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Lyle lo dejó todo sobre la cómoda. Cuando sonó el teléfono no quiso contestar. Ya se había fijado ciertos márgenes de tiempo. Había que observar ciertos limites, demarcar los matices de la conducta. Un tenue ramalazo de electricidad estática podía trastocar el delicado programa que había establecido, una estructura cerrada de abandonos y destinos.

El permiso de conducir, cheques de viaje, tarjetas de crédito, libretas (2), llaves, reloj, mapa de carreteras, callejero, bolígrafo, cartera, dólares americanos (4.000), dólares canadienses (75), tabaco, cerillas, chicles.

Resultó ser Kínnear, una sorpresa. Privado de todo, salvo de su valor fonético, J. había dejado de ser una influencia reguladora, un control en cierto modo, que aportase sus criterios técnicos, que Lyle no había tardado en percibir. La conexión era buena, su voz sonaba cálida, persuasiva, timbrada y distinguida, un tono de incontables detonaciones pequeñas, como un altavoz de un equipo de música pegado a la oreja de Lyle, razonable, muy cercana.

– He pensado en ciertos aspectos de nuestra implicación, Lyle. Por ejemplo, la Bolsa, nuestra amiga Marina, el plan o planes que puedan estar en curso. Se me ha ocurrido que quizás no te sea tan fácil como crees el desembarazarte de todo. Permíteme decirte una cosa: no dejes que se llegue al punto en el que, vayas por donde vayas, te espere el vacío en estado puro, una caída en toda regla. Si dejas que las cosas vayan demasiado lejos, sucederá de manera literal esto de ser el sucesor de George, pero con los mismos, deprimentes resultados. Recuerda, George creía que se había puesto en relación con manipuladores monetarios, coaliciones de banca ilegal. Tú juegas con ventaja. También tienes una vía de escape limpia. No quiero decirte nada más. Marina es muy capaz. Puede llevar las cosas hasta el punto en el que vayas por donde vayas, Lyle, igual te va a dar.

– Nunca me he propuesto llegar a ese punto.

– Tú viste el sótano. George no. Aprovéchate.

– Sabía hasta qué punió.

– Estas cosas de verdad se disparatan, Lyle, cuando se ensamblan como es debido. No se llega a nada. Es otro acontecimiento mediático. Mueren y son mutiladas personas inocentes. ¿Con qué finalidad? Dar publicidad al movimiento, eso es todo. Los medios, ahí lo tienes. Quieren una buena cobertura. Es de interés público. Lo que quieren es dramatizar.

– Nunca pensé en llegar hasta el punto en el que, vaya por donde vaya, todo me dé lo mismo.

– Todo el plan era y es una estupidez. Un montón de gestos teatrales ridículos, todo se lleva a cabo de manera pueril, estúpida. Imagínate el verte tan carente de recursos y estrategias que tienes que basar una operación de gran envergadura sobre una alianza puramente provisional, sobre una relación débil, debilísima, con alguien que trabaja para la propia entidad de la que has hecho tu diana, que se expone a perderlo todo, que no va a ganar nada con toda la historia. Si hubiera habido algún modo de impedir que pasara lo que le pasó a George, yo habría movido montañas.

– Soy consciente.

– Ya hablaremos más de todo esto cuando llegues -dijo Kinnear-. Hablaremos de Nueva Orleans. Pasaron cosas que no podrías creer. Trabajé un tiempo en Camp Street. A ver si adivinas quién vino en busca de un lugar para poner la oficina, en el cinco cinco cuatro de Camp. En pleno período de juego limpio con Cuba. Y quién aparecía cada dos por tres en un bar que se llamaba el Habana. Pues aún es mucho más interesante. Laberintos, procedimientos encubiertos. Relaciones raras, muy raras, vínculos extraños. Ya hablaremos.

Marina, cuando lo recogió delante del antiguo Fillmore East a las tres de la tarde, apenas lo miró. Condujo hacia el este, no dijo nada. Entraron en una nueva tase al parecer. Lyle, con camiseta y unos pantalones viejos, llevaba encima sólo cuatro o cinco dólares, sin documentos de identidad, aunque se había puesto el reloj. Sacó el brazo por la ventanilla, sintió que le entraba la modorra. Ella aparcó tras una camioneta de Mister Softee. Recorrieron a pie varias manzanas, atravesaron un solar vacío y una manzana más, con abundantes niños y hombres que jugaban a las cartas en una mesa plegable, en la acera, hasta un edificio de viviendas, de cinco plantas. Había un hombre con un pastor alemán sentado a la entrada. El perro ladró cuando se acercaron al hombre, desnudo de cintura para arriba, con un enorme bulto en e! hombro. Introdujo los dedos por el collar del animal cuando pasaron de largo Marina y Lyle. Otro perro, en una vivienda de la segunda planta, se puso a ladrar cuando subieron por las escaleras. «Que te calles la bocaza. Será gilipollas.» En el cuarto, Marina sacó unas llaves. Subieron el último tramo de escaleras.

La vivienda estaba amueblada con austeridad. Lyle se quedó junto a la ventana, mirando un gran ailanto. Cuando Marina se puso a hablar, se volvió hacia ella y se sentó en el alféizar. Había allí varias cajas de cartón, llenas de tapacubos y baterías de coche. Medio metro de un material naranja intenso, quizás nylon, sobresalía de una mochila. Del dormitorio salió un hombre que pasó entre Lyle y Marina camino del retrete. Era joven, se movió deprisa, dejó claro su deseo de no mirar a Lyle al pasar por delante.

