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– ¿Interfiere en la recuperación normal de datos?

– Puede retrasarla.

Charles frunció el entrecejo.

– ¿Lo harás?-apremió Jeannie, impaciente.

– Si nos cogen, será el fin de mi carrera.

– ¿Lo harás?

– ¡Demonios, sí!

48

Steve se emocionó al ver a Jeannie sentada en el patio, bebiendo limonada y charlando animadamente con Charles, como si fueran viejos amigos. Eso es lo que quiero, pensó; quiero a Jeannie formando parte de mi vida. Entonces podré afrontar lo que venga.

Cruzó el césped, desde el garaje, sonriente, y dejó un beso suave en los labios de Jeannie.

– Parecéis dos conspiradores -comentó.

Jeannie le explicó lo que estaban planeando y Steve dejó que sus esperanzas volvieran a renacer.

– No soy precisamente un genio de la informática -confesó Charles a Jeannie-. Me hará falta tu ayuda para instalar el programa.

– Iré contigo.

– Apuesto a que no llevas encima el pasaporte.

– Pues no.

– No puedo introducirte en el centro de datos si no llevas identificación.

– Nada me impide ir a casa y recogerlo.

– Te acompañaré yo -terció Steve-. Tengo el pasaporte arriba. Estoy seguro de que puedo instalar ese programa.

El padre lanzó a Jeannie una mirada interrogadora.

La muchacha asintió.

– El proceso es sencillo. Si surge algún fallo técnico, me llamáis desde el centro de datos y os transmitiré las instrucciones precisas.

– Vale.

Charles entró en la cocina y volvió con el teléfono. Marcó un número.

– Don, aquí, Charlie. ¿Quién ganó ese partido de golf?… Sabía que eras capaz de lograrlo. Pero la semana que viene yo te ganaré, prepárate. Escucha, necesito un favor, algo más bien fuera de lo corriente. Quiero comprobar el historial médico de mi chico, desde el día en que… Si, le pasa algo raro, no es que ponga su vida en peligro, pero es serio, y puede que haya alguna pista en los datos iniciales del historial. ¿Podrías arreglar las cosas para que el servicio de seguridad me permita entrar sin problemas en la Comandancia del Centro de Datos?

Durante la larga pausa inmediata, Steve no pudo leer nada en el rostro de su padre. Por último, éste dijo:

– Gracias, Don. Realmente te quedo muy reconocido.

Steve lanzo un puñetazo al aire.

– ¡Estupendo!

El padre se llevó el índice a los labios y luego dijo por el teléfono: -Steve irá conmigo, estaremos ahí dentro de quince o veinte minutos, si todo va bien… Gracias otra vez.

Colgó.

Steve subió rápidamente a su cuarto y volvió con su pasaporte.

Jeannie llevaba los disquetes en una bolsita de plástico. Se la tendió a Steve.

– Metes en la disquetera el que lleva el número uno y aparecerán las instrucciones en la pantalla.

Steve miró a su padre.

– ¿Listo?

– Vamos.

– Buena suerte -deseó Jeannie.

Subieron al Lincoln Mark VIII y partieron rumbo al Pentágono. Estacionaron el coche en la mayor zona de aparcamiento del mundo. En el Medio Oeste había ciudades más pequeñas que el aparcamiento del Pentágono. Subieron un tramo de escalera hasta la entrada de una segunda planta.

Cuando Steve contaba trece años había recorrido el lugar en una visita programada en la que el guía era un joven alto con un corte de pelo extremadamente corto. El edificio consistía en cinco plantas circulares concéntricas enlazadas por diez corredores como los radios de una rueda. Había cinco pisos y ningún ascensor. Antes de que hubieran transcurrido cinco segundos ya había perdido por completo el sentido de la orientación. El detalle principal que recordaba era que en medio del patio central había una construcción llamada Ground Zero que era una caseta donde vendían perritos calientes.

Su padre le condujo ahora por delante de una barbería cerrada, un restaurante y una entrada que llevaba a un punto de control de seguridad. Steve mostró su pasaporte, le registraron como visitante y le entregaron un pase que tuvo que colgarse en la pechera de la camisa.

El sábado por la tarde había relativamente pocas personas por allí y los pasillos se encontraban desiertos, a excepción de algún que otro funcionario, casi todos de uniforme, que trabajaba hasta tarde, y un par de carritos de golf empleados para transportar objetos voluminosos y personas muy importantes. La última vez que Steve estuvo allí se sintió tranquilizado por el poderío monolítico que irradiaba el edificio: todo aquello estaba allí para protegerle.

Ahora su opinión era distinta. En algún punto de aquel laberinto de círculos y pasillos se había tramado una conjura, la maquinación que le creó a él y a sus fantasmales dobles. El almiar burocrático existía para ocultar la verdad que él estaba buscando, y los hombres y mujeres con uniforme de la armada, del ejército de tierra y de las fuerzas aéreas eran ahora sus enemigos.

Recorrieron un pasillo, subieron por una escalera y rodearon otra rotonda para llegar a un nuevo punto de seguridad. Pasarlo les llevó más tiempo. Tuvieron que teclear el nombre y apellidos, así como la dirección completa de Steve, y aguardar un par de minutos para que el ordenador diese el visto bueno. Por primera vez en su vida, Steve tuvo conciencia de que el control de seguridad estaba dedicado a él; era el único a quien se buscaba. Se sintió furtivo y culpable, aunque no había hecho nada. Fue una sensación extraña. Pensó que los criminales debían de experimentar aquella sensación continuamente. Y también los espías, los contrabandistas y los esposos adúlteros.

