Sin embargo a Wayne no le importó la pregunta.
– Muy lista al notarlo.
Tenía yo razón, pensó Jeannie, exultante. Es él. Al mirarle las manos las recordó mientras le desgarraban a ella la ropa. Tu lo hiciste, hijo de perra, pensó.
– ¿Cuándo se lo tiñó? -insistió.
– Cuando tenía quince años -respondió Stattner.
«Embustero.»
– El negro siempre ha estado de moda, desde que tengo uso de razón.
«Tu pelo era rubio el jueves, cuando pusiste tus manazas en mi falda, y el domingo, cuando violaste a mi amiga Lisa en el gimnasio de la Universidad Jones Falls.»
Pero ¿por qué está mintiendo? ¿Sabía que teníamos un sospechoso de pelo rubio?
– ¿A qué viene todo esto? -dijo Stattner-. ¿El color de mi pelo es una pista? Adoro los misterios.
– No le entretendremos mucho tiempo -manifestó Mish vivamente-. Sólo necesitamos saber dónde estaba usted el domingo pasado, a las ocho de la tarde.
Jeannie se preguntó si tendría coartada. Para él habría sido facilísimo declarar que estuvo jugando a las cartas con algunos tipos de los bajos fondos, a los que luego pagaría para que confirmasen sus palabras, o decir que había estado en la cama con alguna furcia, lo cual perjuraría lo que fuese a cambio de un chute de droga.
Pero, ante la sorpresa de Jeannie, el muchacho dijo: -Eso es fácil. Estaba en California.
– ¿Alguien puede corroborarlo?
Se echo a reír.
– Más o menos, un millón de personas, supongo.
Jeannie empezó a presentir la catástrofe. No era posible que contase con una verdadera coartada. Tenía que ser el violador.
– ¿Qué quiere decir? -pregunto Mish.
– Asistía a los Emmy.
Jeannie recordó que el televisor de la habitación que ocupaba Lisa en el hospital retransmitía la cena de los Premios Emmy ¿Cómo podía ser que Wayne hubiese estado en la ceremonia? Difícilmente habría podido presentarse en el aeropuerto en el tiempo que tardó Jeannie en llegar al hospital.
– No obtuve ningún premio, naturalmente -añadió-. No estoy en ese negocio. Pero si se lo dieron a Salina Jones, y es una vieja amiga.
Lanzó un vistazo hacia la pintura al óleo y Jeannie comparendo que la mujer del cuadro era la actriz que interpretaba el papel de Babe, la hija del quisquilloso Brian, el del restaurante de la comedia Too Many Cooks. Sin duda había posado.
– Salina ganó el premio a la mejor actriz de comedia -informó Wayne-, y la besé en ambas mejillas cuando bajó del escenario con el trofeo en la mano. Fue un momento divino, que las cámaras de televisión captaron y difundieron al instante por todo el mundo. Lo tengo en video. Y hay una foto en el número de la revista People de esta semana.
Señaló una revista que estaba encima de una carpeta.
Jeannie la cogió. Había en ella un retrato de Wayne, increíblemente elegante con su esmoquin, besando a Salina mientras la muchacha sostenía la estatuilla del Emmy.
El pelo de Wayne era negro.
El pie de la foto decía: «El empresario de clubes nocturnos de Nueva York, Wayne Stattner, felicita a su antigua amante Salina Jones tras recibir esta en Hollywood, el domingo por la noche, el Emmy por Too Many Cooks.
Como coartada no podía ser más inexpugnable.
¿Cómo era posible?
– Bien, señor Stattner -dijo Mish-, no es preciso que le robemos más tiempo.
– ¿Qué pensaban que pude haber hecho?
– Investigamos una violación que tuvo lugar en Baltimore el domingo por la noche.
– Yo no estaba -dijo Wayne.
Mish miró la crucifixión y el muchacho siguió la dirección de sus ojos.
– Todas mis víctimas son voluntarias -declaró Wayne, y dedicó a Mish una larga y sugestiva mirada.
La detective se sonrojó y dio media vuelta.
Jeannie estaba desolada. Todas sus esperanzas se habían volatilizado. Pero su cerebro continuaba trabajando y cuando se disponían a salir, dijo:
– ¿Puedo preguntarle una cosa?
– Faltaría más -accedió Wayne, siempre atento.
– ¿Tiene hermanos o hermanas?
– Soy hijo único.
– En la época en que usted nació, su padre estaba en el ejército ¿me equivoco?
