– ¡No te acerques!
Harvey avanzó hacia ella, sonriente.
– Voy a arrancarte esos vaqueros tan ajustados que llevas y a echar un vistazo a lo que hay debajo.
Jeannie recordó a Mish diciendo que los violadores disfrutan con el miedo de las víctimas.
– No me asustas -afirmó, tratando de que su voz sonara tranquila. «Pero si me tocas, juro que te mataré.»
Harvey actuó con aterradora rapidez. La cogió como un rayo, la levantó en vilo y la arrojó contra el suelo.
Sonó el teléfono.
Jeannie gritó:
– ¡Socorro! ¡Señor Oliver! ¡Socorro!
Harvey cogió el paño de encima del mostrador de la cocina y se lo metió sin contemplaciones en la boca, magullándole los labios. Amordazada, Jeannie empezó a toser. Harvey le sujetó las muñecas para impedirle quitarse el paño de la boca. Ella intentó expulsarlo con la lengua, pero no podía, era demasiado grande. ¿Habría oído el señor Oliver su grito? Era viejo y solía tener muy alto el volumen del televisor.
El teléfono seguía repicando.
Harvey enganchó la mano en la cintura del vaquero. Jeannie se retorció para zafarse. Él le sacudió un bofetón con tal violencia que le hizo ver las estrellas. Mientras Jeannie permanecía aturdida, Harvey le soltó las muñecas y le quitó los pantalones y las bragas.
– ¡Joder, que peludo! -ponderó.
Jeannie se quitó el paño de cocina de la boca y chilló:
– ¡Socorro, ayúdenme, socorro!
Harvey le tapó la boca con su manaza, sofocando los gritos, y se dejó caer sobre ella. Jeannie se quedó sin aliento. Durante unos segundos estuvo impotente, bregando por aspirar algo de aire. Los nudillos de Harvey le hicieron daño en los muslos mientras la mano del violador forcejeaba torpemente con la bragueta. El empezó luego a removerse encima de ella, a la búsqueda de la vía de acceso. Jeannie se contorsionó a la desesperada, intentando zafarse, pero él pesaba demasiado.
El teléfono continuaba sonando. Y entonces se le unió también el timbre de la puerta de la calle. Harvey no se detuvo.
Jeannie abrió la boca. Los dedos de Harvey se deslizaron entre sus dientes. La muchacha mordió con fuerza, con toda la fuerza que pudo, mientras se decía que no le importaría romperse los dientes sobre los huesos del agresor. Una ráfaga de sangre cálida chorreó en su boca y oyó a Harvey soltar un alarido de dolor a la vez que retiraba la mano.
El timbre de la puerta volvió a sonar, prolongada e insistentemente.
Jeannie escupió la sangre de Harvey y gritó de nuevo:
– ¡Socorro! -a pleno pulmón-. ¡Socorro, socorro, socorro! ¡Qué alguien me ayude!
Escaleras abajo resonó un golpe estruendoso, seguido de otro y, a continuación, el chasquido de madera que se astilla.
Harvey se puso en pie y se agarró la mano herida.
Jeannie rodó sobre sí misma, se levantó y retrocedió tres pasos, apartándose de él.
Se abrió de golpe la puerta del apartamento. Harvey giró en redondo, quedando de espaldas a Jeannie.
Steve irrumpió en la estancia.
Steve y Harvey se quedaron mirándose el uno al otro, durante un congelado instante de estupefacción. Eran exactamente iguales. ¿Qué ocurriría si se enzarzasen en una pelea? Tenían el mismo peso, estatura, fortaleza y perfección física. Un combate entre ellos podía durar eternamente.
Movida por un impulso instintivo, Jeannie cogió la sartén con ambas manos. Imaginó que se disponía a aplicar un pelotazo cruzado con su famoso revés a dos manos, apoyó todo el peso del cuerpo en la pierna adelantada, coordinó las muñecas y volteó en el aire, con todas sus fuerzas, la pesada sartén.
Alcanzó a Harvey en la parte posterior de la cabeza, en la coronilla.
El golpe produjo un ruido sordo, repulsivo. A Harvey parecieron reblandecérsele las piernas. Cayó de rodillas, balanceante. Como si se precipitara hacia la red para coronar la jugada con una volea, Jeannie levantó la sartén al máximo, enarbolada en la mano derecha, y la abatió violentamente sobre la cabeza de Harvey. Este puso los ojos en blanco, se desplomó de bruces y se estrelló contra el piso.
– Vaya -dijo Steve-, me alegro de que no te equivocaras de gemelo.
Jeannie empezó a temblar. Dejó caer la sartén y se sentó en un taburete de la cocina. Steve la rodeó con sus brazos.
– Se acabó -dijo.
– No, no se ha acabado -replicó ella-. No ha hecho más que empezar.
El teléfono aún seguía sonando.
– Lo dejaste fuera de combate «comentó Steve» ¿Quién es ese cabrón?
– Harvey Jones- respondió Jeannie -Hijo de Berrington Jones.
Steve se quedó de piedra.
– ¿Berrington crió a uno de los ocho clones como hijo suyo? Vaya, que me aspen.
Jeannie contempló la inconsciente figura tendida en el suelo.
– ¿Qué vamos a hacer ahora?
– Para empezar, ¿por qué no contestas el teléfono?
Automáticamente, Jeannie descolgó. Era Lisa.
– Casi me ocurrió a mí también lo que a ti- dijo Jeannie sin preámbulos.
– ¡Oh no!
– El mismo individuo.
– ¡No puedo creerlo? ¿Me dejo caer por tu casa ahora?
– Gracias, me gustaría.
