Jeannie se despertó en la reducida sala de estar de paredes blancas, acostada encima del negro sofá, en brazos de Steve, y vestida sólo con el albornoz de tela de rizo color rosa fucsia.
«¿Cómo llegué aquí?»
Se habían pasado la mitad de la noche ensayando con vistas a la audiencia. A Jeannie el corazón le dio un vuelco en el pecho: su destino iba a decidirse aquella mañana.
«Pero ¿cómo es que estoy aquí recostada en su regazo?»
Hacia las tres había bostezado y cerrado los ojos un momento.
«¿Y entonces?…»
Debió de quedarse dormida.
Y en algún instante Steve fue al dormitorio, cogió de la cama la colcha de rayas azules y rojas y la había arropado con ella, puesto que Jeannie se encontraba abrigada bajo la prenda.
Pero Steve no podía ser responsable del modo en que ella estaba tendida, con la cabeza sobre el muslo del chico y el brazo alrededor de su cintura. Sin duda lo hizo durante el sueño. Resultaba un poco embarazoso, con la cara pegada a la entrepierna. Se preguntó qué pensaría Steve de ella. Su conducta había sido bastante excéntrica, por no decir otra cosa. Desnudarse ante sus ojos y luego quedarse dormida encima de él; se estaba comportando como lo haría con un amante con el que llevase conviviendo mucho tiempo.
«Bueno, tengo una excusa para actuar de un modo tan alucinante: he tenido una semana alucinante.»
Se había visto maltratada por el patrullero McHenty, robada por su padre, acusada por el New York Times , amenazada con un cuchillo por Dennis Pinker, despedida por los mandamases de la universidad y agredida en su propio coche. Se sentía dañada.
Le dolía un poco el rostro en la zona donde recibió el puñetazo el día anterior, pero las heridas no eran meramente físicas. El ataque había magullado también su psique. Al recordar el forcejeo en el Mercedes, la cólera volvió a su ánimo y deseo poder echarle las manos al cuello a aquel individuo. Incluso mientras recordaba la escena, sintió como en sordina un zumbido de infelicidad, como si su vida tuviese menos valor a causa de aquel ataque.
Era sorprendente que aún pudiese confiar en algún hombre; asombroso que pudiera quedarse dormida en un sofá con un chico que tenía exactamente el mismo aspecto físico que uno de sus agresores. Pero ahora podía estar incluso más segura de Steve. Ningún otro hubiera pasado la noche así, a solas con una muchacha, sin tratar de forzarla.
Jeannie frunció el entrecejo. Steve había hecho algo durante la noche, ella lo recordaba de un modo ambiguo, un detalle bonito. Sí: era el recuerdo entre sueños de una mano grande que le acariciaba el pelo rítmicamente; le parecía que durante bastante tiempo, mientras ella dormía, tan a gusto como un gato mimado.
Sonrió, se removió y Steve preguntó al instante:
– ¿Estás despierta?
Jeannie bostezo y se estiró.
– Lo siento, me quedé dormida encima de ti. ¿Te encuentras bien?
– Alrededor de las tres de la madrugada la circulación sanguínea de mi pierna izquierda se interrumpió, pero me acostumbre enseguida y ya está.
Jeannie se incorporó para mirarle la cara. Tenía la ropa arrugada, el pelo desgreñado y le había crecido un poco de barba rubia, pero daba la impresión de encontrarse lo bastante en forma como para comer.
– ¿Dormiste algo?
Steve dijo que no con la cabeza.
– Disfrutaba demasiado contemplándote.
– No me digas que ronco.
– No, no roncas. Se te escapa un poco de saliva, nada más.
Se tocó ligeramente una manchita de humedad de la pernera.
– ¡Oh, que rabia! -Jeannie se levantó. Su mirada fue a detenerse en la esfera del reloj azul que colgaba de la pared: las ocho y media, puntualizó alarmada-: No nos queda mucho tiempo. La audiencia empieza a las diez.
– Dúchate mientras preparo un poco de café -se brindó Steve, magnánimo.
Jeannie se le quedó mirando. Era un chico irreal.
– ¿Te ha traído Santa Claus?
Steve se echó a reír.
– De acuerdo con tu teoría, he salido de una probeta. -Su expresión se tornó solemne de nuevo-. Quién sabe, que diablos.
El talante de Jeannie se oscureció, a tono con el de Steve. La mujer entró en el baño, dejó caer el albornoz en el suelo y se metió en la ducha. Mientras se lavaba la cabeza, empezó a amargarse pensando en la dura lucha que había mantenido a lo largo de los últimos diez años: el esfuerzo para conseguir las becas; los intensivos entrenamientos tenísticos combinados con las largas horas desgastándose los codos sobre los libros; el director de su tesis doctoral, desagradablemente quisquilloso. Había trabajado como un robot para llegar a donde había llegado, todo porque quería ser una científica y ayudar a la raza humana a entenderse mejor a sí misma. Y ahora Berrington Jones estaba a punto de arrojárselo todo por la borda.
La ducha consiguió que se sintiera mejor. Cuando se frotaba el pelo con una toalla, sonó el teléfono. Cogió el supletorio que tenía junto a la cama.
– ¿Sí?
– Soy Patty, Jeannie.
– ¡Hola, hermanita! ¿Qué hay?
– Se ha presentado papá.
Jeannie se sentó en la cama.
– ¿Cómo está?
– Sin un centavo, pero sano.
