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UNO

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El hombre a menudo estaba allí, delante del Federal Hall, en la esquina de Wall con Nassau. Enteco, con una sombra de barba gris, de unos setenta años de edad, sudoroso de un modo llamativo, con una camisa deshilachada y un traje un tanto raído por el uso excesivo, sostenía un rótulo improvisado por encima de la cabeza, a veces durante toda la tarde, bajando los brazos sólo el tiempo necesario para que la sangre volviera a circular con normalidad. El cartelón tenía un metro de largo por medio de alto, escrito a mano por ambos lados, con mensajes de corte político. Los que a esa hora holgazaneaban, la mayoría sentados en la escalinata del Hall, estaban demasiado absortos en los transeúntes para prestar al hombre y su rótulo -a fin de cuentas, una imagen conocida- más que un somero vistazo. Ahí, en el distrito, los hombres aún se congregaban con solemnidad para mirar boquiabiertos a las hembras. Trabajar en medio del rugir del dinero, creían, les daba ese derecho.

Lyle se encontraba ante la puerta de un restaurante, limpiándose las uñas con un mondadientes que había tomado de un platillo cuando pagó la cuenta. Por grato que fuera, ya no almorzaba en el club de la Bolsa, restringido a los miembros y a sus invitados, bien gestionado, aseado, cómodamente situado como estaba, con camareros tan capaces que a uno lo conocían por el nombre, tan amables las atenciones del personal de los lavabos que no parecía exigirle el menor esfuerzo, prestos con las toallas, eficaces en su imperceptible forma de cepillarle a uno el traje, negros de verdad, pese a quedar tan a mano con un acceso directo en ascensor desde el parqué. Vio al anciano del rótulo de pie a pleno sol, con los brazos en alto, una mano temblorosa. Luego se concentró en la muchedumbre que salía a almorzar o volvía a trabajar tras el almuerzo, preguntándose si de algún modo que se le escapaba se había convertido en un ser demasiada complejo para disfrutar de un almuerzo decente en un entorno acogedor y atractivo, servido, a un minuto del parqué, por camareros tan razonablemente simpáticos.

Al otro lado de Broadway, algunas manzanas al norte, Pammy estaba en el vestíbulo del lucernario de la torre sur del World Trade Center, luchando contra el gentío que la alejaba de las puertas de uno de los ascensores rápidos. Quería bajar, aunque trabajaba en la planta 83, porque se había equivocado de edificio. Era la segunda vez que volvía de almorzar y entraba en la torre sur en vez de la torre norte. Tendría que abrirse camino entre el gentío de la hora del almuerzo en el vestíbulo del lucernario, bajar a la planta principal, caminar hasta la torre norte, tomar el ascensor rápido hasta ese otro vestíbulo del lucernario, en la otra planta 78, abrirse camino entre otro gentío no menos compacto y bullicioso, tomar el ascensor general a la 83, los paneles vibrando. Tratando de avanzar de costadillo, notó que alguien, muy cerca, la miraba fijamente a la cara.

– Eres Pam, ¿no?

– No te… ¿Qué?

– Soy Jeannette.

– La verdad es que no.

– Del instituto.

– Jeannette.

– ¿Cuántos años hace?

– Del instituto, Jeannette.

– No te culpo por no acordarte. La de tiempo que…

– Me parece que ya me acuerdo.

– Trabajas aquí, ¿verdad? Aquí trabaja todo el mundo.

– Se supone que bajaba.

– ¿Aún te acuerdas? Jeannette, la amiga de Teresa y de Geri.

– Entonces me acordaba.

– Hace una pila de años, ¿no?

– No me dejan entrar, no me van a dejar.

– Pero… ¿no te encanta este sitio? Tendrías que ver cómo voy a la cafetería. Un ascensor general primero y luego el rápido. Y luego el rápido de subida. Y después las escaleras mecánicas, si consigues llegar sin que te arranquen la piel a tiras.

– Sin que te la arranquen de cuajo, lo sé.

– ¿Trabajas para el Estado?

– No, es que me he equivocado de torre.

