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– ¿Por qué no puedes escuchar la radio? -preguntó Mervyn, impaciente.

Diana le miró. Estuvo tentada de revelarle la verdad, pero no se atrevió.

– He de salir -respondió. Buscó frenéticamente una excusa-. Doris Williams está en el hospital y he de ir a verla.

– ¿Quién es Doris Williams, por el amor de Dios?

Esa persona no existía.

– La conoces -dijo Diana, improvisando a marchas forzadas-. La acaban de operar.

– No la recuerdo -dijo él, sin suspicacia. Tenía mala memoria para los encuentros fortuitos.

– ¿Quieres acompañarme? -preguntó Diana, guiada por su inspiración.

– ¡No, por Dios! -respondió él, justo como Diana sabía que haría.

– Iré en coche.

– No corras mucho con el oscurecimiento.

Mervyn se levantó y se dirigió a la sala donde estaba la radio.

Diana le contempló un momento. Nunca sabrá lo poco que ha faltado para que le abandonara, pensó, entristecida.

Se puso un sombrero y salió con la chaqueta en el brazo. El coche, gracias a Dios, arrancó a la primera. Enfiló el camino particular y se desvió hacia Manchester.

El trayecto fue una pesadilla. Tenía una prisa desesperada, pero debía conducir a paso de tortuga, porque llevaba los faros delanteros velados y sólo veía unos metros por delante de ella; además, el llanto incesante nublaba su visión. No sufrió un accidente porque conocía bien la carretera.

La distancia era menor de quince kilómetros, pero tardó más de una hora en recorrerla.

Cuando por fin frenó el coche frente al Midland, estaba agotada. Se quedó inmóvil un minuto, intentando serenarse. Sacó la polvera y se maquilló para ocultar las huellas del llanto.

Sabía que le rompería el corazón a Mark, pero lo superaría. No tardaría en considerar su relación como un romance de verano. Era menos cruel concluir una relación amorosa corta y apasionada que cinco años de matrimonio. Mark y ella siempre recordarían con ternura aquel verano de 1939…

Volvió a estallar en lágrimas.

Al cabo de un rato, decidió que no tenía sentido continuar sentada pensando en ello. Debía salir y terminar de una vez. Se recompuso el maquillaje y bajó del coche.

Atravesó el vestíbulo del hotel y subió la escalera sin detenerse en la recepción. Sabía el número de la habitación de Mark. Era muy escandaloso que una mujer sola acudiera a la habitación de un hombre, por supuesto, pero hizo caso omiso. La alternativa habría sido encontrarse con Mark en el salón o en el bar, pero era impensable darle semejante noticia en un lugar público. No miró a su alrededor, indiferente a si alguien conocido la veía.

Llamó a la puerta. Rezó para que estuviera en la habitación. ¿Y si había decidido cenar fuera, o ir a ver alguna película? No hubo respuesta, y volvió a llamar con más fuerza. ¿Cómo podía ir al cine a estas horas?

Entonces, oyó su voz.

– ¿Sí?

– ¡Soy yo! -respondió Diana, llamando otra vez.

Escuchó pasos rápidos. La puerta se abrió y Mark apareció en el umbral, con expresión de estupor. Sonrió, la invitó a entrar, cerró la puerta y la abrazó.

Ahora, Diana se sentía tan infiel hacia él como antes hacia Mervyn. Le besó y, como siempre, una oleada de deseo la invadió, pero se contuvo.

– No puedo irme contigo -dijo.

Mark palideció.

– No digas eso.

Ella paseó la mirada a su alrededor. Mark estaba haciendo las maletas. El armario y los cajones estaban abiertos, la maleta en el suelo, y había por todas partes camisas dobladas, pilas ordenadas de ropa interior y zapatos guardados en bolsas. Era muy pulcro.

– No puedo ir -repitió Diana.

Él la cogió por la mano y la condujo al dormitorio. Se sentaron en la cama. Su rostro expresaba abatimiento.

– No lo dices en serio.

– Mervyn me quiere, hemos estado juntos cinco años. No puedo hacerle esto.

– Y yo, ¿qué?

Ella le miró. Vestía un jersey rosa oscuro, pajarita, pantalones de franela gris-azulados y zapatos de cordobán. Le habría devorado en aquel mismo instante.

– Los dos me queréis, pero él es mi marido.

– Los dos te queremos, pero tú me gustas -subrayó Mark. -¿Piensas que a él no le gusto?

– Pienso que ni siquiera te conoce. Escucha, tengo treinta y cinco años, no es la primera vez que me enamoro, y sostuve una relación durante seis años. Nunca me he casado, pero ha faltado poco. Sé que esta vez es decisiva. Nunca me había sentido así. Eres hermosa, eres divertida, eres heterodoxa, eres brillante y te gusta hacer el amor. Soy guapo, soy divertido, soy heterodoxo, soy brillante y quiero hacerte el amor ahora mismo…

– No -mintió ella.

Él la atrajo hacia sí con suavidad y se besaron.

– Estamos hechos el uno para el otro -murmuró Mark-. ¿Recuerdas cuando nos escribíamos notas bajo el letrero de silencio? Tu comprendiste el juego al instante, sin más explicaciones. Otras mujeres piensan que estoy chiflado, pero a ti te gusto como soy.

Era verdad, pensó ella, y cuando hacía excentricidades, como fumar en pipa, salir a la calle sin bragas o asistir a mítines fascistas y conectar la alarma de incendios, Mervyn se irritaba, en tanto Mark se reía a carcajada limpia.

