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Ella le rozó la barriga con el dorso de la mano. Jack la miró con cuidado, sondeando sus intenciones, como una pregunta que se formulase a las almas de ambos, la armadura, el meollo del respaldo, de su libre discreción respectiva. Le puso la mano en el hombro y la bajó a lo largo del brazo, hasta que se encontró con su mano. No es que la guiase, sino que más bien la acompañó.

Durante un rato fueron un conjunto de humores con ganas de jugar. Garabatearon cada uno en el cuerpo del otro. Se tocaron con respeto reverencial. Investigaron la meticulosidad con que las personas tratan de zafarse de años de privación emocional y sensorial. Por fin, los dos parecían decirlo al unísono: se nos permite resolver este misterio. Eso formaba parte del principio de infantilismo que ella quiso establecer como nivel de percepción reconocido por ambos. Con una curiosidad ligeramente piadosa, los dos manejaban, planeaban. Era la elaboración de una idea común, del amante de las fantasías. Eran los dos lentos y concienzudos, tratando de ponerse a la par del tempo de sus invenciones respectivas, puramente mentales, las manos que buscaban una plástica consistencia.

Ese intervalo no tardaría en pasar, esas abstracciones a media tarde, el manso amor al tacto, la superficie misma de contacto.

Jack se sentó de costado, apoyado en el brazo izquierdo, la pierna izquierda extendida y la derecha flexionada. Pammy se arrodilló apoyada en su cadera, en el hueco hondo formado por la cadera misma y el muslo curvo, una mano en su regazo, agazapada, inmóvil, la otra acariciándole la cabeza, la nuca, el mechón, la blanca señal de algo, el secreto tribal de Jack, su sentido, lo que tan prístino lo hacía ser. Con una pose casi clásica sobre la hierba, mantuvo la cara alejada de ella. Extraña la blancura antinatural, el tono puro de tiza, parecía, molida y mezclada con agua, la suerte de defecto transformador que hace que algo (por decirlo con tosquedad, pensó ella) suba de precio. Repasó la zona con el pulgar, pocos centímetros cuadrados, sintiendo cómo el cabello volvía a su sitio a su paso. Lo tenía bien cortado y mejor peinado, de una textura inequívoca.

Él se puso en pie y se plantó sobre ella, Jack con su polla enhiesta, trozos de hierba y de tierra pegados a la parte inferior del cuerpo.

De espaldas, llevó los pulgares a sus pezones. Tenía la cara colorada y húmeda, y parecía hallarse en un estado intermedio, parecía preguntarse, maravillado, o parecía haber olvidado algo.

Tras él, de costado los dos, ella se adelantó y elevó la pierna de él por encima de las suyas. Hubo un mínimo colapso en el formato y ella se acomodó bajo él, apoderándose de todo, tratando de abrirse camino, de cancelar toda diferenciación entre las superficies.

Se puso de nuevo a horcajadas sobre el pecho de él, las rodillas hincadas en sus sobacos. Le obligó a pegar más los brazos a su cuerpo y se encajó, empujó con las rodillas, desequilibrada, llenándose, adentrándose, tensándose, entrelazándose.

El aspecto y carácter de las zonas corporales, los nombres, la líquida fricción. Tenuemente ella buscó frases que designaran tales configuraciones.

Boca abajo sobre su propia camisa, notó las manos de él presionarle las nalgas, redistribuir la masa, abrírselas para deslizar la polla sobre ambos bordes de la mella. Ahí, a saber cómo, el objeto que desprendía energía era su camisa. Logró levantar la pelvis a duras penas, contrapesando la presión gravitatoria de su cuerpo, y metió la mano bajo la camisa, bajando entonces el cuerpo encima, despacio, el brazo izquierdo a modo de palanca, la mano derecha aferrada a la camisa, metiéndose un puñado entero en la entrepierna. Jack se fue cuando ella cerró las piernas sobre la camisa y rodó de costado, con las rodillas levantadas, la camisa colgada de la hendidura en la que se habían unido sus muslos.

