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El Mark VIII dejó atrás un semáforo, dobló una esquina, el semáforo se puso rojo, el coche que iba delante de Berrington se detuvo y Berrington perdió de vista el automóvil de Logan. Soltó una palabrota y se inclinó sobre la bocina. Le había ocurrido por estar pensando en las musarañas. Sacudió la cabeza para despabilarse un poco. El aburrimiento de tanto vigilar socavaba su concentración.

Cuando el semáforo cambió a verde, dobló la esquina, chirriantes las ruedas, y pisó el acelerador a fondo.

Al cabo de un momento avistó al cupe negro, que esperaba a que cambiase un semáforo, y respiró más tranquilo.

Rodearon el Lincoln Memorial y cruzaron luego el Potomac por el puente de Arlington. ¿Se dirigían al Aeropuerto Nacional? Tomaron el Bulevar Washington y Berrington comprendió que su destino debía de ser el Pentágono.

Los siguió por el desvío y entró tras ellos en el inmenso aparcamiento del Pentágono. Encontró un hueco en el siguiente carril, apagó el encendido del motor y observó. Steve y su padre se apearon del coche y se encaminaron al edificio.

Echó un vistazo al Mark VIII. No quedaba nadie en su interior. Sin duda Jeannie se quedó en la casa de Georgetown. ¿Qué se llevarían entre manos Steve y su padre? ¿Y Jeannie?

Recorrió treinta o treinta y cinco metros por detrás de los dos hombres. Odiaba aquello. Le aterraba la posibilidad de que le descubriesen. ¿Qué pasaría si se daba de bruces con Steve y su padre? Sería insoportablemente humillante.

Agradeció el que ninguno de ellos mirase hacia atrás. Subieron un tramo de escalones y entraron en el edificio. Berrington continuó tras ellos hasta que llegaron a una barrera de seguridad y no tuvo más remedio que volver sobre sus pasos.

Encontró un teléfono público y llamó a Jim Proust.

– Estoy en el Pentágono. Seguí a Jeannie hasta la casa de Logan y luego a Steve Logan y a su padre hasta aquí. Esto me preocupa, Jim.

– El coronel trabaja en el Pentágono, ¿no?

– Sí.

– Podría ser algo inocente.

– Pero ¿por qué ir a su despacho el sábado por la tarde?

– Para jugar al póquer en la oficina general, si recuerdo bien mis días en el ejército.

– Uno no se lleva a su chico para jugar una partida de póquer, no importa la edad que tenga el chico.

– ¿Qué daño puede hacernos el Pentágono?

– Archivos.

– No -dijo Jim-. El ejército no llevaba registro alguno de lo que hacíamos. Tengo la absoluta certeza de ello.

– Hay que enterarse de lo que están haciendo. ¿Tienes algún modo de averiguarlo?

– Supongo que sí. Si no tengo amigos en el Pentágono, no los tengo en ninguna parte. Haré algunas llamadas. Mantente en contacto.

Berrington colgó y se quedó mirando el teléfono. La frustración era enloquecedora. Todo por lo que había batallado en la vida estaba ahora en peligro y ¿qué hacía él? Seguir a unas personas como un vulgar y sórdido detective. Pero es que no podía hacer ninguna otra cosa. Rabiando de impaciencia, dio media vuelta y regresó hacia el punto donde le aguardaba el coche.

50

Sumido en una fiebre expectante, Steve esperaba. Si aquello salía bien, conocería la identidad del violador de Lisa Hoxton y tendría la oportunidad de demostrar su inocencia. Pero ¿y si no funcionaba? Era posible que la búsqueda no diera resultado, que los archivos médicos se hubiesen perdido o los hubieran borrado de la base de datos. Los ordenadores siempre están dando mensajes decepcionantes: «No se encuentra el archivo», «Fuera de memoria» o «Fallo de protección generalizado».

La terminal emitió un timbrazo. Steve miró la pantalla. La búsqueda había concluido. En la pantalla apareció una lista de nombres y direcciones relacionados por parejas. El programa de Jeannie funcionaba. Pero ¿estaban los clones en la lista?

Dominó su impaciencia. La prioridad máxima era sacar una copia de la lista.

Encontró una caja de disquetes vírgenes preformateados e introdujo uno en la disquetera. Copió la lista en el disquete, lo extrajo de la máquina y se lo guardó en el bolsillo posterior de los vaqueros.

Sólo entonces empezó a leer los nombres.

Ninguno de ellos le era conocido. Los fue desplazando por la pantalla: parecía haber varias páginas. Sería más fácil mirarlos impresos en papel. Llamó a la teniente Gambol.

– ¿Puedo imprimir desde esta terminal?

– Desde luego -accedió ella, amablemente-. Puede utilizar esa impresora de láser.

La teniente Gambol se acercó a la impresora y le indicó el modo de hacerlo.

Steve permaneció ante la impresora de láser y observó ávidamente las páginas a medida que iban saliendo. Esperaba ver su propio nombre relacionado junto con otros tres: Dennis Pinker, Wayne Stattner y el del individuo que había violado a Lisa Hoxton.

El padre miraba también la lista por encima del hombro de Steve.

La primera página contenía parejas, no grupos de tres o cuatro. El nombre «Steven Logan» apareció hacia la mitad de la segunda página. El padre lo localizó al mismo tiempo que Steve.

– Ahí estás -dijo con emoción contenida.

