Encontró un bar especializado en cócteles y se acomodó en la barra. Era un lugar absurdamente sombrío, como si pretendiera fomentar toda clase de intimidades improvisadas, e incluso que dos perfectos desconocidos se metieran mano. Era algo que a veces ocurría en los aeropuertos, algo que daba a los viajeros la posibilidad de adquirir lo que restase de las comodidades tangibles antes de despedirse de la tierra firme. De un altavoz en alguna parte salía música de piano. Lyle se tomó dos copas, sin perder de vista el reloj. Cinco minutos antes de la hora de embarque salió a una cabina telefónica y marcó el número que le había dado Burks. Al hombre que contestó la llamada le dio su propio número a modo de identificación. Luego le facilitó la dirección de Marina, le dijo dónde estaba aparcado su coche, le proporcionó una descripción física de Luis (Ramírez) y una idea general del tipo de artefacto explosivo que tenía previsto montar. El hombre dijo a Lyle que no se moviera de ese teléfono. Que seguirían en contacto.
El 727 tomó tierra en el aeropuerto de Toronto. Dijo al de la aduana que iba a visitar a unos amigos, dos o tres días nada más. Alquiló un coche y condujo hacía el lago, decidido a pasar la noche en un motel llamado Green Acres. Comprobó la situación en uno de los mapas que había comprado, buscó en el callejero adjunto, topó con los nombres de Parkside, Bayview, Rosedale, Glenbrook, Forest Hill, Mt. Pleasant, Meadowbrook, Cedarcrest, Thornwood, Oakmount, Brookside, Beech-wood, Ferndale, Woodlawn, Freshmeadow, Crestwood, Pine Ridge, Wülowbrook y Greenbriar.
Por la mañana cogió el coche con rumbo suroeste, unos noventa kilómetros, hasta un sitio llamado Brantford. Dejó el coche en un aparcamiento y echó a caminar. El pueblo era poco menos que un clásico, tan naturalmente seguro en sus convenciones que, supuso, J. lo habría elegido al menos en parte por su (anti) dramático efecto. Otra de sus maniobras agridulces. A Lyle, imbuido como estaba en la psicología del sigilo, las calles limpias de Brantford, su población de blancos, de lengua inglesa, le pareció que adquirían una calidad sobrenatural, un solapamiento de la fantasía. Le resultaba todo más familiar que la calle de Nueva York en la que residía. Había hecho tan largo trayecto, había cruzado una frontera incluso, para hallar cosas que conocía de sobra a un nivel puramente colectivo. Temas comunes. Decencias de andar por casa. No se le escapó el chiste, aunque fuera a su costa más o menos, aunque ni si-¿quiera fuera un chiste con mucha gracia.
Cruzó una plaza espaciosa y aguardó ante el moderno ayuntamiento. Pasaban diez minutos de la hora fijada cuando vio una silueta a media manzana. Reconoció su manera de caminar, e¡ paso fluido; le resultó familiar el propio cuerpo que se desplazaba, su conjunto de líneas y filos identificativos. Pasaron sín embargo unos segundos hasta que cayó en la cuenta de quién era, quién avanzaba hacia él atravesando un grupo de niños que jugaban a algo, Rosemary Moore, meciéndose su falda a merced de la brisa. Pues claro, pensó. Ambigüedad, confusión, desinformación. Un proceso de aprendizaje. Técnicas, estrategias elaboradas.
Decidió ofrecer su más cálida sonrisa. La tomó de la mano. Le besó en la mejilla. Ella se apartó un rizo de la frente y le sugirió un sitio donde almorzar.
– Los dos solos.
– SÍ te parece bien.
– Claro, por supuesto, cómo no.
Caminaron por una cuesta hasta un restaurante llamado Iron Horse, un almacén ferroviario remodelado. Estaba oscuro. En la mesa contigua, cuatro hombres discutían pormenores sobre un cargamento de yeso. Hablaban la lengua llana de las culturas industriales, un tono desinflado, sin modulaciones, clavado en un plano único, rancio. Rosemary se quitó por fin las gafas de sol indicando a Lyle que se acercase a ella, mirándolo con intensidad.
