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– Un helicóptero de color turquesa -dijo Ethan.

– El modo de abordar esta cuestión -dijo Pammy- es hacer una lista de las posibilidades racionales que lo expliquen. A ver cuáles se pueden eliminar, a ver con cuáles nos quedamos.

– No hay problema. Es un helicóptero de color turquesa. El turquesa es el color del estado de Maíne.

– Era un helicóptero de la policía.

– Claro. Aclarado el misterio. Patrullaba por la bahía.

– Patrullaba por la bahía a la caza de ovnis.

– Tengo entendido que se han avistado algunos.

– Me da lo mismo-dijo Jack.

– Lo cual enlaza con el lema del Estado.

– Turquesa para siempre -dijo ella.

– No, es: en turquesa confiamos.

– Pero eso no es más que una posibilidad racional.

Tendríamos que enumerar muchas. Al menos, dos. Son los criterios del gobierno.

– Una paloma de color turquesa.

– No, no, vamos, tiene que ser distinto.

– Una paloma de color turquesa, de catorce toneladas de peso, que respiraba jadeando.

– Adelante -dijo Jack.

– Unidos en la verdad, la justicia y la turquesa.

– E pluribus turquesa.

– Tiene que existir al menos otra posibilidad -dijo ella-. Este hombre dice que lo ha visto. Lo suyo es que hallemos otra interpretación.

– El fuego de san Telmo.

– ¿Qué es eso?

– Yo sólo le pongo nombre a las malditas cosas. ¿O es que además tengo que darles explicación?

– No has explicado el helicóptero de color turquesa. Y eso que sabía lo que querías decir.

– Es una descarga eléctrica. Un fenómeno que se produce antes, durante o después de las tormentas. No lo sé, escoge dos opciones. Ya lo veis: es que desconocéis las referencias. Tus años de juventud fueron abortivos, Pammy, chávala. Yo podría decir: una camisa con cuello de Mr. B. Y tú no tienes ni pajolera idea, ¿a que no? Fulano se ha puesto una camisa con cuello de Mr. B.

Jack se encaminó al piso de arriba, llevándose el jersey al pasar por la silla, arrugado en una mano, rozando con un brazo de color herrumbre el borde de cada peldaño. Empezó a llover de nuevo. Pammy examinó una hilera de libros de bolsillo apilados en un amplio estante, entre el televisor portátil y la pared. Misterio, detectives, misterio, espías, sexo, misterio. Los libros eran viejos, de color sepia en su interior; las páginas se desprenderían con un limpio chasquido. Ethan se sirvió una copa y volvió a su silla. Despacio, midiendo sus pasos como un soldado de juguete, caminando sobre tos talones, se llegó hasta la chimenea y se sentó donde antes estaba Jack, una posible muestra de remordimiento.

– ¿Está muy enojado? ¿Cuándo?

– Durante toda su vida, Jack se ha sentido prescindible.

– Las pequeñas cosas le enojan.

– Se toma cada cosa como una acusación, un desaire. Luego, a su vez, acusa, a menudo en privado, y luego se larga hasta que se le pase e! enojo. Creo que condena su entorno como el que más. Ve a las personas en un marco. Hay sitios mejores que otros, claro. En algunos se siente reducido, disminuido. No tiene una sensación clara de sí mismo, creo yo. Supongo que hubo sitios así en todo momento, antes, a lo largo de su vida. Los parientes y demás. Ahora, las personas son meras manchas borrosas.

– Hay veces en que casi se le ve cómo le funciona la cabeza. Va de acá para allá, afanándose. Se ve que hace sus estimaciones, calcula las ventajas.

– Hay gente que tiene una mentalidad clandestina.

– Se afana como loco.

– Otros son de natural abierto, generoso, humano.

– Por ejemplo, nosotros.

– Tú y yo -dijo él.

En medio de la noche ella oyó los árboles, ese sonido del oleaje que causan los fuertes vientos. Había alguien en el cuarto de estar, un fuego. Se levantó de la cama. Jack estaba sentado en el sofá, las manos entrelazadas en la nuca. Abrió la puerta un poco más y ladeó la cabeza de manera precisa. Conciliación. Permiso para personarse. Él seguía sujetándose el cuello como si estuviera a punto de hacer flexiones. Ella se sentó en la cama. Cuando él pasó por delante, media hora después, para subir al piso de arriba, eila estaba en la puerta. Instintivamente creyó que el contacto hace cualquier cosa posible. El más leve contacto. Le tocó el antebrazo con la mano. Apenas lo rozó. Suficiente, pensó ella, para restaurar la tarde compartida.

