Jeannie volvía a tener el sueño del Thunderbird.
La primera parte de ese sueño era algo que realmente le sucedió, cuando ella tenía nueve años y su hermana seis, y su padre estaba viviendo -brevemente- con ellos. Papá rebosaba dinero en aquellos días (hasta varios años después no comprendió Jeannie que aquella fortuna debió de ser el fruto de un robo fructífero). Su padre llevó a casa un Ford Thunderbird de carrocería azul turquesa y tapicería también del mismo color, a juego: para una niña de nueve años, el automóvil más bonito que pudiera imaginarse. Fueron a dar una vuelta, con Jeannie y Penny en el asiento delantero, entre papá y mamá. Cuando rodaban por la George Washington Memorial Parkway, papá se puso a Jeannie en el regazo y le permitió coger el volante.
En la vida real, Jeannie desvió el coche hacia el carril de la izquierda y se sobresaltó cuando el conductor de un vehículo que en aquel momento trataba de adelantarles tocó la bocina ruidosamente y papá dobló el volante y llevó el Thunderbird de nuevo al carril del que no debió haberse apartado. Pero en el sueño, el padre no estaba presente, Jeannie conducía sin ayuda y mamá y Patty permanecían sentadas a su lado, impertérritas, incluso aunque sabían que Jeannie era incapaz de ver nada por encima del salpicadero y que lo único que hacía era apretar, apretar y apretar el volante, cada vez con más fuerza, y esperar el impacto del choque, mientras los otros automóviles tocaban el timbre de la puerta cada vez con mayor estruendo.
Jeannie se despertó con las uñas hundidas en las palmas de las manos y los insistentes timbrazos de la puerta clavados en los oídos. Eran las seis de la mañana. Continuó tendida en la cama durante unos segundos, gozándose en el alivio que la inundó al darse cuenta de que sólo había sufrido una pesadilla. Luego saltó de la cama y se precipitó hacia el interfono del portero automático.
– ¿Quién es?
– Ghita. Anda, despierta y déjame entrar.
Ghita vivía en Baltimore y trabajaba en la sede del FBI en Washington. Jeannie pensó que sin duda iba camino de la oficina, para empezar a trabajar temprano. Pulsó el botón que abría la puerta de la calle.
Jeannie se pasó por la cabeza una camiseta de manga corta tan grande que casi le llegaba a las rodillas; una prenda bastante decente para recibir a una amiga. La Ghita que subió las escaleras era la imagen de un ejecutivo con un bien cortado traje sastre de hilo azul pelo negro muy corto, pendientes de bolita, gafas enormes, de material ligero, y un ejemplar del New York Times bajo el brazo.
– ¿Qué diablos está pasando? -preguntó Ghita sin preámbulos.
– No sé -dijo Jeannie-, acabo de despertarme.
Aquello sonaba a malas noticias, podía adivinarlo.
– Mi jefe me llamó anoche, muy tarde, y me ordenó que no tuviese ningún trato más contigo.
– ¡No! -Jeannie necesitaba el resultado del FBI para demostrar que su método funcionaba, a pesar del rompecabezas de Steven y Dennis-. ¡Maldita sea! ¿Te dijo por qué?
– Alegó que tus sistemas violan la intimidad de las personas.
– No deja de ser insólito que el FBI se preocupe de una cosa tan insignificante como esa.
– Parece que el New York Times es de la misma opinión.
Ghita enseñó a Jeannie el periódico. El titular de un artículo proclamaba en primera página:
LA ÉTICA DE LA INVESTIGACIÓN GENÉTICA:
DUDAS, TEMORES Y UN CONFLICTO
Jeannie se temió que el «conflicto» fuese una referencia a su propia situación. Y estaba en lo cierto.
Jean Ferrami es una joven decidida. En contra de los deseos de sus colegas científicos y del presidente de la Universidad Jones Falls de Baltimore (Maryland) insiste obstinadamente en seguir con su exploración de archivos médicos, en busca de gemelos.
«Tengo un contrato -afirma-. No pueden darme órdenes.» Y las dudas que surgen respecto a la ética de su trabajo no hacen flaquear su determinación.
Una sensación de vértigo se aposentó de pronto en la boca del estómago de Jeannie.
– ¡Dios mío, esto es terrible! -exclamó.
El reportaje pasaba luego a otro tema, la investigación sobre embriones humanos y Jeannie tuvo que llegar a la página diecinueve para encontrar otra referencia a su persona.
El caso de la doctora Jean Ferrami, del departamento de Psicología de la Jones Falls ha creado un nuevo quebradero de cabeza a las autoridades académicas. Pese a que el presidente de la universidad, el doctor Maurice Obell, y el eminente psicólogo profesor Berrington Jones coinciden en opinar que la labor de la doctora Jean Ferrami es inmoral, ella se niega a suspenderla… y cabe la posibilidad de que no puedan hacer nada para obligarla a ello.
Jeannie leyó hasta el final, pero el periódico no informaba de la insistencia de la doctora en que su trabajo era éticamente irreprochable. El enfoque se proyectaba exclusivamente sobre el sensacionalismo dramático de su desafío.
Era horrible y penoso que la atacasen de aquella manera. Se sentía dolida y ultrajada al mismo tiempo, como aquella vez, años atrás, en que un ladrón la derribó con un golpe y le arrebató el billetero en un supermercado de Minneapolis. Aunque sabía que la periodista era malévola y carecía de escrúpulos, Jeannie se sentía avergonzada, como si verdaderamente hubiese hecho algo malo. Y también se sentía expuesta a las burlas de todo el país.
