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– Desde luego que no.

– Vale, tu madre tenía razón, soy demasiado vieja para ti. -Se sentó junto a él. Le puso la mano sobre el hombro y luego la deslizó por dentro del jersey azul celeste. Le acarició el pecho y le frotó los pezones con la punta de los dedos. Le gustó-. Me alegro de que estés aquí -dijo.

Él también deseaba tocarle los pezones, pero tenía cosas más importantes qué hacer. Recurrió a toda su fuerza de voluntad para decir:

– Es preciso que hablemos en serio.

– Tienes razón. -Jeannie se irguió en el sofá y tomó un sorbo de vino-. Tú primero. ¿Sigue tu padre bajo arresto?

«Jesús, ¿qué tengo que decir?»

– No, primero tú -se escabulló-. Dijiste que tenías muchas cosas que contarme.

– Vale. Número uno: sé quién violó a Lisa. Se llama Harvey Jones y vive en Filadelfia.

«¡Cielo santo!» Harvey tuvo que esforzarse al máximo para mantener impávida la expresión. «Gracias a Dios que he venido aquí»

– ¿Hay pruebas de que sea él quien lo hizo?

– Estuve en su apartamento. El vecino de al lado me abrió la puerta con un duplicado de la llave y me facilitó la entrada.

«A ese jodido marica le voy a romper el asqueroso cuello.»

– Encontré la gorra de béisbol que llevaba el domingo pasado. Estaba colgada de un gancho, detrás de la puerta.

«¡Jesús! Debí haberla tirado. Pero ¿quién iba a imaginarse que alguien iba a seguirme la pista y a dar conmigo?»

– Lo has hecho asombrosamente bien. -Steve se mostraría entusiasmado con tales noticias; le libraba de toda sospecha-. No sé cómo darte las gracias.

– Ya se me ocurrirá algo. -Jeannie le dedicó una sonrisa pícaramente sensual.

«¿Podré volver a Filadelfia a tiempo de desembarazarme de esa gorra antes de que se presente allí la policía?»

– Todo esto se lo habrás contado ya a la policía, ¿no?

– No. Dejé un mensaje para Mish, pero aún no me ha llamado.

«¡Aleluya! Aún tengo una oportunidad.»

– No te preocupes -continuó Jeannie-. Ignora por completo que estemos ya encima de él. Pero no has oído lo mejor. ¿A quién más conocemos que se llame Jones?

«¿Digo "Berrington"? ¿Se le ocurriría a Steve decirlo?»

– Es un apellido muy corriente…

– ¡Berrington, desde luego! ¡Creo que Harvey se ha criado como hijo de Berrington!

«Se supone que debo mostrarme sorprendido.»

– ¡Increíble! -exclamó Harvey.

«¿Qué rayos he de hacer ahora? Tal vez papá tenga alguna idea. He de contarle todo esto. Necesito una excusa para llamarle por teléfono.

Jeannie le tocó la mano.

– ¡Eh, mírate las uñas!

«Joder, ¿qué pasa ahora?»

– ¿Qué tienen de malo?

– ¡Te crecen rápido! Cuando saliste de la cárcel estaban rotas y como dientes de sierra. ¡Ahora las tienes largas!

– Todo se me cura enseguida. Jeannie le dio la vuelta a la mano y le lamió la palma.

– Hoy estás caliente -comentó Harvey.

– ¡Oh, Dios! Me paso de insinuante, ¿verdad? -Otros hombres le habían dicho lo mismo. Desde que llegó, Steve estuvo frío y reservado, y ella comprendía ahora el motivo-. Sé por qué lo dices. Toda la semana pasada te estuve dando largas y ahora tienes la sensación de que trato de devorarte para cenar.

El asintió.

– Sí, más o menos.

– Simplemente es que soy así. Una vez me decido por un hombre, voy al grano y a por todas. -Dio un bote y saltó fuera del sofá-. De acuerdo, daré marcha atrás. -Se fue a la cocina y cogió una sartén. Era tan grande y pesada que necesitó las dos manos para levantarla-. Ayer compré comida para ti. ¿Estás hambriento? -La sartén tenía cierta cantidad de polvo, Jeannie no cocinaba mucho, y la limpió con un paño de cocina-. ¿Te apetecen unos huevos?

– En realidad, no. Pero, cuéntame, ¿fuiste punki?

Jeannie dejó la sartén.

– Sí, durante una temporadita. Ropa rota y deshilachada, pelo verde.

– ¿Drogas?

– Solía darle a las anfetas en el colegio, cuando tenía dinero.

– ¿Qué partes de tu cuerpo te perforaste?

Jeannie se estremeció al recordar de pronto el encarte que tenía Harvey Jones en la pared, el desnudo de mujer con el vello púbico afeitado y un aro atravesándole los labios de la vagina.

– Sólo la nariz -dijo-. Dejé lo punki por el tenis cuando tenía quince años.

– Conocí una chica que tenía un aro en el pezón.

Los celos picaron a Jeannie.

– ¿Te acostaste con ella?

– Claro.

– Cabrito.

– Venga ya, ¿creías que era virgen?

– ¡No me pidas que sea racional!

El muchacho alzó las manos en ademán defensivo.

– Vale, no te lo pediré.

– Aún no me has dicho que ha pasado con tu padre. ¿Lo pusieron en libertad?

– ¿Porqué no llamo a casa y nos enteramos de las últimas noticias? Si le oía marcar un número de siete cifras, se daría cuenta de que estaba haciendo una llamada urbana, cuando su padre, Berrington, había mencionado que Steve Logan vivía en Washington, D.C. Mantuvo la horquilla baja, apretándola, en tanto marcaba tres cifras al azar, como si fueran las del prefijo, después soltó la horquilla y marcó el número de su padre.