– Entra.

– Nos va a oír.

– ¿Todo bien?

– ¿Por qué no iba a estarlo?

– Jack, entra.

– Nos va a oír, te digo.

– Te quiero ver desnudo.

– Olvídate, no, imposible.

– No se enterará.

– ¿Y yo dónde me quedo?

– Jack, hagamos el amor.

– ¿Y yo dónde me quedo, repito?

A lo largo de los días que siguieron, se percató de que Jack nunca llegaba a terminar sus frases, de que la última palabra que decía quedaba abierta a una especie de ruido sostenido, que combinaba elementos de suspicacia, resentimiento, protesta. Esa voz tan suya, tan neoyorquina, con variaciones, sustituyó con eficacia la neutralidad factual que había empleado en su informe sobre el ovni.

Fue a comprar antigüedades con Ethan. Jack no quiso ir con ellos. Para tapar la ausencia encontró motivos para reírse casi a cada paso, al sopesar las piezas de cerámica, el cristal de roca, con una histeria apenas contenida. Ethan procuró ponerse a la altura. Estiraba una comisura de la boca, dejando a la vista un diente de oro, y resoplaba por la nariz, risas cortas, espesas. Cuando volvieron, Tack estaba tras el mostrador de la cocina, lavando un vaso.

– ¿Qué hay en la despensa? -dijo Ethan.

– ¿Pues qué va a haber?

Ella vio llegar a Jack con los prismáticos, por el camino de la playa. Las ramas de los árboles desdibujaban el primer plano. Bajó los prismáticos cuando supo que ya podía oírla.

– ¿Está enfadado Mamu el Oso? -dijo.

En la cama, aguzó el oído para precisar los débiles gritos que llegaban de la habitación de ambos, sollozos borrosos. Pasó un coche por el camino. Empezaba a hacer frío, pero estaba más allá del punto en que podría armarse de valor para salir de la cama e ir al armario a buscar otra manta. Estaba aproximadamente diez minutos más allá de ese punto.

Ethan hizo un chiste absurdo sobre los círculos blancos que se le habían puesto en los ojos, resultado de que Pammy se dejara las gafas de sol puestas mientras sesteaba en la terraza durante casi toda la tarde del día anterior. Jack le siguió la corriente. Fue el tema del día. Ojos blancos. La maravilla enmascarada. Panecillos y salmón. A ella no le pareció que diera de sí para todo un día.

Cuando el hombre de una heladería le preguntó qué sabor quería, respondió: «Caracol.» Ni Jack ni Ethan se echaron a reír. Era su turno de hacer piña.

Tugó al tenis con Ethan. Él dio un raquetazo contra la valla protectora, se negó a contestar cuando ella le preguntó si se había hecho daño en la rodilla. Pammy tuvo el golpe de inspiración de recordar el local de la calle 14 Oeste, el suelo maloliente, a gimnasio, la trivialidad balsámica del claqué.

Ethan comenzó a usar frases hechas para provocar la risa, las mismas una y otra vez. «Malla de cuerpo entero.» «Sostén de entrenamiento.» «Guiños de anfitriona.» «Hopatcong, Nueva Jersey.» «Con la actuación estelar de María Montez, Jon Hall y Sabu.»

Hicieron en coche et largo trayecto hasta Schoodic Point. Jack iba en el asiento de atrás haciendo ruiditos de pájaro, la boca fruncida, el labio superior temblequeante. En una recta cerca de Eílsworth, Ethan se volvió y, sujetando el volante con la mano izquierda, trazó un amplio arco con la derecha para soltarle un bofetón a Jack.

– Sabe que detesto ese ruido.