Así, derecha e izquierda. La pierna, el dedo índice, el testículo, un pecho. Así, cruzándose por encima. El reacomodo de partes distribuidas al azar en algo hecho o improvisado por ambos. Por un tiempo parecieron los factores esenciales: la colocación, el peso, el equilibrio. El significado de la derecha y la izquierda. Las transposiciones.

Cruzado de piernas, Jack miraba. Ella se refrotó repetidas veces la camisa entre los muslos, aflojando la tensión de las rodillas con la presión y la fricción quirúrgicas. Se abrió entera hacia él, un punto paranoico, respirando cual si la meciera una corriente transversal de agotamiento y de necesidad, vacíos sus ojos de intención.

Ya había dejado de ser un acontecimiento diseñado para sorprender los placeres conocidos. Él se acercaría a ella y ella le tendería la mano a ciegas. Se pisarían el uno al otro, ella con la mano sujeta a la nuca de él. ¿Quiénes eran, tumbados de ese modo el uno sobre el otro, reencajándose, apretándose, comenzando a funcionar de nuevo? Su cuerpo de nadadora se arqueó contra el de él. El Jack de Ethan y Pam. De vez en cuando, ingrávida, pudo rasgar el velo y penetrar el otro lado, estudiar su propia implicación, prácticamente liberada de todo pánico, de la manipuladora administración de su propia sensación de lo adecuado, de lo que concuerda en la observancia de la razón. Duró sólo unos segundos. El resto fueron tinieblas, una obturación de la luz sobre temas extraños. Ella quiso darle salida en largos mecimientos, campanadas. Lo que le acometió, la indecible ordalía de ese placer, evolucionaría sin intervención ninguna, una secuencia que la transportase, consistente en quedarse atrás y en recobrar acto seguido el terreno perdido con su propio cuerpo, su transcurso preventivo, la exaltada violencia de sus sentimientos, los reabastecimientos que abruman el mortal faenar de los sentidos, empapándolos de los misterios de los músculos y la sangre. Ese segmento de terminación fue «factual», de un solo sentido, y ella lo iba a cerrar, aplastar, saciar, con un acceso de hipo.

Jack estaba sentado sobre la hierba, siguiendo con la mirada un ave de gran tamaño, un cormorán seguramente, que trazaba un arco sobre la bahía. Pammy se vistió mirando a Jack, preguntándose para sus adentros por qué estaba tan pendiente de él. ¿Era porque lo que habían hecho tuvo menor efecto en ella que en Jack? ¿Era por pensar que Jack podría irse de la lengua? ¿Era por suponer que Jack estaba molesto, que ya se estaba arrepintiendo? Tenía el cuerpo dolorido casi por todas partes. La tierra misma le había dolido. Maldito terreno. Se preguntó si llegaría a tornarse tan compleja como para que alguien le preocupase sin tener en consideración las razones posibles de ese concernirse.

– ¿Y mis zapatos?

– No traías zapatos.

– No vine con zapatos, cierto.

– Te lo digo de veras.

– No vine con zapatos -dijo él.

– Lo cual explica cómo tienes los pies.

– ¿Cómo, con cortes?

– Magullados -dijo ella.

Él se vistió y empezó a andar a la pata coja mientras se examinaba el otro pie. Pammy estaba arrodillada, atándose la segunda zapatilla. El esfuerzo de ponerse en pie se le antojaba excesivo.

– ¿Por dónde volvemos?

– No sé, pero supongo que más vale que echemos a andar.

– Supongo -dijo él.

– ¿Y qué decimos?

– Que estuvimos aquí, si es que lo pregunta.

– Dimos un paseo.

– Estamos, cómo diría, un poco alborotados.

– Mira, un crucero.

– Dimos un paseo hasta el prado.

