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– Ya me parecía.

– ¿De dónde lo has sacado? Díselo a Lyle.

– Se lo robé en Jersey a una señora. Lo llevaba en el coche.

– Naranja y azul celeste.

– Yo lo vi en el maletero -dijo Lyle.

– Y una radio y una manta.

– Un vulgar ladrón-dijo ella.

– Con un poco más de tiempo, me habría llevado el propio coche.

– Cuando viene alguien, le dice que está con el gobierno. Ven el paracaídas, que es como de la CÍA. Le dice que lo tiene que tener a mano, es lo que Índica el manual.

– La CÍA, tío. No veas.

– El manual contiene una página entera sobre cómo cuidar de tu paracaídas.

– Digo yo: eh, tío, esta noche no puedo salir contigo si piensas llevar a toda esa gente, porque en el coche no habrá sitio para mi paracaídas.

– Tiene que tenerlo a mano en iodo momento.

– Lo pone en e¡ manual.

Luis salió por la ventana a la escalera de incendios. Lyle se asomó, viéndolo trepar por la escalerilla de metal hasta el tejado. Estaba amodorrado. Dentro de noventa minutos tenía que estar de vuelta en su piso, para recoger sus cosas.

– ¿Cuándo lo hacemos?

– En dos días a lo sumo todo estará listo.

– ¿Qué edad tiene?

– Treinta y dos.

– Pues parece mucho más joven.

– Es que se lo curra. Se lo curra de mil maneras. Es muy rápido, se escabulle. Nunca te enteras de que se ha pirado, al menos si no lo buscas. No te creas forzosamente todo lo que dice. Le gusta inventarse un personaje sobre la marcha. No quiere que necesariamente confíes en él, ni tampoco que lo respetes. Creo que le gusta parecer que es un poco idiota cuando no conoce a alguien. Es una estrategia.

– Se refiere a mí en tercera persona.

– Es su talante.

– Incluso cuando me mira a la cara.

– Luis ha vivido aquí la mitad de su vida. A ti, él te parece una cosa. A nosotros, otra. Tu imagen de nuestra unidad obedece a una percepción especial. En realidad es una interpretación. Ves un determinado corte desde un ángulo determinado. Y todo lo coloreaba J., que en realidad ocupaba sólo una región pequeña y rutinaria de toda la operación. Todo esto no lo sabes, claro.

– ¿Cuántos más hay?

– Sabes lo que tienes que saber.

– Ni más, ni menos.

– Obviamente -dijo ella.

– Es buena política, supongo.

– Es la manera de hacerlo.

– ¿Debo creer a Luis cuando me dice que ha fabricado una bomba mirando las cosas en la biblioteca?

– Yo no creo que me creyera una cosa así, Lyle. No.

– De nuevo su talante. Una técnica.

– Luis viajó a Tapón y a Oriente Medio con mi hermano. Por el camino ha aprendido bastantes cosas.

– Y tiene un paracaídas.

– Lo del paracaídas te lo puedes creer. Yo me creería lo del paracaídas.

Pasaron varios minutos. El ambiente cargado se tornó un punto más sereno. Lyle cambió de sitio, de la ventana a una silla próxima a Marina. El hincapié en el hecho de decir la verdad se hizo menos pronunciado, igual que el de las actuaciones, las estrategias, las seguridades. Luis no perjudicó nada al marcharse. Tendría cuidado, Lyle tendría cuidado de no preguntar por la precisa naturaleza de la relación existente entre Marina y Luis. Uno sólo sabe lo que tiene que saber. Primer principio de la vida clandestina.

– ¿Y a ti qué te pasa?

– Yo desaparezco -dijo él.

– Sabrán que fue tu invitado. Ese día tuviste una visita. Le abriste la entrada del parqué.

– Pero ya no estoy.

– Hay otra manera, claro. No sería preciso que Luis pusiera los pies en la bolsa. Tú mismo llevas el paquete. Lo dejas allí. De ese modo, no se te podría identificar con una segunda mano.