Pammy y Lyle ya no salían mucho. Antes sí dedicaban mucho tiempo a descubrir nuevos restaurantes. Se desplazaban hasta los confines más remotos de la ciudad, almorzaban en pequeñas madrigueras fluviales, pegada a las vías de acceso a los puentes, o bien en restaurantes de familia de los barrios más alejados, pues su decoración neutra, y su alejamiento, eran señal de una autenticidad inequívoca. Iban a los clubes donde hacían pruebas los nuevos talentos, donde improvisaban las troupes de cómicos. Los fines de semana de primavera salían a comprar plantas en los invernaderos de los suburbios e iban a los embarcaderos de City Island o de North Shore, a ayudar a que sus amigos vieran en sus yates adquisiciones dignas de nota. Poco a poco disminuyó su radio de acción. Las propias películas, los programas dobles en los urinarios con lámparas de cristal de la parte alta de Broadway, dejaron de tentarles. Lo que parecía faltar era el propio deseo de compilar lugares, vivencias.

Cenaban unos bocadillos, sopa de sobre, o bien iban al café de la esquina, donde comían deprisa cualquier cosa mientras alguien fregaba el suelo debajo de su mesa, resoplando como un bajista de jazz. Había un chino a menos de tres manzanas. Ése era el máximo de sus desplazamientos las más de las noches y los fines de semana, cuando se trataba de hacer algo sin finalidad utilitaria precisa. A Pammy se le daba de maravilla distinguir a los camareros. Para ella era una fuente de callado orgullo.

Lyle pasaba el tiempo viendo la televisión. Sentado en la penumbra a poco más de medio metro de la pantalla, cambiaba de canal cada medio minuto poco más o menos, a veces con frecuencia mucho más alta. No buscaba algo que pudiera suscitar y mantener su interés. No se trataba de eso. Simplemente disfrutaba con el destello de cada nueva imagen. Exploraba el contenido sólo hasta cierto punto. El deleite entre táctil y visual que le procuraba cambiar de canales era aún mayor, y transformaba incluso los momentáneos contenidos aparecidos al azar en plácidas abstracciones territoriales. Ver televisión era para Lyle una disciplina como las matemáticas o el zen. Los anuncios, los cortes de emisión, los programas en español daban de sí mucho más, por norma, que la programación al uso. La naturaleza reiterativa de los anuncios le interesaba. Ver muchas veces idénticas secuencias era una prueba de fuego para sus recursos oculares, para su capacidad de seleccionar, de fraccionar el tiempo y subdividir cada instante. Rara vez ponía el sonido. El sonido era mucho mejor en las emisoras de UHF que empleaban un equipo de emisión defectuoso o lenguas que no fueran el inglés.

De vez en cuando miraba un rato alguno de los canales en abierto. Todas las semanas había una hora más o menos reservada para la pornografía de fabricación casera, trabajo de artesanos nativos. Encontraba en la pantalla una verdad más descarnada, más tosca desde luego que en toda la carne lustrosa de las revistas de papel satinado. Se sentaba en su cuenco de espacio curvo, en su luz polvorienta. En toda esa cantidad de agresividad genital había una falta de modestia llamativamente pueril. Gente de la calle en busca de alguna cosa que succionar. Cámaras sostenidas a pulso en busca de una entrepierna pescada al azar. Lyle permanecía impávido mientras duraba esta secuencia de cuerpos pequeños y grises. Lo que acertó a ver retuvo su atención por completo, a pesar de que no estimulaba sus sentidos. La hora que transcurrió así le parecieron cuatro. Fatigado como estaba, vaciado, aburrido de ver a aquellos desesperados hacer posturitas, con facilidad podría haberse pasado la noche entera viéndolos, atrapado por el efecto red de la televisión, por el resplandor electrostático que semejaba un estado de privilegio, a caballo entre la onda y la imagen visual, un secreto de energía celestial. Se preguntó si no se habría vuelto un individuo demasiado complejo para contemplar cuerpos desnudos y excitarse.

– Eh, mira. Aquí estamos, tú. El futuro se nos ha caído encima hecho pedazos. ¿Y qué pinta tiene lo que se ve?

– Caramba, vaya susto que me has dado.

