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– ¿Eso es posible?

– Lo es en la actualidad. Habrás oído hablar de la clonación. En el decenio de los setenta no pasaba de ser una idea. Pero parece que la Genético iba varios años por delante del resto de los que trabajaban en ese campo… tal vez porque actuaban en secreto y podían experimentar con seres humanos.

– Estás diciendo que soy un clon.

– Tienes que serlo. Lo lamento, Steve. Ya sé que te estoy dando una noticia desastrosa. Es una suerte que tengas los padres que tienes.

– Sí. ¿Cómo es ese chico, Wayne?

– Horroroso. Está pintando un cuadro que representa a Salina Jones crucificada y desnuda. Yo no veía la hora de salir de aquel apartamento.

Steve guardó silencio. «Uno de mis clones es un asesino; otro, un sádico, y el hipotético número cuatro es un violador. ¿Eso dónde me sitúa a mi?»

– El concepto clónico -dijo Jeannie- explica también por que tenéis todos distintas fechas de nacimiento. Los embriones se guardaban en el laboratorio durante diversos periodos de tiempo antes de implantarlos en el útero de las mujeres.

«¿Por qué tuvo que ocurrirme esto a mí? ¿Por qué no podía ser yo como todos los demás?»

– Están cerrando el vuelo, tengo que irme.

– Quiero verte. Me daré un paseo en coche hasta Baltimore.

– Conforme. Adiós.

Steve colgó el teléfono.

– Lo has pillado, ¿no? -le dijo a su madre.

– Sí. Ese chico se parece a ti, pero tiene una coartada, de modo que ella cree que debéis de ser cuatro y que, por lo tanto, sois clones.

– Si somos clones, he de ser como ellos.

– No. Tú eres distinto, porque tú eres mío.

– Pero no lo soy. -Vio la contracción que el dolor disparó a través de las facciones de su madre, pero el también sufría-. Soy hijo de dos perfectos desconocidos seleccionados por los investigadores científicos al servicio de la Genético. Esa es mi estirpe.

– Tienes que ser distinto a los demás, puesto que te comportas de una manera distinta.

– Pero ¿qué demuestra que mi naturaleza sea distinta a la de ellos? ¿O es que he aprendido a disimularlo, como un animal domesticado? Lo que soy ¿es obra tuya? ¿O de la Genético?

– No lo sé, hijo mío -dijo la madre-. Sencillamente, no lo sé.

45

Tras ducharse y lavarse la cabeza, Jeannie se pintó los ojos detenidamente. Decidió no pintarse los labios ni aplicarse colorete. Se puso un jersey de color púrpura y cuello en uve y unos ceñidos pantalones grises. Nada de ropa interior ni de calzado. Se colocó su joya nasal favorita, un pequeño zafiro engastado en plata. La imagen que reflejó el espejo era de sexo en oferta.

– ¿A la iglesia, señorita? -dijo en voz alta. Se dedicó un guiño pícaro y pasó a la sala de estar.

Su padre había vuelto a marcharse. Prefería estar en casa de Patty, donde contaba con sus tres nietos para entretenerse. Patty había ido a recogerle mientras Jeannie estaba en Nueva York.

Ella no tenía nada que hacer, excepto esperar a Steve. Trató de no pensar en la gran desilusión de la jornada. Era suficiente. Tenía hambre; durante todo el día lo único que tomó fue café. Dudaba entre comer algo o esperar a que llegase Steve. Sonrió al recordar la voracidad con que se desayunó los ocho bollos de canela. ¿Eso había ocurrido el día anterior? Sólo parecía haber pasado una semana.

De pronto se dio cuenta de que no tenía nada en el refrigerador. ¡Sería espantoso que llegase Steve y ella no pudiera darle de comer! Se calzó apresuradamente un par de botas Doc Marten y se precipitó a la calle. Condujo hasta el 7-Eleven de la esquina de Falls Road y la calle 36 y compró huevos, tocino, leche, una hogaza de pan de siete cereales, ensalada preparada, cerveza Dos Equis, un helado Ben amp;: Jerry's Rainforest Crunch y cuatro paquetes más de bollos de canela congelados.