– Y a mitad de la noche, explota.

– Es lo más decente, claro.

– No hay segunda mano.

– Piénsalo -dijo ella.

Él estudió su cara, un instante de pequeñas complicaciones. Con los ojos, ella midió las líneas de referencia, tratando de adquirir una idea más cabal de la situación. De cara al compromiso buscaba, sin fin, el tácito abatimiento del yo del prójimo, aunque él se percató de que ahí se estaba introduciendo una tenue excepción. No todos los programas exigen una rigurosa adhesión a los códigos. Había otros intercambios aún posibles, meditaciones más dulces.

– J. dijo que tú y George…

– Cierto.

– Formaba parte de su planteamiento menos convincente. Me dijo que te habías acostado con George.

Pasó un margen de tiempo. Se decidió que iban a tener trato sexual. Sucedió sin palabras, sin emanaciones de ninguna clase. El mero sentido de opciones llevaderas que Marina había disuelto en el aire, quitando las posibilidades de morir. Ella pareció tomárselo como una condición. Sexo: el cuerpo de ella a cambio del riesgo que él corría. No, tal vez no fuera una condición. Una ecuación se acercaría más a la realidad. Un poco anticuado, ¿sí o no? Un poco ingenuo incluso. Él no lo había visto de ese modo (en realidad, no sabía cómo lo había visto), pero se dio por satisfecho con que la interpretación de ella acercase sus posturas.

El dormitorio estaba bastante oscuro, sólo recibía luz indirecta. Desnuda, a él le pareció de una belleza grave. Ella le rozó el brazo, él recordó un instante en el coche, cuando ella le puso las manos en la cara y las botellas se estrellaban contra la acera, le recordó la extrañeza que sentía, la fuerza angulosa de sus diferencias. Entre los dos, nada era lo mismo, nada compartían. Edad, experiencia, deseos, sueños. Estaban ambos a merced de la sorpresa escueta del otro, sin que coincidieran sus historias respectivas en ningún punto. Lyle cayó en la cuenta de que hasta ese momento no había entendido la crítica naturaleza de su implicación, lo pesaroso de la misma. La realidad ajena de Marina, los secretos que nunca llegaría él a conocer, lo llevaron a ver en esa aventura algo más que mera especulación.

Tenía la cintura ancha, los pechos muy separados. Corpulenta en conjunto, falta de líneas definidas, las piernas macizas, tenía un poderío escultural, una belleza inmóvil que a él la hacía sentir raramente fuera de contexto, inadecuado por su cuerpo magro, su piel clara. No era, así pues, el remoto tenor de su personalidad lo que a él lo llevaba a la franja visible de lo que había contribuido a ensamblar, las presiones y las consecuencias. El cuerpo de ella también hablaba. Para él era un misterio el modo en que esos pechos, la unión de ambas piernas desnudas, pudiera llevarlo a sentirse más hondamente implicado en alguna trama. El cuerpo de ella era «significativo», a saber cómo. Tenía una intensidad estática, una «seriedad» que Lyle no alcanzaba a interpretar. Marina desnuda. Contra ese criterio, todo lo demás era una vacía justificación, una colección de páginas centrales, sílfides de cadena de montaje despojándose de sus sostencillos y leotardos.

Los dos estaban de pie, la cama mediaba entre ambos. La luz del respiradero, una mirada cegadora y perdida, introdujo un instante de definición en el rostro claro y fuerte de ella. Era consciente del interés contemplativo que había despertado en él. En un malentendido, se llevó las manos a los pechos. Tampoco tuvo importancia. Su cuerpo nunca estaría fuera de lugar, inexplicable como era de hecho, era un cuerpo capaz de asimilar la fallida comprensión de Lyle. Él la nutría mediante incrementos negativos. Un truco existencial.