Salieron a la escueta repisa de granito, a ver batir ¡as olas con gran impacto. Al este, el cielo iba oscureciéndose, una agitación inmensa y polvorosa, como de sedimento. Ethan bajó hasta un punto más cercano al mar. A Pammy se le hacía imposible soportar la fuerza del viento. Le golpeaba con humedad, le picaba la cara, te- nía que cambiar de postura a cada paso, apostar todo su peso contra el embate de las rachas. Volvió al coche. Veinte minutos después la siguió Jack. Vio pesqueros que habían salido a la langosta y que volvían a puerto entre rebaños de borregos.

– Las olas, Dios del cielo.

– ¿De veras lo viste?

– ¿El qué? -dijo él.

– El ovni.

– Dos veces.

– Yo te creo.

– Esta vez se acabó, me marcho. Tendría que haberlo hecho hace años. Esto no es vida.

– No haces más que decir Ethan. Ethan está deseoso de ser responsable de tu vida.

– Esta vez no, No lo he dicho, fíjate bien. Ni siquiera he dicho su nombre.

Obviamente, ella había empezado a desconfiar de su afecto por Ethan y Jack. Un sitio se estaba vaciando de contenido, se ahuecaba, un lagar aislado, al cual irían a parar todas las lealtades cambiantes de la semana pasada, los resentimientos que resurgían a diario, todos los comentarios revueltos, los pequeños desdenes que no parecía capaz de olvidar y el modo en que ponían a prueba la vulnerabilidad del prójimo, las improvisadas, momentáneas guerras libradas en subterfugios. Se le ocurrió que ésa era la vida secreta de la implicación que tenían los tres. Siempre había estado presente, necesitada sólo de ese período de proximidad dilatada para revelarse. Deslealtad, rencor, mal humor.

Vio a Ethan acodarse en la balaustrada. El cortavientos de nylon parecía a punto de desgarrársele del pecho. El mar estaba a trozos de colores muy raros, aunque bello, del verde blancuzco de las manzanas.

Tampoco era para tanto, a decir verdad. Demasiada estrechez durante demasiado tiempo. Sí, eso era todo. Guerras libradas en subterfugios, Dios del cielo. No se trataba de eso, ni por asomo. La implicación de todos con todos tenía su propia vida secreta. Aprensiones, mezquindades, suspicacias. No seas tan trágica, tan concluyente. Todo volvería a su ser, con toda facilidad, en cuestión de semanas. Eran amigos. Ellos dos tendrían ganas de encontrarse una próxima vez con ella. Al margen de lo de Jack. Eso quizás llevara más tiempo.

En medio de un tráfico intenso, un verano de máquinas resecas, miró a la vera de la Ruta 3 y encontró un campo de minigolf, atisbos de tres chiquillos que subían una pequeña loma, con los palos al hombro. Se decidió que Jack iría en busca de una estación de servicio, un taller, un teléfono, lo que fuera más accesible. Jack no estaba muy por la labor. Jack prefería atar un pañuelo a la manilla de la puerta y esperar a que alguien parara a ayudarles. Ethan y él se quedaron detrás del coche, discutiendo. Pammy se sentó en la aleta, los ojos entornados para protegerse de las velocidades dispersas, del caos y el estrépito de los camiones pesados. Los chiquillos se habían puesto meticulosos y solemnes, medían el suelo a palmos, precisaban la longitud de los palos, claramente influidos por lo que habían visto en televisión o en el club de campo. Discutían de un modo interminable, cabizbajos como los miembros de una tribu nativa. En la pista había molinos de viento, puentes cubiertos, todos los placeres al uso, pero a escala reducida. Algo había en la hora, la bruma de la tarde, el humo del tráfico, o los propios vehículos interpuestos, algún truco de la distancia, por lo que el espacio parecía compactado, los chiquillos (desde el punto de vista de Pammy) aislados limpiamente de cuanto se extendía en derredor, el follón de las caravanas, las lápidas, los sitios de comida rápida. Creyó que no le sería difícil mirar aquello indefinidamente, observarlo, sin que nadie la viera. Uno de los jugadores alcanzó la bola doblándose por la cintura de manera mecánica, una pierna adelantada, la otra al suelo, un juguete abstracto. Se sintió a sus anchas sentada en la aleta, a pesar del ruido y del movimiento entrecortado y del paisaje tosco. Las voces de sus amigos a veces le llegaban sueltas, gritos descoyuntados, empequeñecidos ante el flujo constante de penas. Tenía todo un historial si se trataba de ser feliz en sitios raros.

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