Cuando se encontraba en la caja se le ocurrió que cabía la posibilidad de que Steve se presentase mientras ella estaba ausente. ¡Incluso podía marcharse otra vez! Salió de la tienda con los brazos cargados de comestibles y condujo de vuelta a casa como una posesa, imaginándose a Steve aguardándola impaciente en la puerta del edificio.

No había nadie delante de su casa ni el menor rastro del herrumbroso Datsun. Subió al piso y puso en el refrigerador todo lo que había comprado. Sacó los huevos del envase de cartón y los colocó en la bandeja, abrió el paquete de seis botellines de cerveza, llenó el depósito de la cafetera y la dejó a punto de preparar el café. Luego volvió a quedarse sin nada que hacer.

Se le ocurrió que estaba comportándose de una manera atípica. Hasta entonces, nunca se había preocupado de si un hombre pudiera tener o no tener hambre. Su actitud normal, incluso con Will Temple, consistió siempre en dar por supuesto que si él tenía apetito, con prepararse algo personalmente, listo, y si la nevera estaba vacía, él mismo debería bajar a la tienda y, si la encontraba cerrada, buscar otra que estuviese abierta. Pero ahora se veía dominada por un ataque de espíritu casero. Steve le había causado un impacto mucho mas fuerte que ningún otro hombre, a pesar incluso de que sólo lo conocía desde hacia poco…

El timbre de la puerta de la calle retumbó como un estallido.

Jeannie se puso en pie de un salto, con el corazón bailándole en el pecho, y articuló por el interfono:

– ¿Si?

– ¿Jeannie? Soy Steve.

Apretó el botón que abría la puerta. Permaneció inmóvil un momento, sintiéndose muy tonta. Se comportaba como una adolescente. Vio a Steve subir la escalera con su camiseta de manga corta y sus holgados pantalones. El rostro del muchacho reflejaba el dolor y la decepción de las últimas veinticuatro horas. Le echó los brazos al cuello y lo oprimió con fuerza contra sí. El robusto cuerpo del chico estaba rígido y tenso.

Le condujo al salón. Steve se sentó en el sofá y Jeannie encendió la cafetera. Se sentía muy unida a él. No habían hecho lo que se considera normal: salir, ir a restaurantes y al cine juntos, que era el plan que siempre se había trazado Jeannie para conocer a un hombre. En vez de eso, lucharon hombro con hombro en varias batallas, trataron de resolver misterios juntos y juntos se vieron acosados por enemigos medio ocultos. Lo cual hizo que su amistad se fraguara con extraordinaria rapidez.

– ¿Quieres café?

– Preferiría hacer manitas -dijo Steve.

Jeannie se sentó a su lado en el sofá y le tomo la mano. Steve se inclinó hacia ella. La muchacha alzo la cara y Steve la besó en la boca. Era su primer beso auténtico. Jeannie le apretó la mano y entreabrió los labios. El sabor de la boca de Steve le hizo pensar en humo de madera. Durante unos segundos, su pasión se extravió mientras ella trataba de determinar si se había limpiado los dientes; pero enseguida recordó que si lo había hecho y entonces se relajó. Steve le acariciaba los pechos por encima de la lana del jersey: aquellas manos enormes eran sorprendentemente delicadas. Jeannie le imitó, deslizando las palmas de sus manos sobre el pecho de Steve.

Se calentó el ambiente a velocidad de vértigo.

Steve se retiró para mirarla. Contempló el rostro de Jeannie como si quisiera grabar a fuego en su memoria las facciones de la muchacha.