– Ésta es la pinta que tiene. Olas y olas de electricidad estática. Como si algún haz de luz te propulsara por delante de toda previsión, lo cual explica el efecto zumbido que desprende. Parecen gente de lo más soez que haya en toda Mercer Street.

– Oye, déjame dormir.

– Mira, mira. Te lo digo en serio. Tal cual. Lo que quiero decir es que estamos aquí observando en la intimidad y el confort de nuestro dormitorio y ellos tienen un loft y una cámara y todo eso se exhibe porque así es la ley. Nada más ver una cámara se desnudan. Antes, la gente saludaba agitando la mano.

– Vale.

– Aquí mismo. Aquí mismito, damas y caballeros. Vean cómo juguetean los osos panda con sus caquitas. La bomba, es la bomba.

Pammy tenia una de esas sonrisas que dejan al aire las encías superiores. Alguien le dijo alguna vez que eso era conmovedor. En sus movimientos más complicados, al llevar un paquete o al sortear a los vagabundos en la calle, mostraba una torpeza, una falta de aplomo tales que era como si una ovación cerrada la devolviera a sus años de juventud. Tenía la cara fina y estrecha, el cabello lacio y de un rubio moderado. A la gente le gustaban sus ojos. Asomaba en ellos una presencia que parecía a veces dar un salto, sobre todo en el momento de los saludos. Era animada en la conversación, muy gesticulante, propensa a interrumpir a su interlocutor, a adelantarse y a clavar los ojos en la boca del otro, repitiendo con sus propios labios, a veces, el ritmo de las palabras ajenas. Tenía un cuerpo firme y recto, que podría haber pasado por el de una nadadora. A veces no se identificaba con su propio cuerpo.

Trabajaba para una empresa llamada Consejo de Gestión del Duelo. No era un juego de palabras: con el epígrafe de Duelo se designaban los sufrimientos mentales graves, el remordimiento más profundo, la angustia extrema, las penas agudas y similares aflicciones y trastornos. El número de empleados oscilaba a veces radicalmente, de un mes a otro. En sus folletos, cuyo texto escribía Pammy, Gestión del Duelo era descrita como una serie de organizaciones amplias y nutridas, crecientes, de servicios personales, cuyas clínicas, material impreso y asesores capacitados estaban al servicio de la comunidad en sus esfuerzos por entender y asimilar los trastornos del ánimo. Había tarifas precisas para individuos, para grupos, para consultas especiales; estaban fijadas las tarifas por los libros de apoyo, por asistencia y enseñanza, así como el pago por sesiones de familia y por seminarios de terapia de penas conyugales. La mayoría de las sucursales regionales eran pequeñas, estaban situadas en edificios bajos, en donde también se hallaban empresas de productos quirúrgicos y laboratorios de radiología. Tales edificios eran por lo común los primeros de los complejos que, pese a estar planificados al detalle, nunca terminaban de materializarse por entero. Pammy había visitado unos cuantos a fin de recabar información, y las fotos que sacaba para incluir en sus folletos tenían que ser recortadas con todo esmero para eliminar los solares sin construir, la tierra apisonada, las malas hierbas. Había sido una idea originalmente suya: el World Trade Center resultaría una sede absolutamente inusual para un negocio como aquél. Pero cambió de opinión con el paso del tiempo. ¿Dónde, si no, almacenar todas aquellas penas? Alguien había anunciado que un buen día la gente ansiaría dar con un medio para codificar sus emociones. Se necesitaría, para entonces, una estructura administrativa. Equipos de conductistas organizados en las cloacas, de acuerdo con una nueva marca de futurismo basada en procedimientos nuevos. A Pammy, las torres le parecían algo provisional. Seguían siendo meros conceptos, no por su desmesurado volumen menos transitorios que cualquier distorsión rutinaria de la luz. Que las cosas aún parecieran más fugaces era algo concomitante con el hecho de que el espacio de las oficinas de Gestión del Duelo fuese continuo objeto de redistribución. Los operarios sellaban algunas zonas con nuevos tabiques, abrían otras zonas, cambiaban de sitio los archivadores, llevaban las sillas rodantes y las propias mesas de acá para allá. Era como si se les hubiera indicado que ajustasen la cantidad del mobiliario de acuerdo con ¡os niveles del trastorno nacional.

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