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Pero los bombardeos aún no habían llegado, y era otro día de sol.

Harry decidió que no iría a su casa. La policía estaría furiosa porque había salido en libertad bajo fianza y querría detenerle a las primeras de cambio. No deseaba volver a ir a la cárcel. ¿Cuánto tiempo tendría que seguir mirando hacia atrás? ¿Podría evadir a la policía eternamente? En caso contrario, ¿qué iba a hacer?

Subió al autobús con su madre. De momento, se instalaría en su casa de Battersea.

Mamá tenía aspecto de tristeza. Sabía cómo se ganaba él la vida, aunque nunca habían hablado del tema.

– Nunca pude darte nada -dijo ella en tono pensativo.

– Me lo has dado todo, mamá -protestó Harry.

– No. No lo hice. De lo contrario, ¿por qué necesitarías robar?

Harry no encontró la respuesta.

Cuando bajaron del autobús, Harry se dirigió a la agencia de noticias de la esquina, agradeció a Bernie que hubiera llamado a su madre y compró el Daily Express . El titular rezaba los polacos bombardean berlín. Al salir, vio a un policía que pedaleaba por la calle, y una oleada de absurdo pánico le asaltó por un momento. Casi se dio la vuelta para empezar a correr, hasta que logró controlarse y recordar que siempre enviaban a dos agentes para proceder a las detenciones.

No puedo vivir así, pensó.

Llegaron al edificio de su madre y subieron la escalera de piedra hasta el cuarto piso. Su madre puso la tetera al fuego.

– Te he planchado el traje azul -dijo la mujer-. Cámbiate, si quieres.

Ella todavía se cuidaba de su ropa, cosiendo los botones y zurciendo los calcetines de seda. Harry entró en el dormitorio, sacó su maleta de debajo de la cama y contó el dinero.

Dos años de robar le habían reportado doscientas cuarenta y siete libras. Habré afanado cuatro veces esa cantidad, pensó; ¿en qué me he gastado el resto?

También tenía un pasaporte norteamericano.

Lo ojeó con aire pensativo. Recordó que lo había encontrado en la casa que poseía un diplomático en Kensington, escondido en un escritorio. Había observado que el nombre del propietario era Harold, y en la foto se le parecía un poco, así que lo había cogido.

Estados Unidos, pensó.

Sabía imitar el acento norteamericano. De hecho, sabía algo que la mayoría de los ingleses desconocía, que había varios acentos norteamericanos diferentes, algunos más elegantes que otros. Tómese, por ejemplo, la palabra «Boston». La gente de Boston decía «Boston». La gente de Nueva York decía «Bouston». Para los norteamericanos, un mayor acento inglés denotaba una clase social más elevada. Y había millones de chicas norteamericanas ricas que ansiaban ser seducidas.

En este país, por el contrario, sólo le esperaban la cárcel y el ejército.

Tenía un pasaporte y un buen puñado de dinero. Tenía un traje limpio en el armario ropero de su madre, y podía comprarse algunas camisas y una maleta. Se encontraba a ciento quince kilómetros de Southampton. Podía marcharse hoy.

Era como un sueño.

Su madre le llamó desde la cocina, despertándole de su ensueño.

– Harry, ¿quieres un bocadillo de tocino?

– Sí, por favor.

Fue a la cocina y se sentó a la mesa. Su madre colocó un bocadillo frente a él, pero no lo cogió.

– Vayámonos a Estados Unidos, mamá.

La mujer estalló en carcajadas.

– ¿Yo? ¿A Estados Unidos? ¡Tendría que beber cacao!

– Lo digo en serio. Yo sí voy.

Su madre adoptó una expresión seria.

– Eso no es para mí, hijo. Soy demasiado vieja para emigrar.

– Pero va a estallar una guerra.

– Ya he pasado por una guerra, una huelga general y una Depresión. -Paseó la mirada alrededor de la diminuta cocina-. No es gran cosa, pero es lo que conozco.

Harry no había esperado que accediera, pero se sentía abatido. Su madre era todo cuanto tenía.

– De todos modos, ¿qué vas a hacer allí? -preguntó ella.

– ¿Te preocupa que continúe robando?

– Los ladrones siempre terminan igual. No sé de ningún chorizo a quien no le hayan echado el guante tarde o temprano.

– Me gustaría alistarme en la Fuerza Aérea y aprender a volar.

– ¿Te dejarían?

– A los norteamericanos les da igual que seas de clase obrera, mientras tengas un buen cerebro.

Su madre pareció animarse un poco. Se sentó y bebió su té, en tanto Harry comía el bocadillo de tocino. Cuando terminó, sacó su dinero y contó cincuenta libras.

– ¿Para qué es eso? -preguntó su madre. Dos años de limpiar oficinas le habían reportado la misma cantidad.

– Te vendrán bien. Cógelo, mamá. Quiero que te lo quedes. La mujer obedeció.

– Hablabas en serio, pues.

– Le pediré prestada la moto a Sid Brennan, iré a Southampton hoy mismo y cogeré un barco.

Su madre le apretó la mano.

– Que tengas suerte, hijo.

Te enviaré más dinero desde Estados Unidos.

– No es necesario, a menos que te sobre. Prefiero que me envíes una carta de vez en cuando, para saber cómo te va.

– Sí. Te escribiré.

Los ojos de la mujer se llenaron de lágrimas. -Volverás a verme algún día, ¿verdad?

Harry le acarició la mano.

– Por supuesto, mamá. Volveré.