Siguieron adelante, doblaron varias esquinas más y llegaron ante un par de puertas de cristal. Al otro lado de ellas, cosa de una docena de soldados jóvenes permanecían sentados frente a monitores de ordenador, dedicados a teclear datos o a introducir documentos, escritos sobre papel, en aparatos de reconocimiento óptico de caracteres. Un guardia situado en la parte exterior de la puerta comprobó de nuevo el pasaporte de Steve y luego les franqueó el paso.

Entraron en una estancia de suelo alfombrado, silenciosa, carente de ventanas, con una iluminación suave y en la que reinaba esa atmósfera insustancial propia del aire purificado. Un coronel se encargaba de la dirección de aquel departamento, un hombre de pelo gris y bigote fino como la línea que traza un lapicero. No conocía al padre de Steve pero los estaba esperando. Les habló en tono enérgico mientras los acompañaba a la terminal que iban a utilizar: tal vez consideraba su visita un incordio.

– Tratamos de localizar los registros e historiales clínicos de niños nacidos en hospitales militares alrededor de veintidós años atrás -le dijo el padre de Steve.

– Esos archivos no se conservan aquí.

La moral de Steve fue a parar al suelo. No era posible que la derrota cayera sobre ellos con tanta facilidad.

– ¿Dónde los conservan?

– En St. Louis.

– ¿No se puede acceder a ellos desde aquí?

– Necesitará un permiso de prioridad para utilizar el enlace de transmisión de datos. No lo tiene, ¿verdad?

– No había contado con que surgiera este problema, coronel -repuso Charles en tono de malhumor-. ¿Quiere que vuelva a llamar al general Krohner? Puede que no nos agradezca el que le molestemos innecesariamente un sábado por la tarde, pero lo haré si usted insiste.

El coronel contrapesó las consecuencias de un quebrantamiento menor de las ordenanzas con el riesgo de irritar a un general.

– Supongo que todo estará bien. La línea está libre ahora y a veces necesitamos probarla en algún momento durante el fin de semana.

– Gracias.

El coronel llamó a una mujer con uniforme de teniente y se la presentó: Caroline Gambol. Tendría unos cincuenta años, encorsetada y con exuberante exceso de carnes, sus modales eran los típicos de una directora de algo. El padre de Steve le repitió lo que ya había dicho al coronel.

La teniente Gambol advirtió:

– ¿Está usted enterado de que estos archivos están sujetos a la ley de derecho a la intimidad, señor?

– Sí, y contamos con la debida autorización.

La teniente se sentó ante la terminal y empezó a tocar teclas. Al cabo de unos minutos preguntó:

– ¿Qué clase de búsqueda desean operar?

– Tenemos nuestro propio programa de búsqueda.

– Sí, señor. Me encantará introducírselo.

El padre miró a Steve. El muchacho se encogió de hombros y tendió los disquetes a la mujer.

– Mientras cargaba el programa, la teniente miró a Steve con curiosidad.

– ¿Quién hizo este programa?

– Una profesora de Jones Falls.

– Muy inteligente -dijo la mujer-. En la vida había visto nada parecido. -Alzó los ojos hacia el coronel, que miraba la pantalla por encima del hombro de la teniente-. ¿Y usted, coronel?

El hombre denegó con la cabeza.

– Ya está cargado. ¿Ordeno la búsqueda?

– Adelante.

La teniente Gambol pulso la tecla de Intro.

49

Una corazonada impulsó a Berrington a arrancar en pos del negro Lincoln Mark VIII cuando el coche del coronel Logan emergió del camino de entrada a la casa de Georgetown. No estaba muy seguro de que Jeannie estuviese en aquel coche; sólo había podido ver al coronel y a Steve en los asientos delanteros, pero se trataba de un cupe y era harto posible que la muchacha viajase en la parte de atrás.

Se alegraba de tener algo que hacer. La combinación de inactividad y tensa angustia era algo de lo más tedioso. Le dolía la espalda y tenía las piernas entumecidas. Le costaba trabajo aguantarse las ganas de abandonarlo todo y marcharse. Podía estar sentado en un restaurante con una buena botella de vino o en casa, regalándose los oídos con la Novena Sinfonía de Mahler, versión compact disc, o entregado a la gozosa tarea de desnudar a Pippa Harpenden. Pero luego pensó en las recompensas que le reportaría la venta de la Genético. Para empezar, el dinero: sesenta millones de dólares era su parte. Después la posibilidad del poder político, con Jim Proust en la Casa Blanca y él mismo desempeñando el cargo de jefe de la sanidad militar. Por último, si el éxito los acompañaba, una Norteamérica nueva y distinta para el siglo XXI, unos Estados Unidos como solían ser, fuertes, valientes y puros. De modo que rechinó los dientes y perseveró en el sucio ejercicio del fisgoneo a escondidas.

Durante cierto tiempo le fue relativamente fácil seguir a Logan a través del escaso y lento tránsito de Washington. Se mantuvo dos coches por detrás del que perseguía, como en las películas de detectives. El Mark VIII es elegante, pensó Berrington por pensar algo. Tal vez debiera cambiarlo por su Town Car. El sedán tenía presencia, pero era un típico coche para la gente de edad mediana: el cupe era más dinámico. Luego recordó que el lunes por la noche sería rico. Podría comprar un Ferrari, si lo que deseaba era parecer dinámico.

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