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Pammy compartía una zona tabicada con Ethan Segal, que era responsable de coordinación de actividades en las oficinas regionales. Debido a su cabello, que llevaba más bien largo, y a su repertorio de gestos anticuados, a su manera de vestir extravagante y desaseada, a un excesivo refinamiento del estilo, por tanto irónico, Pammy lo consideraba un individuo de corte semieduardiano. Hasta las señales que daba de hallarse en una más que mediana edad aparecían teñidas por una suerte de ornamentación risueña. El exceso de peso le prestaba cierta ligereza, como sucede con determinadas personas, y Ethan aprovechaba esa ilusoria levedad para dárselas de despreocupado e indiferente a la vez que caminaba, altivo en la conversación, cobarde en los juegos. Y sus histriónicos gestos de brazos abiertos, sus gestos anticuados, se tornaban tanto más teatrales y vacuos (intencionadamente) a medida que se colaban en su pose ciertas irregularidades. Con él vivía Jack Laws, aspirante a ir dando tumbos por la vida. Jack tenia un mechón de pelo completamente blanco que le asomaba por detrás, por el cuello de la camisa; por lo demás, su cabello era negro. El éxito que tenía con determinada clase de personas se basaba sobre todo en esa falla genética. Era la marca, la etiqueta, el sello, la firma, el emblema de algo misterioso.

– Adorable, inútil de Jack… -¿Qué pasa? Estoy trabajando. -Es pasmoso, es casi sobrenatural, de veras, el modo en que alguien se hace una idea, ese minúsculo anhelo de algo, tan humano, que entonces pasa a ser una forma de vida, la obsesión de la época. A mí me parece pasmoso, la verdad. Una persona como yo. Nutrida de realidades, de certezas, de las limitaciones de las cosas…

– Me confundí de torre. -Jack lo que querría es irse a vivir a Maine. -Pues lo que yo te diga, ¿sabes? ¿Por qué no? -Es la fuerza que mueve su vida, aunque sea de repente, caída del cielo, precisamente Maine, qué mundo, es todo lo que hay, y más si se tiene en cuenta que nunca ha estado allí.

– Pero es una buena palabra -dijo ella.

– Maine, no me digas.

– Maine, es lo que digo yo -dijo ella-. Quizás sea simple, Ethan, pero tiene algo, tiene fuerza. Se tiene la sensación de que es el meollo, una especie de meollo, el meollo moral.

– Si me lo dice una persona que elige las palabras, algo tendrá que significar.

– Claro que elijo las palabras, no te quepa duda.

– Entonces, a lo mejor Jack tiene algo que…

– Ethan, Jack siempre tiene algo. Sea lo que sea, Jack se apropia del sentido interno de la cosa en sí, de su centro mismo, de su corazón. Eso es algo que los dos sabemos de Jack.

– ¿Y yo qué hago? ¿Ir y venir de allá al trabajo? ¿En el día?

– A mí me gustaría estar allí ahora mismo -dijo ella-. Esta ciudad. Esta época del año…

– Julio, agosto.

– La ciudad de los chillidos.

– Así que piensas que algo tiene.

– Yo elijo las palabras.

– Piensas que ha escogido una buena.

– Jack nunca falla. Jack acierta siempre.

Del mismo modo que consideraba a Ethan una suerte de semieduardiano, consideraba su boca, aparte del resto de su persona, como algo alemán. Tenía unos labios autoritarios, una especie de natural mueca de desdén; en ocasiones, cuando poco le faltaba para babear al reírse, en las comisuras de los labios le asomaba salivilla. Ésas eran las cosas que Pammy relacionaba con las escenas del alto mando alemán en las películas sobre la segunda guerra mundial.

– A lo mejor vamos a echar un vistazo.

– ¿A echar un vistazo? ¿A qué? -Al terreno. A ver qué pinta tiene. Sólo a ver. Se lo está diciendo a todo el mundo. O Maine, o nada. Y no es cuestión de que yo vaya y vuelva en el día, por descontado que no. Pero sólo a echar un vistazo. Tres semanas, cuatro. Ya se le quitará la idea de la cabeza, ya volveremos. La vida volverá a ser como antes, el mismo rollo de siempre. -Maine.

– Tienes razón, ¿lo sabes? Qué lista eres, Pammy. Tiene una especie de fuerza tallada en cristal de roca. Irrompible. Igual que Connecticut. Me gusta oírlo.

– Maine.

– Dilo, dilo.

– Maine -dijo ella-. Maine.

Lyle vio su número en la pantalla de las llamadas. Se dirigió a una de las cabinas que se alineaban en la pared sur, para alcanzar el teléfono que le tendía un recepcionista.

– Compra cinco mil de Motors a sesenta y cinco.

– General Motors.

– Hay más detrás.

