se tranquilizó. El hombre más afortunado del mundo, pensó.
– Por cierto… ¿Dónde nos conocimos? -añadió Margaret, frunciendo el ceño con malicia.
Harry no se arredró.
– ¿No fue en el baile de Pippa Matchingham?
– No. No fui.
Harry comprendió que sabía muy poco sobre Margaret. ¿Residía en Londres durante la «estación» social, o se refugiaba en el campo? ¿Iba de cacería, colaboraba con instituciones caritativas, hacía campaña por los derechos de la mujer, pintaba acuarelas, o realizaba experimentos agrícolas en la granja de su padre? Decidió referirse a uno de los grandes acontecimientos de la temporada.
– Estoy seguro de que nos conocimos en Ascot.
– Sí, por supuesto -respondió ella. Harry se permitió una leve sonrisa de satisfacción. Ya la había convertido en su cómplice.
– Pero creo que no conoce a mi familia -prosiguió Margaret-. Mamá, te presento al señor Vandenpost, de…
– Pennsylvania -se apresuró a completar Harry. Se arrepintió de inmediato. ¿Dónde demonios estaba Pennsylvania? No tenía ni idea.
– Mi madre, lady Oxenford. Mi padre, el marqués. Y éste es mi hermano, lord Isley.
Harry había oído hablar de todos ellos, por supuesto; era una familia famosa. Estrechó la mano de los tres con energía y cordialidad, que los Oxenford tomaron por una costumbre típicamente norteamericana.
Lord Oxenford parecía lo que era: un viejo fascista, gordo e iracundo. Llevaba un traje de tweed marrón y un chaleco cuyos botones estaban a punto de reventar por el empuje de la tripa.
– Estoy encantado de conocerla, señora -dijo Harry a Lady Oxenford-. Me interesan mucho las joyas antiguas, y he oído decir que usted posee una de las mejores colecciones del mundo.
– Bueno, gracias -contestó ella-. Es mi afición favorita.
Su acento norteamericano sorprendió a Harry. Lo que sabía sobre ella lo había leído en las revistas de sociedad. Pensaba que era inglesa, pero ahora recordó vagamente algunas habladurías sobre los Oxenford. El marqués como muchos aristócratas propietarios de enormes fincas en el campo, casi se había arruinado después de la guerra, a causa de la bajada mundial de los precios de los productos agrícolas. Algunos habian vendido sus propiedades para irse a vivir a Niza o Florencia, donde sus menguadas fortunas les permitían un nivel de vida más alto. Sin embargo, Algernon Oxenford se había casado con la heredera de un banquero norteamericano, y su dinero había permitido al hombre continuar viviendo con su estilo de vida.
Todo ello significaba que Harry se las tendria que ingeniar para engañar a una norteamericana autentica. No debía cometer ni un error, y la farsa se prolongaría durante treinta y seis horas.
Decidió mostrarse fascinante. Adivinó que la mujer no era inmune a los cumplidos, sobre todo procedentes de un hombre atractivo. Miró con atención el broche sujeto a la pechera de su traje de viaje color naranja. Estaba hecho de esmeraldas, zafiros, rubíes y diamantes, con la forma de una mariposa posada sobre una rama de rosas silvestres. Era extraordinariamente realista. Llegó a la conclusion de que era francés, que databa de 1880, y adivinó la identidad del fabricante.
– ¿Ese broche es de Oscar Massin?
– En efecto.
– Es muy bonito.
– Gracias.
Era una mujer bella. Comprendió por qué Oxenford se había casado con ella, pero no por qué ella se había enamorado de él. Quizás él era más atractivo veinte años atrás.
– Creo que conozco a los Vandenpost de Filadelfia. -dijo la mujer.
Vaya, pues yo no, pensó Harry. Sin embargo no parecia muy segura.