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Berrington se petrificó en el acto de ponerse la corbata rayada.

Jane continuó:

– ¿Se supone que soy tan ingenua como para pensar que me viste en el otro extremo de la cafetería de estudiantes y te sentiste hechizado por mi magnetismo sexual? -Le sonrió tristemente-. No tengo el menor magnetismo sexual, Berry, al menos para alguien tan superficial como tú. Por fuerza debías de tener un motivo ulterior y tardé apenas cinco segundos en imaginar que podía ser.

Berrington se sentía como un imbécil. No sabía qué decir.

– Ahora bien, en tu caso, tu sí que tienes magnetismo sexual. Rayos. Tienes encanto y un hermoso cuerpo, sabes vestir y hueles bien. Y, por encima de todo, cualquiera se da cuenta a primera vista que realmente te gustan las mujeres. Puedes manipularlas y explotarlas, pero también las adoras. Eres el perfecto plan para una noche y gracias. Como remate de sus palabras, Jane cubrió con la sabana su cuerpo desnudo, se dio media vuelta y, tendida de costado, cerró los ojos.

Berrington acabó de vestirse con toda la rapidez que pudo.

Antes de marcharse, se sentó en el borde de la cama. Jane abrió los ojos. Berrington le preguntó:

– ¿Me apoyarás mañana?

Ella se incorporo y, sentada, le besó amorosamente.

– Antes de tomar una decisión tendré que escuchar las declaraciones y la exposición de pruebas -dijo.

Berrington apretó los dientes.

– Es terriblemente importante para mí, mucho más de lo que te figuras.

Jane asintió comprensivamente, pero su respuesta fue implacable: -Sospecho que también es muy importante para Jeannie Ferrami.

Él le oprimió el seno izquierdo, suave y firme.

– Pero ¿quién es más importante para ti… Jeannie o yo?

– Sé lo que es ser una joven profesora en una universidad dominada por los hombres. Se trata de algo que nunca olvidaré.

– ¡Mierda! -Berrington retiró la mano.

– Podrías pasar aquí la noche, ya sabes. Luego lo repetiríamos por la mañana.

Berrington se levantó.

– Tengo demasiadas cosas en la cabeza.

Jane cerró los ojos.

– Demasiado malo.

Berrington se marchó.

Tenía aparcado el coche en el camino de entrada a la casa de Jane, a continuación del Jaguar de la mujer. El Jaguar debió ponerme sobre aviso, pensó Berrington; es un síntoma de que Jane es mucho más de lo que uno ve a simple vista. Le había utilizado, pero lo disfrutó. Se preguntó si a veces las mujeres experimentaban lo mismo después de que él las hubiese seducido.

Mientras conducía rumbo a su domicilio pensó, sin tenerlas todas consigo, en la audiencia del día siguiente. Tenía de su parte a los cuatro miembros masculinos de la comisión, pero había fracasado en su objetivo de arrancarle a Jane la promesa de que le respaldaría. ¿Había alguna otra cosa que él pudiera hacer? En aquella fase tan avanzada parecía que no.

Al llegar a casa se encontró un mensaje de Jim Proust en el contestador automático. Por favor, más malas noticias, no, pensó. Se sentó ante el escritorio del estudio y llamó a Jim a su casa.

– Aquí, Berry.

– Lo del FBI se ha jodido -anuncio Jim de buenas a primeras.

La moral de Berrington se hundió todavía más.

– Cuéntame.

– Se les dijo que cancelaran la búsqueda, pero la orden no llegó a tiempo.

– ¡Maldición!

– Se le envió el resultado por correo electrónico.

El miedo se adueñó de Berrington.

– ¿Quién figuraba en esa lista?

– No lo sé. La oficina no hizo copia.

Aquello era intolerable.

– ¡Tenemos que saberlo!

– Tal vez tú puedas averiguarlo. Es posible que esa lista se encuentre en su despacho.

– Se le cerró la puerta a cal y canto. -Una idea cargada de esperanza se encendió de pronto en el cerebro de Berrington-. Es posible que no haya recogido su correo.

Su moral recibió un leve impulso ascendente.

– ¿Puedes hacerlo?

– Pues claro. -Berrington consultó su Rolex de oro-. Iré a la universidad ahora mismo.

– Llámame en cuanto sepas algo.

– Apuesta a que sí.

Volvió a subir a su coche y se dirigió a la Universidad Jones Falls. El campus estaba desierto y sumido en la oscuridad. Aparcó delante la Loquería y entró en el edificio. Introducirse sigilosamente en el despacho de Jeannie le resultó aquella segunda vez mucho menos embarazoso. Qué diablos, había demasiado en juego para preocuparse de su dignidad.

Encendió el ordenador y accedió al correo electrónico. Había una misiva. «Por favor, Dios santo, permite que sea la lista del FBI.» Transfirió el mensaje. Comprobó con desilusión que se trataba de otro recado, una nota de su amigo de la Universidad de Minnesota:

¿Recibiste mi correo electrónico de ayer? Estaré mañana en Baltimore y me encantaría de verdad volver a verte, aunque sólo fuera unos minutos. Llámame, haz el favor. Besos, Will.

Jeannie no había recibido aquel mensaje del día anterior, porque Berrington lo había descargado y luego lo borró. Tampoco iba a recibir este. Pero ¿dónde estaba la lista del FBI? Debía de haberla descargado ayer por la mañana, antes de que la seguridad la hubiese dejado fuera de su despacho.

¿Dónde la había grabado? Berrington registró el disco duro, buscando documentos con las palabras «FBI», «F.B.I», con puntos, y «Oficina Federal de Investigación». No encontró nada. Echó un minucioso vistazo a la caja de disquetes que Jeannie guardaba en un cajón, pero sólo contenía copias de seguridad de documentos del ordenador.

– Esta mujer guarda copias de seguridad hasta de su maldita lista de la compra -susurró Berrington.

Utilizó el teléfono de Jeannie para llamar de nuevo a Jim.

– Nada -resumió bruscamente.

– ¡Tenemos que saber quién figura en esa lista! -rugió Jim.

Berrington comentó sarcásticamente: -Qué vamos a hacer, Jim… ¿secuestrar y torturar a Jeannie?

– Ella debe de tener la lista, ¿no?

– No está en su correo electrónico, de modo que la ha descargado.

– Lo que quiere decir que, como no está en su despacho, debe de tenerla en casa.

– Lógico. -Berrington comprendió adónde quería ir a parar-. Puedes ordenar… -Se resistía a decir por teléfono: «que el FBI registre su domicilio»-. ¿Puedes hacer que lo comprueben?

– Creo que sí. David Creane fracasó en la entrega, por lo que supongo que me debe un favor. Le llamaré.

– Mañana por la mañana sería un buen momento. La audiencia es a las diez, Jeannie se pasará allí un par de horas.

– Entendido. Me encargaré de que lo hagan. Pero ¿qué pasa si lo lleva en su maldito bolso de mano? ¿Qué vamos a hacer en ese caso?

– Ni idea. Buenas noches, Jim.

– Buenas noches.

Después de colgar, Berrington permaneció sentado un momento y contempló la estrecha estancia, animada por los audaces y brillantes colores con que la había alegrado Jeannie. Si las cosas se torcieran por la mañana, la muchacha estaría sentada ante aquella mesa a la hora del almuerzo, con su lista del FBI, preparada para reanudar su investigación y para buscarle la ruina a tres hombres buenos.

Eso no debe ocurrir, pensó desesperadamente; eso no debe ocurrir.

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