– En la cárcel no hay nada que pueda impulsar a una persona a su autodestrucción. Ése es el cometido de " las cárceles. Las verduras no se cocinan bien. No hay televisión durante veinticuatro horas. Cosas asi son suficientes. Todo se viene abajo. Tu fuerza de voluntad. Tienes que depender del entorno para que te dé conciencia de ti mismo. Pero el entorno está armado justo para ¡o contrario. Exactamente lo contrario.

(Fue más o menos ahí donde el joven cruzó la habitación.)

– Lyle, tenemos que sincerarnos. Aunque nunca más lo hagamos, hagámoslo ahora. Quiero que sepas algo de mi hermano. En su vida siempre ha existido un elemento de locura. Empleo esa palabra, y no otra de corte más clínico, porque no quiero andarme por las ramas. Quiero decírtelo con toda la claridad que pueda. Para quienes lo conocieron y lo trataron, nunca existió la menor certeza de que pudiera desatarse en un momento determinado. Violencia, ira, amenazas de suicidio, intentos reales. Había que estar dispuesto a matarlo, o a quererlo, o a quitarse de en medio. Nada más. Rafael estaba listo para morir. Eso es lo más importante acerca de él. A su alrededor, durante toda su vida, todo el mundo era una agresión contra su espíritu, su debilidad. Yo fui testigo de algunos sucesos, adelantos de su muerte. Para ser su camarada, o su hermana, había que estar más que dispuesto a aceptar las obligaciones que entrañaba. Su comportamiento, todo cuando hacía, y cuando era: eso es lo que tenías que aceptar como si fuera tu propia vida. Él necesitaba saber que lo aceptabas. Vi correr la sangre más de una vez.

Sonó la cisterna del retrete. Se abrió la puerta y el hombre volvió a cruzar la habitación, esta vez tocando la mano de Marina al pasar. Lyle calibró su estatura y su peso.

– Es importante saberlo en lo referente a Vilar, porque en cierto modo lo que aquí hacemos, o estamos a punto de hacer, proviene de él, tiene origen en sus planes, en su filosofía de la destrucción. Sólo te he hablado de un aspecto. También era inteligente, tenía títulos universitarios, podría hablar de ideas con quien fuera. Y sabía fabricar bombas. Con los explosivos era un ángel.

– ¿Y tú?

– Yo soy menos interesante -dijo ella.

– Lo dudo.

– Quería que supieras la verdad. En el pasado he sido culpable de santificar a mi hermano. No tengo la menor duda de que en el parqué de Wall, 11, aquel día con George, hubo elementos autodestructivos. En cuanto a mí, hay poca cosa que revelar. Estoy decidida a aprovechar esta oportunidad que tenemos. Causar graves daños en la Bolsa, precisamente en ese sitio, de todos los que hay en el mundo. Será un momento fantástico.

– Atacar el concepto mismo del dinero.

– ¿Tú crees en el valor que tenga?

– La verdad es que sí. El sistema. Las corriente secretas. Que parezcan un poco menos inviolables. Ésa es la gran fuerza que tienen, como dijiste, o como dijo tu hermano, e incapacitarlos, aunque sea de manera pasajera, equivaldría a dar rienda suelta a todos los demonios.

– Anunciar terribles posibilidades.

– En eso creo -dijo él.

Llamó ella por su nombre al otro, a Luis. Asomó al umbral, llevaba una muñequera de cuero muy complicada. Tenía la misma pinta que Lyle había visto en las caras de miles de jóvenes latinos en Nueva York, chicos a la entrada de los supermercados, a la espera de una compra para repartir, o moviéndose palmo a palmo en el rítmico estremecimiento del metro, de un vagón a otro, una energía secreta, un segundo nivel de conocimiento, bien alimentado por las suspicacias, y por lo tanto negativo, tendente a la resistencia, peligroso. Estaba presente en sus ojos, la compleja inteligencia de la vida callejera. Uno aprende a sacar partido. Uno les hace pagar por el hecho de que su propia existencia les deprima.

– Quiere utilizar propano.

– Me he hecho con unas bombonas -dijo Luis-Son muy pequeñas. Buen tamaño para lo que queremos. Me he enterado de cómo van los polvos. Tenemos una buena mezcla. Luego se añade el propano de las bombonas.

– Una bola de fuego es lo que quiere.

– Cuando explota, del propano sale una bola de fuego. Así se causan más daños. Lo único que tiene que hacer es meterme dentro y enseñarme un sitio donde lo pueda esconder. Lo hago yo, así que exacto. Ningún cabo suelto, tío.

– ¿Qué tamaño tendrá todo eso? -dijo Lyle-. No te puedes presentar en el parqué con una bolsa de la compra.

– Eh, tío que ya te lo he dicho. El tamaño adecuado. Para lo que queremos, claro.

– Tiene reservas, Luis.

– Vamos a desvencijar ese sitio. No va a quedar títere con cabeza. ¿Tú sabes qué ruido hace el fuego cuando sale?

– Como si succionara el aire -dijo Lyle.

– Lo único que tiene que hacer es meterme dentro.

– Luis tiene buenas manos. ¿Verdad, Luis?

– Con las bombas la cosa cambia un poco. Me tomo mi tiempo.

– Tendrías que ver lo que hace, Lyle. Con las tarjetas de crédito es el amo. A veces se le cruzan los cables, claro. Se lo estamos mirando.

– Voy a la biblioteca. Da igual qué quieras hacer: cuando sabes cómo utilizar la biblioteca, todo está ahí. Cada cosa en su sitio. Voy a la calle 40. Tienen ciencia por un tubo. Tecnología, la que quieras.

– Luis tiene un paracaídas.

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