Ella se arrodilló al borde de la cama. Él contempló las quietas divisiones que parecían contenerse en sus ojos, reproducciones secretas de la propia Marina. Intentó, sin saber ni poder cómo imaginar lo que veía ella, como si así sacara a la luz una verdad suprema sobre sí mismo, una desmesurada afirmación de su valía, conocimiento accesible sólo para las mujeres cuya gramática se le escapaba. En el instante en que ella lo miró a los genitales comenzó una erección.

En la cama, recordó al hombre del tejado. Esas cosas tienen su gracia. Inmerso en el acto sexual. Pone al descubierto la secreta sensación que uno tiene de estar implicado en algo de una cómica vergüenza. Luis en el umbral con una pistola de repetición. Se preguntó qué significaba «de repetición», por qué había pensado en ello, si tenía un sentido en facetas o estratos.

Se pasaron todo el rato haciendo el amor. Marina era una mujer abierta psicológicamente, compleja, pero tranquilizante. Al principio se movió con toda facilidad, arrastrándolo a él adentro, desmadejándolo, un ahondamiento en la concentración de sus recursos, aferrándose a él, segmentos, trozos pequeños, pedazos de él. Midió las predisposiciones que él tuviera. Incluso se debatió un poco, reduciéndolo a él a su propio cuerpo. Él no podría haber precisado con un mínimo de exactitud cómo fue esa fase. Marina parecía conocerlo. Sus ojos eran instrumentos de una suavidad inconcebible. Ante sus imperceptibles apremios él se sintió descender, sintió que ocupaba plenamente su propio cuerpo. Cada impulso pélvico tenía un tremendo sentido. El acoplamiento a la más mínima tracción de la carne. Se predispuso, aguzó el oído pendiente de todos los ruidos, los menores clics, las tensiones, el húmedo batir de sus pectorales en contacto. Cuando terminó desplomándose en e! éxtasis, una caída de fuerza descomprimida, se susurraron el uno al otro al oído, sin que mediara palabra, respirando olores y calor en crudo, sorbos de amor.

Lyle se vistió deprisa sin dejar de mirarla, recostada, la suavidad de la habitación atenuada sobre el cuerpo de ella. Se oyó un ruido en el tejado, una contusión, alguien que saltó desde una repisa más alta. Cerró la mano en torno al tobillo de ella.

– ¿Cría palomas Luis ahí arriba, o a lo mejor esconde los explosivos en una chimenea?

– Una bola de fuego es lo que haremos -dijo ella.

– Uuush.

Detuvo un taxi en la Avenida C. En su piso se cambio y volvió a salir a! cabo de un cuarto de hora, con la maleta ya hecha. Iba muy por delante de lo programado, anticipándose, y operaba desde un plan de viaje interior, el plan dentro del plan, algo que hacía como quien no quiere la cosa al viajar, creyente en los márgenes, en las cantidades en exceso. Tomó un taxi hasta La Guardia, aliviado cuando estuvo lejos del piso, donde estaba sujeto a los intentos de comunicarse con él que hicieran los demás. El taxista tomaba café en un vaso de plástico.

Lyle pagó su billete con una tarjeta de crédito, viendo cómo la mujer de la consola introducía varios conjuntos de información. Había pensado en viajar con nombre falso, pero llegó a la conclusión de que no había razón suficiente, y además quería eludir el presentarse así de ridículo ante alguien, quienquiera que fuese, que pudiera mostrar el menor interés por sus movimientos. Verificó que la maleta estuviera en orden y fue en busca de un sitio para tomar una copa. Aún no era de noche. Al otro lado de las pistas de aterrizaje y despegue, las estructuras más altas de Manhattan quedaban dispuestas en campos de resina fósil, esa suciedad entre castaña y amarillenta, propia de los cielos previos a que descargue la tormenta. Los edificios eran notables a esa distancia no tanto por su audacia, su llamativa pretenciosidad, como por las llamativas aspiraciones que invocaban, el humor ambarino, evocando parte del dolor y el asombro de las ruinas. Lyle no dejaba de palparse el cuerpo: llaves, billetes, dinero, etcétera.

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