– ¿No lo ves, con sus tres mástiles? No te apures. Dimos un paseo, eso es todo.

– Claro, tal que asi.

– Pues sí, tienes un par de arrugas en la camisa. No pasa nada, Jack.

– Qué hipo.

– ¿Por dónde?

– ¿Fuimos al prado y qué? Nos hemos pasado todo el tiempo mirando un crucero.

– No hay problema, Jack.

– No, para ti no lo hay

– Mira, estuvimos hora y media haciendo chipi-chapa. Saqueamos un cementerio. ¿Qué más da? No va a interrogarnos, te lo aseguro. Apaleamos a los cachorros de foca hasta matarlos, para quedarnos con sus pieles.

– Ethan es responsable de mí. Está deseoso de serlo. Lo acepta.

– Jack, no pasa nada.

– No tengo humor para armar ahora un jaleo con Ethan. Él lo acepta, sea lo que sea. Mi vida entera. Está deseoso de ser responsable.

Ella cayó en la cuenta de que se le había puesto una cara, fugazmente, mientras miraba el crucero, de sonrisa idiotizada. Echaron a caminar por el bosque, encontraron el camino de tierra sólo tras cierta confusión, un breve desacuerdo sobre los hitos del terreno.

Después de la lluvia, Pammy se sentó con Ethan junto a la chimenea. Desde ese ángulo, arrellanado en su sillón, parecía haberse dormido. Se alejó de la fuente de la luz y abrió una puerta lateral sólo io justo para asomarse a la noche. La fuerza contenida, el ramalazo del pino húmedo, bastó para sobresaltarla. Se veían por allí cerca algunos puntos de bioluminiscencia, gotas de luz abdominal. Le llegó un tenue olor a descomposición desde la bahía. Al deslizar la puerta corredera para cerrarla, notó en el acto el calor en la cama. La conciencia se le había caído a capas, volvió a su asiento. Ethan se levantó sólo para reavivar el fuego. El tronco siseó.

– Esta noche no sé que te pasa en el pelo. Lo tienes muy negro y reluciente. De una calidad japonesa. La luz, el modo en que te da.

– A juego con mi bocaza de alemán.

– Tendrías que hacerte un moño.

– ¿Cómo se llamaba aquel samurai?

– Tendrías que probarlo, Ethan. Un moño. Incluso en la oficina.

– ¿Acaso emito una suerte de amenaza feudal? Alargó la palabra «feudal». Jack entró entonces. Se quitó el jersey y lo echó sobre el respaldo de una silla. Se sentó en las losas cercanas a la chimenea, que ¡a rodeaban por espacio de algo más de un metro, la mirada clavada entre los pies. Habló en voz comedida, una fusión de insinuaciones de fatalismo y de cansancio estudiado. Hizo pausas para respirar hondo.

– Lo he vuelto a ver. Cerca del coche. Hay un claro entre los árboles. Estaba allí. No sé, a menos de cien metros. El mismo de la otra vez. Quizás no tan brillante. Verdoso. El mismo verde. Lo vi desde cerca del coche, justo encima de la bahía. Una luz verde azulada. Algo sólido detrás. Un objeto. La luz resplandecía, titilaba, de modo que era difícil precisar sus perfiles. Pero era sólido. Lo supe. Me lo dije mientras estaba allí de pie. Esta vez puse más empeño. El color, la forma, estuve concentrado. Dije: «No te muevas, no desaparezcas.» Ni siquiera moví la cabeza. No recuerdo haber parpadeado siquiera. Entonces se hundió un poco, se deslizó y, alejándose por la bahía, hacia el sur y el oeste, se hizo más pequeño. Los árboles no me dejaron verlo, así que fui corriendo a la orilla y aún lo vi. Sólo la luz, azul verdosa, empequeñeciéndose. Nada sólida. Pero antes sí lo era. Me dije: ahí está, indudable. Luz que emana de un objeto. Ahí hay algo.

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