Pero algo no iba bien. Había demasiados nombres formando un grupo. Junto con «Steve Logan», «Dennis Pinker» y «Wayne Stattner» figuraban también «Henry Invin King», «Per Ericson», «Murray Claud», «Harvey John Jones» y «Georges Dassault». La euforia de Steve se convirtió en frustración.

El padre frunció el entrecejo.

– ¿Quiénes son todos esos?

– Hay ocho nombres -contó Steve.

– ¿Ocho? -repitió el padre-. ¿Ocho?

Steve lo comprendió entonces.

– Son los que creó la Genético. Ocho.

– ¡Ocho clones! -exclamó el padre asombrado-. ¿Qué diablos creían que estaban haciendo?

– Me pregunto por medio de qué clave los ha localizado el programa de búsqueda -dijo Steve.

Miró la última hoja salida de la impresora. Al pie de la misma decía: «Característica común: Electrocardiograma».

– Exacto, ahora me acuerdo -dijo Charles Logan-. Te hicieron un electrocardiograma cuando tenías una semana. Nunca supe porqué.

– Nos lo hicieron a todos. Y los gemelos idénticos tienen corazones similares.

– Aún no puedo creerlo -articuló el padre-. Hay en el mundo ocho chicos exactamente iguales a ti.

– Mira estas direcciones -observó Steve-. Todas corresponden a bases del ejército.

– La mayor parte de esas personas no residirán ahora en esas señas. ¿Proporciona el programa alguna otra información?

– No. Tal como está no viola la intimidad de las personas.

– ¿Cómo los localizaremos, entonces?

– Se lo preguntaré a Jeannie. En la universidad tienen en CD-ROM todas las guías telefónicas. Si eso falla, recurren a los registros de permisos de conducir, referencias de las agencias de crédito y otras fuentes.

– Al diablo con la intimidad -dijo el padre-. Voy a sacar los historiales clínicos completos de todos estos chicos, a ver si nos proporcionan alguna pista más.

– A mí me vendría bien una taza de café -dijo Steve-. ¿Se puede conseguir aquí?

– En el centro de datos no se permiten bebidas. Los líquidos suelen causar estragos en los ordenadores. Hay una pequeña área de servicio con cafetera automática y máquina de Coca-Cola al doblar la esquina.

– Enseguida vuelvo.

Steve salió del centro de datos; dedicó una inclinación de cabeza al centinela de guardia en la puerta. El área de servicio tenía un par de mesas y unas cuantas sillas, así como diversas máquinas automáticas expendedoras de refrescos y golosinas. Se engulló dos barritas de Snicker, se bebió una taza de café y emprendió el regreso al centro de datos.

Se detuvo delante de las puertas de cristal. Dentro había varias personas, incluidos un general y dos miembros armados de la policía militar. El general estaba discutiendo con el padre de Steve, y el coronel del bigote que parecía un trazo de lapicero parecía hablar al mismo tiempo que ellos. Aquel lenguaje corporal puso a Steve en guardia. Algo malo ocurría. Entró en la sala y se mantuvo junto a la puerta. El instinto le aconsejó que no llamara la atención sobre sí.

Oyó decir al general:

– Tengo mis órdenes, coronel Logan, y está usted bajo arresto.

Steve se quedó helado.

¿Cómo habían llegado a ese punto? No se trataba sólo de que hubieran descubierto que su padre curioseaba los historiales médicos de determinadas personas. Eso podía ser una cuestión bastante seria, pero difícilmente un delito lo bastante grave como para provocar el arresto. Allí había algo más. De una manera o de otra, aquello lo había montado la Genético.

¿Qué debo hacer?

Su padre manifestaba, irritado:

– ¡No tiene ningún derecho!

El general vociferó:

– ¡No me venga con lecciones acerca de mis malditos derechos, coronel!

No se iba a ganar nada si Steve irrumpía dispuesto a participar en la discusión. Tenía en el bolsillo el disquete con la lista de nombres. Su padre estaba en dificultades, pero sabía cuidar de sí mismo. Steve comprendió que lo que debía hacer era retirarse de allí con la información. Dio media vuelta y franqueó las puertas de cristal.

Anduvo con paso vivo, tratando de dar la impresión de que sabía adónde iba. Se sentía como un fugitivo. Se estrujó la memoria, tratando de recordar el camino que había seguido en la ida por aquel laberinto. Dobló un par de esquinas y cruzó un control de seguridad.

– ¡Un momento, señor! -le dio el alto el guardia.

Steve se detuvo y dio media vuelta, con el corazón lanzado a toda velocidad.

– ¿Sí? -articuló, intentando que su voz sonara como la de alguien atareado e impaciente por volver a su trabajo.

– Debo registrar su salida en la computadora. ¿Me permite su identificación?

– Naturalmente. -Steve le tendió el pasaporte.

El guardia comprobó que la fotografía coincidiese con la efigie de Steve y tecleó su nombre en el ordenador.

– Gracias, señor -dijo, al tiempo que le devolvía el pasaporte.

Steve se alejó pasillo adelante. Un control más y estaría fuera. Oyó a su espalda la voz de Caroline Gambol:

– ¡Señor Logan! ¡Un momento, por favor!

Steve miró por encima del hombro. La mujer corría hacia el pasillo, rojo el semblante, entre resoplidos.

– ¡Oh, mierda!

Dobló una esquina del pasillo a todo correr y encontró una escalera. Se precipitó peldaños abajo hasta el piso siguiente. Tenía los nombres susceptibles de librarle del cargo de violación; no iba a permitir que nadie le impidiera salir de allí con los datos, ni siquiera el ejército de Estados Unidos.

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