Berrington contestó y Harvey dijo:

– Hola, mamá. Apretó con fuerza el auricular, mientras confiaba en que su padre no dijese: «¿Quién es? Se ha equivocado de número». Pero su padre se hizo cargo instantáneamente de la situación.

– ¿Estás con Jeannie?

«Bien hecho, papá.»

– Sí, te llamo para saber si papá ha salido ya de la cárcel.

– El coronel Logan sigue arrestado, pero no está en la cárcel. Lo retiene la policía militar.

– Malo, esperaba que lo hubiesen liberado ya.

Vacilante, el padre preguntó:

– ¿Puedes decirme… algo?

A Harvey no dejaba un segundo de atormentarle la tentación de mirar a Jeannie y comprobar si se estaba tragando su comedia. Pero comprendía que tal mirada le iba a revestir de un aire de culpabilidad que a ella no le pasaría inadvertido, de modo que se obligó a seguir con la vista fija en la pared.

– Jeannie ha hecho maravillas, mamá. Ha descubierto al verdadero violador. -Se esforzó con toda el alma en infundir a su voz un tono complacido-. Se llama Harvey Jones. En este momento estamos esperando que un detective la llame para darle la noticia.

– ¡Jesús! ¡Eso es espantoso!

– Sí, lo que se dice formidable de verdad.

«¡No seas tan irónico, estúpido!»

– Al menos estamos prevenidos. ¿Puedes impedir que hable con la policía?

– Creo que tendré que hacerlo.

– ¿Qué hay respecto a la Genético? ¿Tiene algún plan para hacer público lo que ha averiguado acerca de nosotros?

– Aún no lo sé. «Déjame colgar antes de que se me escape algo que me delate.»

– Has de enterarte como sea. Eso también es importante.

– ¡Está bien! Vale. Bueno, confío en que papá salga pronto. Llámame si se produce alguna novedad.

– ¿Es seguro?

– No tienes más que preguntar por Steve. Se echó a reír como si hubiera hecho un chiste.

– Jeannie podría reconocer mi voz. Pero puedo decirle a Preston que haga él la llamada.

– Exacto.

– Muy bien.

– Adiós.

Harvey colgó.

– Debo llamar otra vez a la policía -dijo Jeannie-. Quizá no se hayan percatado de lo urgente que es esto.

Cogió el teléfono.

Harvey comprendió que iba a tener que matarla.

– Pero antes dame un beso -pidió la muchacha.

Se deslizó entre sus brazos, apoyada la espalda en el mostrador de la cocina. Abrió la boca para acoger el beso de Steve. Él le acarició el costado.

– Bonito jersey -murmuró, y su enorme manaza se cerró sobre el seno de Jeannie.

La inmediata respuesta del pezón fue ponerse rígido, pero Jeannie no sintió todo el deleite que esperaba. Trató de relajarse y disfrutar de un momento con el que llevaba tiempo soñando. Steve introdujo las manos por debajo del jersey de Jeannie, que arqueó ligeramente la espalda mientras él tomaba ambos pechos. Como siempre, Jeannie se sintió incómoda durante unos segundos, temerosa de que decepcionaran al muchacho. A todos los hombres con los que se había acostado les encantaron sus pechos, pero Jeannie seguía albergando la idea de que eran demasiado pequeños. Al igual que los otros, Steve no manifestó el menor indicio de insatisfacción. Le levantó el jersey, agachó la cabeza sobre los pechos y empezó a chupar los pezones.

Jeannie bajó la mirada sobre él. La primera vez que un chico le hizo aquello, Jeannie pensó que era absurdo, una regresión a la infancia. Pero pronto empezó a encontrarle el gusto e incluso disfrutaba haciéndoselo al hombre. Ahora, sin embargo, no funcionaba. El cuerpo respondía al estímulo, pero una especie de duda incordiaba desde un punto recóndito del cerebro y le impedía concentrarse en el placer. Se sentía molesta consigo misma. «Ayer lo estropeé todo al portarme como una paranoica, ahora no voy a repetir el número otra vez.»

Steve percibió su desasosiego. Se enderezó y dijo:

– No estás cómoda. Vamos a sentarnos en el sofá.

Dando por supuesta la conformidad de Jeannie, se sentó. Ella le imitó. Steve se alisó las cejas con la yema del dedo índice y alargó la mano hacia Jeannie.

Ella retrocedió bruscamente.

– ¿Qué pasa? -se extrañó Steve.

«¡No! ¡No es posible!»

– Tú… tú…, eso que has hecho… con la ceja.

– ¿Qué hice?

Saltó fuera del sofá como impulsada por un resorte.

– ¡Miserable! -gritó Jeannie-. ¿Cómo te atreves?…

– ¿Qué coño está pasando? -protestó el muchacho, pero su simulación carecía de firmeza.

Por la expresión de su rostro, Jeannie comprendió que sabía perfectamente lo que pasaba.

– ¡Fuera de mi casa! -chilló.

Él trató de mantener el tipo.

– ¿Primero te deshaces en carantoñas y ahora te pones así?

– Sé quién eres, hijo de puta. ¡Eres Harvey!

Dejó de fingir.

– ¿Cómo lo supiste?

– Te alisaste la ceja con la yema del dedo, exactamente igual que Berrington.

– Bueno, ¿qué importa? -dijo Harvey, y se puso en pie-. Puesto que somos idénticos, puedes imaginar que soy Steve.

– ¡Fuera, vete de aquí a tomar por…!

Harvey se tocó la bragueta, para señalar la erección.

– Ahora que hemos llegado tan lejos, no me voy a largar con este calentón de huevos.

«¡Oh, santo Dios, estoy en un grave aprieto! Este tipo es un animal.

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