– A partir de ahora me va a resultar dificilísimo encontrar a alguien dispuesto a dejarme explorar una base de datos -se lamentó, descorazonada-. ¿Quieres café? Necesito algo que me anime. No empiezo muchos días tan mal como hoy.
– Lo siento, Jeannie, pero yo también estoy en aprietos, por haber complicado a la Oficina en esto.
Cuando encendía la cafetera, una idea asaltó a Jeannie.
– Este artículo es inocuo, pero si tu jefe habló contigo anoche, no es posible que el periódico le sugiriese hacerte esa llamada.
– Tal vez supiera anticipadamente que se iba a publicar este artículo.
– Me pregunto quién pudo informarle.
– No lo dijo así exactamente, pero si me aclaró que había recibido un telefonazo del Capitolio.
Jeannie frunció el entrecejo.
– Parece como si esto fuese algo político. ¿Por qué iba a interesarse tanto un congresista o senador en lo que estoy haciendo, hasta el punto de pedir al FBI que no colabore conmigo?
– Quizá se trataba sólo de una advertencia amistosa hecha por alguien que estaba enterado del artículo.
Jeannie negó con la cabeza.
– El artículo no menciona al Buró para nada. Nadie más sabe que estoy trabajando con los archivos del FBI. Ni siquiera se lo dije Berrington.
– Trataré de averiguar la identidad del que hizo la llamada.
Jeannie miró el interior del frigorífico.
– ¿Desayunaste ya? Hay bollos de canela.
– No, gracias.
– Me parece que yo tampoco tengo apetito. -Cerró la puerta del frigorífico. Estaba al borde de la desesperación. ¿Es que no podía hacer nada?-. Ghita, supongo que no podrás llevar a cabo mi exploración sin que lo sepa tu jefe, ¿verdad?
No albergaba muchas esperanzas de que Ghita accediese a ello pero la respuesta de su amiga le sorprendió.
Enarcadas las cejas, Ghita dijo:
– ¿No has visto el comunicado que te envié ayer por correo electrónico?
– Me fui temprano. ¿Qué decía?
– Que iba a efectuar esa exploración tuya anoche.
– ¿Y la hiciste?
– Sí. Por eso he venido a verte. La hice anoche, antes de que llamara mi jefe.
De pronto, Jeannie recobró la esperanza.
– ¿Qué? ¿Y tienes los resultados?
– Te los envié por correo electrónico.
Jeannie estaba electrizada.
– ¡Pero eso es fantástico! ¿Les echaste un vistazo? ¿Había muchos gemelos?
– Cantidad, veinte o treinta pares.
– ¡Formidable! ¡Eso significa que mi sistema resulta!
– Pero le dije a mi jefe que no había ejecutado la exploración. Estaba asustada y mentí.
Jeannie frunció el ceño.
– Mal asunto. Quiero decir, ¿qué ocurrirá si lo descubre en algún momento, más adelante?
– Ahí voy yo. Tienes que destruir esa lista, Jeannie.
– ¿Cómo?
– Si mi jefe se entera, estoy acabada.
– ¡Pero no puedo destruirla! ¡No puedo hacerlo si demuestra que tengo razón!
El semblante de Ghita adoptó una expresión firme y determinada.
– Tienes que hacerlo.
– Eso es espantoso -gimió Jeannie, con aire desdichado-. ¿Cómo voy a eliminar algo que puede ser mi salvación?
– Me metí en esto para hacerte un favor -dijo Ghita, a la vez que agitaba el dedo índice-. ¡Ahora tienes que librarme del embrollo!
Jeannie no acababa de comprender que todo fuese culpa exclusivamente suya. Con un deje de acritud en el tono, replicó:
– No te dije que mintieras a tu jefe.
Eso enfureció a Ghita:
– ¡Estaba asustada!
– ¡Aguarda un momento! -pidió Jeannie-. Vamos a tranquilizarnos. -Sirvió café en dos tazas y dio una a Ghita-. Supongamos que vas a trabajar esta mañana y le dices a tu jefe que hubo un malentendido. Que diste instrucciones indicando que se cancelara el rastreo, pero que posteriormente descubriste que ya lo habían efectuado y que de él resultó el correo electrónico.
Ghita cogió la taza de café, pero no lo bebió. Parecía al borde de las lágrimas.
– No puedes hacerte idea de lo que es trabajar para el FBI. Me encuentro frente a los hombres más machistas de la Norteamérica media. Siempre están buscando una excusa u otra para afirmar que las mujeres somos unas negadas, unas incapaces que no valemos para la profesión.
– Pero no te pueden despedir.
– Me has metido en un callejón sin salida.
Era verdad, Ghita no tenía ningún argumento para obligar a Jeannie a hacer lo que le pedía. Pero Jeannie trató de poner vaselina.
– Vamos, ese no es el camino.
Ghita no se suavizó.
– Sí, ese es el camino. Te estoy pidiendo que destruyas esa lista.
– No puedo.
– Entonces no hay más que hablar.
Ghita se dirigió a la puerta.
– No te vayas así -rogó Jeannie-. Somos amigas desde hace demasiado tiempo.
Ghita se marchó.
– ¡Mierda!-exclamó Jeannie-. ¡Mierda!
La puerta de la calle se cerró de un portazo.