– Acudió primero a mí -dijo Jeannie-. Llegó el lunes. El martes tuvimos un pequeño altercado, porque no le hice la cena. El miércoles se largó, con mi ordenador, mi televisor y mi estero. Ya se debe de haber fundido o jugado el dinero que le dieran por ello.
Patty dejó escapar un grito sofocado.
– ¡Oh, Jeannie, eso es terrible!
– Sí, no es justo. Así que pon bajo llave lo que tengas de valor.
– ¡Robar a su propia familia! ¡Oh, Dios, si Zip se entera, lo pondrá de patitas en la calle!
– Patty, tengo problemas todavía más graves. Hoy me han despedido del trabajo.
– ¿Por qué, Jeannie?
– No tengo tiempo de contártelo ahora, pero te llamaré más tarde.
– De acuerdo.
– ¿Has hablado con mamá?
– A diario.
– Ah, estupendo, eso hace que me sienta mejor. Yo hablé con ella una vez, pero cuando volví a llamarla me dijeron que estaba almorzando.
– La gente que contesta al teléfono allí es realmente poco servicial. Hemos de sacar a mamá de esa residencia cuanto antes.
«Si me despiden definitivamente hoy, se va a pasar allí una larga temporada.»
– Hablaré con ella después.
– ¡Buena suerte!
Jeannie colgó. Observó que tenía una humeante taza de café en la mesilla de noche. Meneó la cabeza, sorprendida. No era más que una taza de café, pero la dejaba atónita el modo en que Steve adivinó que le hacía falta. Ser atento y complaciente era natural en él. Y no quería nada a cambio. Según la experiencia de Jeannie, en las contadas ocasiones en que un hombre ponía las necesidades de una mujer por delante de las suyas, esperaba que ella actuase durante un mes como una geisha en señal de agradecimiento.
Steve era distinto. «Si hubiese conocido la existencia de esta versión de hombres, habría encargado uno hace años.»
Ella lo había hecho todo sola, a lo largo de su vida adulta. Su padre nunca estaba a mano para ayudarla. Mamá siempre había sido fuerte, pero al final su fortaleza se había convertido en un problema casi tan difícil como la debilidad de papá. La madre tenía planes para Jeannie y bajo ninguna circunstancia deseaba renunciar a ellos. Deseaba que Jeannie fuese peluquera. Hasta le consiguió un empleo, quince días antes de que Jeannie cumpliera los dieciséis años, un trabajo consistente en lavar cabezas y barrer el suelo del Salón Alexis, de Adams-Morgan. La aspiración de Jeannie de alcanzar el doctorado en ciencias le resultaba a la madre absolutamente incomprensible. «¡Podrías ser una estilista de primera antes de que las demás chicas logren la licenciatura!», había dicho mamá. Jamás pudo entender por qué Jeannie cogió una rabieta y se negó a echar siquiera una mirada al salón.
Hoy no estaba sola. Contaba con el apoyo de Steve. No importaba que el chico careciese del título precisó: un abogado estrella de Washington no era obligatoriamente la mejor opción para impresionar a cinco profesores. Lo importante era que estaría allí.
Se puso el albornoz y le llamó:
– ¿Quieres ducharte?
– Desde luego. -Entró en el dormitorio-. Lástima no haberme traído una camisa limpia.
– Yo no tengo camisas de hombre… Un momento, claro que sí.
Se acordó de la abotonada blanca Ralph Lauren que le prestaron a Lisa a raíz del incendio. Pertenecía a alguien del departamento de Matemáticas. Jeannie la había enviado a la lavandería y ahora estaba en el armario, envuelta en celofán. Se la pasó a Steve.
– Es de mi talla, diecisiete treinta y seis -dijo Steve-. Perfecto.
– No me preguntes de dónde ha salido, es una larga historia -comentó Jeannie-. Creo que también debo de tener por aquí una corbata. -Abrió un cajón y sacó la corbata de seda azul con pintas que a veces se ponía con una blusa blanca, con el fin de dar a su aspecto un díscolo toque masculino-. Aquí está.
– Gracias.
Steve pasó al diminuto cuarto de baño.
Jeannie experimentó un ramalazo de desencanto. Había esperado con cierta ilusión verle quitarse la camisa. Hombres, pensó; los enclencuchos se quedan en pelotas sin que se lo insinúen siquiera; los tíos cachas son tímidos como monjas.
– ¿Me prestas la maquinilla de afeitar? -voceó Steve.
– Claro, como si estuvieras en tu casa.
«Comunicado interior: Dale al sexo con este mozo antes de que se pase y se convierta en un hermano para ti.»
Buscó su mejor traje chaqueta, el negro, para ponérselo aquella mañana, y se acordó entonces de que el día anterior lo había tirado a la basura. «Maldita estúpida», murmuró para sí. Probablemente podría recuperarlo sin problemas, pero estaría arrugado y manchado. Tenía una estilizada chaqueta azul eléctrico; se la pondría con una camiseta blanca, de manga corta, y unos pantalones negros. Era un conjunto algo más llamativo de la cuenta, pero serviría.
Se sentó frente al espejo y procedió a maquillarse. Steve salió del cuarto de baño, completa y elegantemente convencional con la camisa y la corbata.
– En el congelador hay bollos de canela -indicó Jeannie-. Si tienes hambre, puedes descongelarlos en el microondas.
– Fantástico -acogió Steve-. ¿Tú, quieres algo?
– Estoy demasiado tensa para comer. Aunque no le haría ascos a otra taza de café.
Steve le llevó el café cuando Jeannie terminaba de maquillarse.