Colgó el teléfono y se dirigió al puesto 3. Un viejo amigo, McKechnie, atravesó la sala en perpendicular hacia él. Se cruzaron sin dar muestras de haberse reconocido. A lo largo de las horas siguientes y de forma esporádica, a medida que Lyle se desplazaba por diversos rincones del parqué, negociaba en el anexo del garaje, conversaba con clientes en su cabina, no dejó de pensar en algo que no se le había pasado por la cabeza desde muchos años antes. No atinó a recordar cuándo se le había ocurrido por primera vez esa sospecha. Obviamente, tuvo que haber sido muy pronto. Todo el mundo estaba al corriente de sus pensamientos, pero él no sabía nada de los pensamientos ajenos. Por el parqué, la gente se empezaba a desplazar más deprisa. Flotaba en el aire un potencial mixto, eléctrico, una sensación casi precipitada de deleite y de congoja. En la pantalla, un precio ocasional suscitaba un rumor entre los brokers, los especialistas, los recepcionistas. Lyle contemplaba los códigos de las acciones y las cifras inclinadas que pasaban por debajo, según iba escupiendo el ordenador. Delitos sexuales internos. Un bordado de violencia y rencor. Tales eran las vergüenzas de su adolescencia. Si todos los presentes supieran sus pensamientos en ese preciso instante, si ese mensaje cifrado y verdoso que se desplazaba sobre la pantalla representase las lecturas de Lyle Wynant, sólo le provocarían una clara humillación los despojos mentales, toda la basura innombrable, los cristales rotos, los trapos, el papel de sus mínimas, indefinibles manías. Las conversaciones que mantenía consigo mismo cuando viajaba por un túnel sujeto a una correa colgante del techo. Todos los patrones ceremoniales, las tareas domésticas del alma. Todo eso era mucho más revelador, según creía, que cualquier variación sobre el incesto rutinario. Aumentó el ruido en el parqué al aparecer Xerox en pantalla. Mensajeros -masculinos y femeninos- flirteaban en pleno tránsito de un lugar a otro. Los restos de papel se acumulaban. Probablemente, creer que todo el mundo sabe lo que uno está pensando no fuera un sentimiento insólito entre niños ya de cierta edad y entre adolescentes. Te pongo en el centro de las cosas, aunque de un modo pasivo y aterrador. «Lo saben, pero no lo muestran.» Cuando el ritmo aflojó un poco se acercó a la zona de fumadores, detrás del puesto 1. Allí estaba Frank McKechnie, fumando con avidez un cigarrillo.

– No estoy de humor.

– Yo tampoco.

– Es la decadencia total.

– ¿De qué me estás hablando? -dijo Lyle.

– Del mundo exterior.

– Ah, ¿todavía sigue ahí? Creí que lo habíamos negado con absoluta eficacia. Creí que ése era el resultado final.

– Yo voy por ahí y sólo veo máscaras mortuorias. Éste, el otro, el de más allá. Mi mujer ha empezado a hacerse pruebas. Le toman muestras de tejido de la axila. Mi hermano también está ahí fuera, con sus llamadas de teléfono. Estoy viendo visiones, Lyle.

– Pues no vayas a casa.

– Tengo entendido que la gente como tú tenéis algo que ver últimamente. -¿De qué se trata?

– El nuevo secreto de Zeltner. Tengo entendido que anda y que habla que no veas.

– Yo todavía no he ido por allí esta semana.

– El no va más. De morirse, tengo entendido. Ojalá pudieras verificarlo y asi me lo cuentas. Tengo que sobrevivir de alguna manera. No estoy de humor para lo que se cuece ahí fuera. Mañana va a hacerse más pruebas. Los putos médicos dicen que podría ser un cáncer.

– A ver si comemos juntos un día de éstos.

Pammy consideraba los ascensores del World Trade Center como «sitios». No sin cierto desdén morboso se preguntaba: «¿Cuándo llega este sitio a la planta 44?» O: «¿No es sólo cuestión de tiempo hasta el día en que este sitio se quede atascado y yo me quede dentro?» Los ascensores en principio debían ser recintos. Aquellos eran demasiado grandes, la verdad, para encajar en tal descripción. También contaban con distintas puertas para entrar y salir, lo cual sin duda era rasgo propio más de los sitios que de los ascensores.

Si los ascensores eran sitios, los vestíbulos eran «espacios». Tenía la sensación de que era necesario el empleo de términos abstractos ante tan tiránica grandeza. Cuatro veces al día se encontraba reducida, progresivamente jibarizada, al atravesar esa moqueta entre morada y azul. Espacios. Localizaciones indefinidas. Posiciones consideradas como sí algo las ocupase.

Desde las oficinas de Gestión del Duelo contempló la tierra ganada al mar, los muelles, las extremidades occidentales de las calles anónimas. Incluso desde tal altura detectaba la intensidad henchida, una fuerza lenta y sin rumbo fijo. Ascendía por el aire, las almas de los vivos.

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Lyle se afeitaba simétricamente, procediendo con un segmento de la mitad izquierda de la cara, luego con el segmento correspondiente de la mitad derecha. Tras cada una de las series izquierda-derecha, la espuma que le quedase la distribuía por igual.

Al cruzar las calles por la mañana, Pammy iba atenta a los coches que avanzaban a sus espaldas y que de pronto aparecían en su campo visual, obligándola a detenerse cuando giraban a uno u otro lado. La ciudad funcionaba según principios intimidatorios. Ella lo sabía y procuraba estar alerta, procuraba que no le invadiera el miedo al cruzar por delante de un parachoques que avanzaba en medio del denso tráfico peatonal.

El coche que doblaba hacia Liberty Street no la arrinconó. Inesperadamente, frenó cuando ella se disponía a cruzar. El conductor llevaba una mano en el volante, la izquierda, e iba sentado con gran parte de la espalda apoyada contra la puerta. Iba mirándola prácticamente de frente; ella avanzaba directamente hacia él. Vio por la ventanilla que llevaba las piernas bien separadas, con el pie izquierdo aparentemente en el freno.

Había posado la mano derecha en la entrepierna y se la frotaba. Ella tuvo una vaga conciencia de que otras dos o tres personas cruzaban la calle. El conductor la miró, luego se echó un vistazo a la mano. Tenía pinta de estar ajetreado, un tanto apresurado incluso. Ella se volvió y atravesó la calle por el centro, con la intención de cruzarla bien por detrás del coche. El hombre aceleró con rumbo este, hacia Broadway.

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