Jeannie colgó. Le dolía todo el cuerpo a causa del impacto cuando Harvey la lanzó contra el suelo y le escocía la boca en los puntos donde le había rozado el paño metido a la fuerza. Aún tenía el sabor de la sangre de Harvey. Llenó un vaso de agua, se enjuagó la boca y lo escupió en el fregadero.
– Estamos en un punto muy peligroso, Steve, La gente con la que nos enfrentamos tiene amigos muy influyentes.
– Ya lo sé.
– Es posible que intenten matarnos.
– A mí me lo dices.
La idea hizo que a Jeannie le costara trabajo pensar. Se dijo que no debía permitir que el miedo la paralizase.
– ¿Crees que si prometo no contar a nadie lo que sé, tal vez me dejen en paz?
Steve reflexionó un instante y luego propuso:
– No, no lo creo.
– Ni yo tampoco. Así que no tengo más opción que luchar.
Sonaron pasos en la escalera y el señor Oliver asomó la cabeza por el hueco de la puerta.
– ¿Qué infiernos ha pasado aquí? -preguntó. Sus ojos fueron del inconsciente Harvey tendido en el suelo a Steve, para volver otra vez a Harvey-. Vaya, esta sí que es buena.
Steve recogió los Levi's negros y se los tendió a Jeannie, que se embutió en ellos rápidamente, para cubrir sus desnudeces. Si el señor Oliver se dio cuenta, era demasiado discreto para hacer el menor comentario. Señaló a Harvey y dijo:
– Este debe de ser el sujeto de Filadelfia. No me extraña que pensaras que era tu novio. ¡Tienen que ser gemelos!
– Voy a atarle antes de que vuelva en sí -dijo Steve-. ¿Tienes una cuerda a mano, Jeannie?
– Yo tengo cordón eléctrico -ofreció el señor Oliver-. Traeré mi caja de herramientas. Salió del cuarto.
Jeannie abrazó a Steve agradecidamente. Tenía la sensación de que acababa de despertarse de una pesadilla.
– Creí que eras tú -manifestó-. Fue como ayer, pero esta vez no me volví paranoica, esta vez era verdad.
– Dijimos que estableceríamos una clave secreta, pero luego no volvimos a hablar del asunto.
– Podemos hacerlo ahora. Cuando me abordaste en la pista de tenis el domingo pasado dijiste: «Yo también juego un poco al tenis».
– Y tú, como eres así de modesta, respondiste: «Si sólo juegas un poco al tenis, lo más probable es que no estés en mi división».
– Ese es el código. Si uno pronuncia la primera frase, el otro tiene que contestar con el resto del diálogo.
– Hecho.
Regresó el señor Oliver con la caja de herramientas. Dio media vuelta a Harvey y procedió a maniatarle por delante, con las palmas una contra otra, pero dejando sueltos los meñiques.
– ¿Por qué no le ata las manos a la espalda? -quiso saber Steve.
El señor Oliver pareció un poco vergonzoso.
– Si me disculpa por mencionarlo, le diré que así podrá sostenerse la pilila cuando tenga que hacer pis. Lo aprendí en Europa, durante la guerra. -Empezó a ligar los pies de Harvey-. Este bigardo no causara más problemas. Y ahora, ¿qué piensan hacer respecto a la puerta de la calle?
Jeannie miró a Steve.
– La dejé bastante destrozada -confesó éste.
– Lo mejor será llamar a un carpintero -sugirió Jeannie.
– Tengo algo de madera en el patio -dijo el señor Oliver-. La remendaré lo suficiente como para que podamos dejarla cerrada esta noche. Mañana buscaremos a alguien que haga un buen trabajo con ella.
Jeannie se sintió profundamente agradecida.
– Gracias, muchas gracias, es usted muy amable.
– Ni lo menciones. Esto es lo más interesante que me ha sucedido desde la Segunda Guerra Mundial.
– Le ayudaré -se brindó Steve.
El señor Oliver denegó con la cabeza.
– Vosotros dos tenéis un montón de cosas de las que discutir, ya lo veo. Como, por ejemplo, si llamáis o no a la policía para que se haga cargo de este fulano que tenéis amarrado encima de la alfombra.
Sin esperar respuesta, cogió su caja de herramientas y se fue escaleras abajo.
Jeannie puso en orden sus pensamientos.
– Mañana se venderá la Genético por ciento ochenta millones de dólares y Proust emprenderá la ruta presidencial. Mientras tanto, estoy sin empleo y con mi reputación por los suelos. Nunca volveré a realizar ninguna tarea científica. Pero con lo que sé podría darle la vuelta a ambas situaciones.
– ¿Cómo harías tal cosa?
– Bueno… Podría publicar en la prensa un comunicado en el que explicara el asunto de los experimentos.
– ¿No necesitarías alguna clase de prueba?
– Harvey y tú juntos constituiríais una prueba bastante espectacular. Sobre todo si consiguiera que aparecieseis juntos en televisión.
– Sí… en Sesenta Minutos o algún programa por el estilo. Me gusta la idea. -Volvió a poner cara larga-. Pero Harvey no colaborará.
– Pueden filmarlo atado. Luego llamamos a la policía y también pueden filmar eso.
Steve asintió.
– Lo malo es que tú probablemente tengas que actuar antes de que la Landsmann y la Genético concluyan la operación de compraventa. Una vez tuvieran el dinero estarían en condiciones de eliminar cualquier publicidad negativa que pudiésemos generar. Y su conferencia de prensa será mañana por la mañana, según el The Wall Street Journal.
– Tal vez deberíamos celebrar nuestra propia conferencia de prensa.
Steve chasqueó los dedos.
– ¡Ya lo tengo! Nos colaremos en su conferencia de prensa.