– ¿De veras eres tú?
– De veras lo soy.
– Llámame Lyle. Tratémonos por el nombre de pila.
– Dejé mi trabajo.
– Dejaste tu trabajo.
– Algo tendré que encontrar, me temo.
– A la caza de un empleo.
– Tengo que ver.
– En busca de trabajo -dijo él.
– Me gustaría encontrar esta vez algo más interesante que sentarme en una mesa.
– Vuela, vuelve a la aviación comercial.
– Aquello fue horrendo. Atender a la gente. Lo odiaba.
Así siguió la cosa durante un par de copas. Él hablaba y escuchaba a un nivel determinado, observaba desde otro. Curiosa monotonía inquietante. El alcohol, la luz tenue. Los sonidos invariables que llegaban de la mesa de al lado, cargamentos y capacidades. La camarera que llegaba desde lugares embolsados y oscuros en el suelo, toda piernas, toda cono y toda culo. El contexto superficial, un paisaje inexplicablemente familiar, la cordura de una tarde en limpio.
– J. quiere saber si tuviste problemas con la parte monetaria.
– No -dijo é¡-. Pero dile que estoy francamente decepcionado. Díselo a J.
– Es pura precaución. No podía estar seguro al cien por cien.
– ¿Te doy a ti la pasta?
– Si te parece bien.
– ¿Puedo llamarle al menos?
– Ya no se le encuentra en ese número, sino en otro distinto.
– Tómate otra copa -dijo él.
– No debería.
– Bueno, si le dices que te la prepare suavecita…
– Entiendo que estarás con J. por tiempo indefinido.
– No lo sé. Aún tengo mi piso, aún me quedan dos meses como poco. Quizás me ponga a buscar trabajo. Tengo que ver.
– ¿Podré conversar con él? Me dijo que ya hablaríamos.
– Son promesas suyas.
– ¿Quiere que me quede por los alrededores?
– Dijo que no te vuelvas de inmediato.
– Así que me llamará.
– Se supone que has de darme un número.
– Aún tengo que encontrar un motel. ¿Qué pasa, te vienes conmigo?
– De acuerdo -dijo ella.
– ¿Te ha dicho él que lo hagas?
– ¿Qué más dará?
– Llámame por mi nombre.
– Tienes que darme el teléfono.
– ¿No te dijo que me lo propusieras, que me comentaras lo de irte conmigo a un motel?
– Dijo que me dieras un número, que le dieras un número donde te pueda localizar.
– ¿Dónde está? ¿Cerca?
Ella asintió. Fumaron un rato en silencio y luego pidieron algo de comer. El sitio se había quedado vacío cuando terminaron de almorzar.
– Así que interpreto que estarás con él un tiempo.
– Supongo. Más o menos.
– Me impresionas. Estoy impresionado.
– ¿Por qué?
– Una copa más -dijo él.
– Puede que una.
– Así que se compra una nueva identidad, ¿es eso?
– Conoce a alguien que le puede conseguir lo que necesite.
– ¿Qué más?
– Practica el ir por la vida con un aspecto diferente.
– ¿Cómo practica eso del aspecto diferente?
– Frente a un espejo -dijo ella.
– Me encanta.
– Estira la boca. Lo hace de tal modo que últimamente se pone espantoso. Es muy macabro si te lo cruzas de repente.
– Ejercicios de estiramiento.
– Luego quiere arreglarse el mentón.
Transitaron en coche media hora antes de encontrar un motel. Él verificó el mapa de carreteras, sin saber dónde estaba. Rosemary se sentó en una esquina de la cama, con el bolso en el regazo. Él extendió el mapa sobre un aparador pequeño, de espaldas a ella. Se fue quitando la camisa mientras intentaba recorrer con el dedo la ruta que habían tomado.
– ¿Cuándo tienes que estar de vuelta?
– Cuando sea.
– ¿Dónde… donde nos encontramos?
– Allí mismo está bien.