Pasó la yema de los dedos por las cejas, los pómulos, la punta de la nariz y los labios de Jeannie con tanta suavidad como si temiera romper algo. Sacudió la cabeza ligeramente de un lado a otro, como si no pudiera creer lo que veía.

Jeannie percibió en su mirada un profundo anhelo. Aquel hombre la deseaba con todo su ser. Y el mismo afán se apoderó de ella. La pasión estalló como un repentino viento del sur, abrasador y tempestuoso. Jeannie tuvo la sensación de que se fundía en su ser, algo que no experimentaba desde hacia año y medio. De pronto, lo deseó todo: el cuerpo de Steve encima del suyo, la lengua de Steve dentro de su boca y las manos de Steve por todas partes.

Tomó la cabeza del muchacho, atrajo su rostro y le besó de nuevo, esa vez con la boca abierta. Se echó hacia atrás en el sofá hasta que el cuerpo de Steve se encontró medio tendido sobre el suyo, con el peso del chico oprimiéndole el pecho.

Al cabo de un momento, Jeannie le empujó, jadeante, y dijo:

– Al dormitorio.

Se zafó de él y le precedió camino de la alcoba. Se quitó el jersey pasándoselo por encima de la cabeza y lo arrojó al suelo. Steve entró en el cuarto y cerró la puerta a su espalda con el talón. Al verla desnuda, se desprendió de la camiseta con rápido movimiento.

Todos hacen lo mismo, pensó Jeannie. Todos cierran la puerta con el talón.

Steve se descalzó, se soltó el cinturón y se quitó los pantalones azules. Su cuerpo era perfecto, hombros anchos, pecho, músculos y caderas estrechas enfundadas en calzoncillos blancos.

«Pero ¿cuál de ellos es?»

Steve avanzó hacia ella y Jeannie retrocedió dos pasos.

Aquel individuo dijo por teléfono: «Puedo volver a visitarte».

Steve frunció el entrecejo.

– ¿Qué ocurre?

Jeannie estaba repentinamente asustada.

– No puedo hacerlo -dijo.

Steve respiró hondo y expulsó el aire con fuerza.

– ¡Estupendo! -exclamó. Desvió la mirada-. ¡Esta sí que es buena!

Jeannie cruzó los brazos sobre el pecho, cubriéndose los senos.

– No sé quién eres.

Steve comprendió.

– ¡Oh, Dios mío! -Se sentó en la cama, de espaldas a ella, y sus amplios hombros se inclinaron con desánimo. Pero podía tratarse de una actuación teatral-. Crees que soy el que conociste en Filadelfia.

– Creí que él era Steve.

– Pero ¿por qué iba a fingir que era yo?

– Eso no importa.

– Él no lo hubiera hecho sólo con la esperanza de echar un polvo furtivo -dijo Steve-. Mis dobles tienen modos muy peculiares de gozarla, pero este no figura en su repertorio. Si él quisiera follarte te amenazaría con un cuchillo, te rasgaría las medias o prendería fuego al edificio, ¿no te parece?

– Recibí una llamada telefónica -explicó Jeannie, temblorosa- Anónima. Dijo: «El que te abordó en Filadelfia se suponía que iba a matarte. Se embarulló un poco y estropeó el asunto. Pero puede volver a visitarte». Por eso tienes que marcharte ahora.

Recogió el jersey del suelo y se lo puso precipitadamente. No la hizo sentirse ni tanto así más segura.

Había compasión en los ojos de Steve.

– Pobre Jeannie -dijo-. Esos cabrones te han metido el miedo en el cuerpo. Lo siento. Se levantó y se puso los pantalones.

De pronto, Jeannie tuvo la certeza de que estaba equivocada. El clon de Filadelfia, el violador, nunca hubiera vuelto a vestirse en aquella situación. La habría arrojado encima de la cama, le habría arrancado la ropa e intentado tomarla por la fuerza. Este hombre era diferente. Era Steve. Sintió un casi irresistible deseo de echarse en sus brazos y hacer el amor con él.

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