Él le acarició el cabello, y después la mejilla. El pánico de Diana se fue calmando, y empezó a serenarse. Apoyó la cabeza en el hombro de Mark y rozó con los labios la suave piel de su cuello. Sintió las puntas de sus dedos sobre la pierna, debajo del vestido, acariciando la parte interna de sus muslos, donde terminaban las medias. Se supone que esto no debía ocurrir, pensó débilmente.

Él la tendió poco a poco sobre la cama. Se le cayó el sombrero.

– Esto no está bien -murmuró.

Mark la besó en la boca, mordisqueándole los labios. Notó que sus dedos se internaban bajo la fina seda de las bragas, y se estremeció de placer. Al cabo de un momento, introdujo toda la mano.

Él sabía lo que debía hacerse.

Un día, a principios del verano, mientras yacían desnudos en la habitación de un hotel escuchando por la ventana abierta el sonido del oleaje, Mark le había dicho:

– Enséñame lo que haces cuando te tocas.

Diana se sintió violenta, y fingió no haberle entendido.

– ¿Qué quieres decir?

– Ya lo sabes. Cuando te tocas. Enséñame. Así sabré lo que te gusta.

– Yo no me toco -mintió.

– Bueno… Cuando eras más joven, antes de casarte. Debías hacerlo entonces… Todo el mundo lo hace. Enséñame lo que solías hacer.

Estuvo a punto de negarse, pero luego comprendió la sensualidad de la situación.

– ¿Quieres que me autoestimule…, mientras tú miras? -preguntó, con voz ronca de deseo.

Mark le dirigió una sonrisa lasciva y asintió con la cabeza.

– Quieres decir… ¿hasta el final?

– Hasta el final.

– No podré -dijo; pero lo hizo.

Ahora, las puntas de sus dedos la tocaban con sabiduría, en los lugares precisos, con el mismo movimiento familiar y la presión exacta. Cerró los ojos y se abandonó a la sensación.

Al cabo de un rato, Diana empezó a gemir con suavidad y a subir y bajar las caderas rítmicamente. Sintió el cálido aliento de Mark sobre su cara cuando se inclinó más sobre ella.

– Mírame -la urgió Mark, cuando ella ya empezaba a perder el control.

Abrió los ojos. Mark continuó acariciándola de la misma manera, sólo que con más rapidez.

– No cierres los ojos -dijo él.

Mirarle a los ojos mientras la acariciaba era muy íntimo, una especie de hiperdesnudez. Era como si él pudiera verla por completo, conocerla por completo, y Diana experimentó una libertad embriagadora, porque ya no le quedaba nada que ocultar. Sobrevino el clímax, y ella se obligó a sostener su mirada, mientras sus caderas brincaban y ella jadeaba y se contorsionaba al compás de los espasmos de placer que sacudían su cuerpo; y él no cesaba de mirarla, mientras musitaba:

– Te quiero, Diana, te quiero muchísimo.

Cuando todo hubo acabado, ella se aferró a Mark, jadeante y temblorosa de emoción, deseando que la sensación durara eternamente. Habría llorado, pero las lágrimas se habían agotado.

Nunca se lo dijo a Mervyn.

La mente inventiva de Mark encontró la solución, y ella la ensayó mientras volvía a casa, serena, sosegada y decidida.

Mervyn estaba en pijama y bata, fumando un cigarrillo y escuchando música por la radio.

– Una visita larguísima, por lo que veo -dijo en tono plácido.

– Tuve que conducir muy despacio -contestó Diana, sólo un poco nerviosa. Tragó saliva y contuvo el aliento-. Me voy fuera mañana.

Mervyn no se sorprendió en exceso.

– ¿A dónde?

– Me gustaría visitar a Thea y ver a las gemelas. Quiero asegurarme de que están bien, y no hay forma de saber cuándo tendré otra ocasión; los trenes ya empiezan a fallar y el racionamiento de gasolina empieza la semana que viene.

Él asintió con aire ausente.

– Sí, tienes razón. Será mejor que vayas ahora que aún puedes.

– Subiré a hacer las maletas.

– Prepárame la mía, por favor.

Por un espantoso momento, creyó que iba a acompañarla.

– ¿Para qué? -preguntó, con un hilo de voz.

– No pienso dormir en una casa vacía. Pasaré la noche de mañana en el Reform Club. ¿Volverás el miércoles?

– Sí, el miércoles -mintió.

– Muy bien.

Diana subió al primer piso. Mientras guardaba en la maleta la ropa interior y los calcetines de Mervyn, pensó: «Es la última vez que le hago la maleta». Dobló una camisa blanca y eligió una corbata gris plateada; colores sobrios que hacían juego con su cabello oscuro y los ojos pardos. El que hubiera aceptado su historia la tranquilizaba, pero también se sentía frustrada, como si hubiera dejado algo a medias. Comprendió que, si bien la aterrorizaba enfrentarse a él, también deseaba explicarle por qué se marchaba. Necesitaba decirle que la había decepcionado, que se había convertido en un hombre insoportable y desconsiderado, y que ya no la mimaba como antes. Sin embargo, ya no tendría la oportunidad de decirle esas cosas, y se sentía extrañamente decepcionada.

Cerró la maleta y empezó a guardar artículos de maquillaje y tocador en la bolsa de aseo. Amontonar medias, pasta de dientes y crema para el cutis se le antojó una forma peculiar de poner fin a cinco años de matrimonio.

Mervyn subió al cabo de un rato. Las maletas estaban preparadas y Diana se había puesto su camisón menos atractivo. Se hallaba sentada frente al espejo del tocador, quitándose el maquillaje. Él se colocó detrás de ella y se apoderó de sus pechos.

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