– Anota el número de teléfono, ya que estamos. Quiero tener la certeza de recibir noticias suyas. Díselo a J. Me sentí decepcionado. Pero mientras reciba noticias pronto, todo irá sobre ruedas. El dinero está en una billetera de cuero negro, en mi chaqueta. ¿Por qué no cuentas tres mil quinientos mientras termino con esto? Dile a J. que un día o dos. Dos a lo sumo. Porque no sé qué pasará después.
A la postre se volvió hacia ella a la vez que se despojaba del resto de la ropa. Se vio al otro lado de la habitación, entró y salió de su campo visual en el espejo " que había sobre el aparador. El tenue colorido. El cabello de tonalidad arenosa. Los espacios en su mirada. Era un cuerpo de longitud sin esfuerzo, proporcionado, libre de hinchazones y hundimientos. Perfecto, entendía la precisión de sus movimientos, incluso al tirar de un calcetín. Y la satisfacción de los contornos moderados. De la medianía. Un pecho y unas extremidades sin vello. Interesante esa desafección formal. La distancia que había perfeccionado. Lo veía con toda claridad, las manos, la actitud, la onda mediana de cabello crespo, los ojos grises, a la sazón fijos en sí mismos.
Ella entró en el cuarto de baño a desnudarse.
Le gustaban los moteles, su aspecto nada comprometedor, la inexpresiva autonomía que proporcionaban, una exención de algún vago imperativo, quizás la necesidad de verificar el estatus propio.
Cuando salió del cuarto de baño diez minutos después, Rosemary llevaba un falo de plástico sujeto al cuerpo.
Un perro olisqueaba riquezas ocultas a la vez que daba vueltas por un trozo de hierba, una y otra vez, asegurándose, cerciorándose del lugar. Las gaviotas eran de susto, tan grandes a esa distancia, cuando se posaban sobre las montoneras de basura y batían las alas. Ella las vio salir volando cuando un segundo coche de policía se detuvo ante el basurero. Los círculos que trazaba el perro se hicieron cada vez más pequeños, más apremiantes. Estaba a punto de dar con lo que buscaba, el morro pegado al suelo, algo enloquecido de contento antes de hallarlo. Ella se posicionó en un lugar en el que el cuerpo de Jack quedaba oculto de la vista por las excavadoras que de costumbre aplanaban los montones. De las zonas chamuscadas salía el humo a ratos. Un olor acre. Se posicionó. Había elegido el sitio con esmero. El perro, un animal alargado y gris, se largó con una mazorca en la boca.
Las gaviotas se plantaron sobre la basura, cuerpos ocasionalmente extendidos, batiendo las alas. Había latas de Ajax y de sopa Campbell. De Maxwell House, de Pepsi-Cola, de ketchup Heinz, de Budweiser. Odiaba el modo de caminar de las gaviotas. En tierra eran feísimas, sobre todo tan cerca, con el pecho henchido, rechonchas. Basura quemada. Escocía, amarga, cáustica.
Jack estaba sentado con las piernas cruzadas. Lo supo desde el primer vistazo. Ese tocón era Jack. Mientras aún estaba en el coche echó otro vistazo que tal vez duró dos segundos. Tenía la cabeza inclinada sobre el pecho, negra, amustiada de mala manera. No hubiera sabido que se trataba de Jack de no ser por la nota que dejó, diciéndoles dónde estaba, avisándoles de que estuvieran preparados. Tras ese segundo vistazo tuvo la diligencia de interponer un objeto de grandes dimensiones entre el cuerpo de Jack y ella. Primero el coche, ahora la excavadora. Estaba encogido, descolorido, quemado por entero, hasta los músculos, los tendones, los nervios, los vasos sanguíneos, los huesos. Tenía los brazos delante, las manos cruzadas más o menos en el mismo punto que los tobillos. Había parecido algo ceremonial, el resultado de una indagación a fondo por su parte. Ella desde luego lo pensó. Pensó en cincuenta cosas distintas, revueltas todas, unas con otras, retazos fotográficos. Recordó haberse preguntado si tuvo que poner de su parte una gran fuerza de voluntad para mantener el cuerpo en esa posición durante el tiempo que tardó el fuego en negar toda semejanza de elección consciente. Las gaviotas batían las alas, graznaban.