Harry se miró en el espejo de la barbería. El traje azul, que le había costado trece libras en Savile Row, le sentaba de maravilla y combinaba con sus ojos azules. El cuello blando de su nueva camisa parecía norteamericano. El barbero cepilló las hombreras de su chaqueta cruzada. Harry le dio una propina y se marchó.

Subió por la escalera de mármol y emergió en el recargado vestíbulo del hotel SouthWestern. Estaba abarrotado de gente. Era el punto de partida elegido por la mayoría de los transatlánticos, y miles de personas intentaban abandonar Inglaterra.

Harry descubrió cuántas cuando trató de conseguir un camarote en el barco. No quedaba ni un pasaje libre en ningún buque para las semanas siguientes. Algunas líneas marítimas habían preferido cerrar sus oficinas, para evitar que sus empleados perdieran el tiempo rechazando a los que querían marcharse. Durante un rato creyó que iba a ser imposible. Estaba a punto de darse por vencido y empezar a pensar en otro plan, cuando un agente de viajes mencionó el clipper de la Pan American.

Había leído sobre el clipper en los periódicos. El servicio se había iniciado aquel verano. Se podía volar a Nueva York en menos de treinta horas, en lugar de los cuatro o cinco días que tardaba el barco. Sin embargo, tan sólo el billete de ida costaba noventa libras. ¡Noventa libras! Casi lo que costaba un coche nuevo.

Harry se había desprendido de la cantidad. Era una locura, pero ahora que había tomado la decisión de irse pagaría cualquier precio con tal de abandonar el país. Y el lujo del avión le seducía: el champán correría hasta llegar a Nueva York. Era el tipo de extravagancia demente que Harry adoraba.

Ya no daba un brinco cada vez que veía a la bofia; la policía de Southampton no sabía nada de él. Sin embargo, era la primera vez que iba a volar, y estaba nervioso.

Consultó su reloj, un Patek Philippe robado a un ayuda de cámara real. Le quedaba tiempo de tomar una taza de café que calmara su estómago. Entró en el salón.

Mientras bebía el café, una mujer extraordinariamente hermosa entró. Era una rubia perfecta, y llevaba un vestido de talle de avispa color crema, con lunares rojo-anaranjados. Tendría unos treinta años, diez más que Harry, pero el detalle no impidió que le dirigiera una sonrisa cuando ella le miró.

Se sentó en la mesa contigua, y Harry examinó la forma en que la seda a topos se amoldaba a sus pechos y cubría sus rodillas. Completaba su atuendo con zapatos color crema y un sombrero de paja. Colocó el pequeño bolso sobre la mesa.

Un hombre ataviado con una chaqueta de lana se reunió con ella al cabo de un momento. Al oírles hablar, Harry descubrió que la mujer era inglesa, pero él era norteamericano.

Harry escuchó con atención, fijándose en el acento del hombre. La mujer se llamaba Diana; el hombre era Mark. Vio que éste tocaba el brazo de Diana. Ella se acercó un poco más. Estaban enamorados, no veían a nadie más. Para ellos, el salón estaba vacío.

Harry experimentó una punzada de envidia.

Apartó la vista. Aún se sentía intranquilo. Iba a cruzar el Atlántico volando. Le parecía un trayecto excesivamente largo para que no hubiera tierra en medio. Nunca había comprendido el principio de los viajes aéreos. Si las hélices giraban y giraban, ¿cómo podía subir el avión?

Mientras escuchaba a Mark y Diana, ensayó una expresión de desenvoltura. No quería que los demás pasajeros del clipper supieran que estaba nervioso. Soy Harry Vandenpost, pensó; un acaudalado joven norteamericano que vuelve a casa por culpa de la guerra en Europa. De momento, no tengo trabajo, pero supongo que encontraré un empleo pronto. Mi padre hace inversiones. Mi madre, Dios la haya acogido en su seno, era inglesa, y yo fui a un colegio en Gran Bretaña. No fui a la universidad… Nunca me gustó empollar (¿dirían los norteamericanos «empollar»? No estaba seguro). He pasado tanto tiempo en Inglaterra que se me ha pegado la jerga local. He volado algunas veces, desde luego, pero éste es mi primer vuelo transatlántico. ¡Me entusiasma la idea!

Cuando hubo terminado el café, casi había perdido el miedo.

Eddie Deakin colgó. Paseó la mirada por el vestíbulo: estaba desierto. Nadie le había escuchado. Contempló el teléfono que le había sumido en el horror y lo odió, como si pudiera concluir la pesadilla destrozando el aparato. Después, poco a poco, se alejó.

¿Quiénes eran? ¿Dónde retenían a Carol-Ann? ¿Por qué la habían secuestrado? ¿Qué querían que hiciera él? Las preguntas zumbaban en su cabeza como moscas sobre un tarro de miel. Trató de pensar. Se obligó a concentrarse en las preguntas una por una.

¿Quiénes eran? ¿Cabía la posibilidad de que fueran simples lunáticos? No. Estaban demasiado bien organizados. Unos locos podían perpetrar un rapto, pero averiguar dónde estaría Eddie justo después del secuestro y conseguir que hablara por teléfono con Carol-Ann en el momento exacto daba a entender que todo se había planeado meticulosamente. Era gente racional, pero dispuesta a quebrantar la ley. Tal vez fueran anarquistas, pero lo más probable es que estuviera tratando con gangsters.

¿Dónde retenían a Carol-Ann? Ella le había dicho que se encontraba en una casa. Podía ser la de uno de los secuestradores, pero lo más probable era que hubieran allanado o alquilado una casa vacía en algún lugar solitario. Carol había dicho que estaba retenida desde hacía unas dos horas, de modo que la casa no podía distar más de noventa o cien kilómetros de Bangor.

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