– No, era instructor de pilotos de helicóptero en Fort Bragg. ¿Cómo pudo adivinarlo?
– ¿Sabe usted si su madre tenía dificultades para concebir?
– Son preguntas muy extrañas para una agente de policía.
– La doctora Ferrami -explicó Mish- es una científica de la Universidad Jones Falls. Sus investigaciones están directamente relacionadas con el caso en que trabajo.
– ¿Le dijo alguna vez su madre -preguntó Jeannie- que recibiera tratamiento de fertilidad?
– A mí no.
– ¿Le importaría si se lo preguntara?
– Está muerta.
– Lo lamento. ¿Y su padre?
Wayne se encogió de hombros.
– Podría usted llamarle.
– Me gustaría.
– Reside en Miami. Le daré el número.
Jeannie le tendió una pluma. Wayne escribió un número en una página de la revista People y rasgó la esquina.
Fueron hacia la puerta.
– Gracias por su colaboración, señor Stattner -dijo Herb.
– A su disposición en todo momento.
Mientras bajaban en el ascensor, Jeannie dijo desconsolada:
– ¿Crees en su coartada?
– La comprobaré -repuso Mish-. Pero tiene todo el aspecto de ser sólida.
Jeannie sacudió la cabeza.
– No puedo creer que sea inocente.
– Es tan culpable como Satanás… pero no de esto.
Steve aguardaba junto al teléfono. Permanecía sentado en la amplia cocina de la casa de sus padres en Georgetown y, a la espera de la llamada de Jeannie, se dedicó a observar como preparaba su madre el rollo de carne picada. Steve se preguntó si Jeannie y la sargento Delaware encontrarían a Wayne Stattner en sus señas de Nueva York. Se preguntó también si el sospechoso confesaría haber violado a Lisa Hoxton.
La madre cortaba cebollas. Se había quedado aturdida y atónita cuando le dijeron por primera vez lo que le hicieron en la Clínica Aventina en diciembre de 1972. En realidad no acababa de creérselo, pero lo había aceptado provisionalmente, para no estropear el argumento, mientras hablaban con el abogado. La noche anterior, Steve estuvo hasta muy tarde sentado con sus padres, comentando la extraña historia. La madre se indignó; el que unos médicos experimentasen con pacientes sin permiso de éstos era algo que la ponía furiosa. Uno de los caballos de batalla de su columna, al que aludía con frecuencia, era el derecho de las mujeres a controlar su propio cuerpo.
Sorprendentemente, el padre se lo tomó con más calma. Steve hubiera esperado de él una reacción más enérgica ante el aspecto descabellado de todo aquel asunto. Pero el padre se manifestó infatigablemente racional, le dio vueltas y vueltas a la lógica de Jeannie, especuló con otras explicaciones posibles del fenómeno de los trillizos y al final llegó a la conclusión de que probablemente la muchacha estaría en lo cierto. No obstante, reaccionar con tranquilidad formaba parte del código del padre. No le indicaba a uno necesariamente lo que el hombre sentía o pensaba en su fuero interno. En aquel preciso instante, el hombre estaba en el jardín, regando apaciblemente un macizo de flores, pero por dentro podía estar a punto de estallar.
La madre empezó a freír las cebollas y a Steve se le hizo la boca agua al percibir el olor.
– Rollos de carne picada con puré de patatas y salsa de tomate -comentó-. Uno de mis platos favoritos.
La mujer sonrió.
– Cuando tenías cinco años me lo pedías a diario.
– Ya me acuerdo. En aquella pequeña cocina de Hoover Tower.
– ¿Te acuerdas de eso?
– Sí. Me acuerdo de la mudanza y de lo extraño que me resultó tener una casa en vez de un piso.
– Eso fue en cuanto empecé a ganar dinero con mi primer libro, Qué hacer cuando una no puede quedar embarazada . -Suspiró-. Si sale a la luz la verdad acerca de como quedé embarazada, ese libro va a parecer un camelo de pronóstico.
– Confío en que todas las personas que lo compraron no te exijan que les devuelvas el dinero.
La madre echó la carne picada en la sartén, junto con las cebollas, y se secó las manos.
– Me he pasado toda la noche pensando en todo este asunto y ¿sabes una cosa? Me alegro de que me hicieran lo que me hicieron en la Clínica Aventina.
– ¿Cómo es eso? Anoche estabas que te subías por las paredes.
– Y en cierto sentido aún me tiene furiosa el que me manipularan como a un chimpancé de laboratorio. Pero he comprendido algo sencillo. Si no hubiesen hecho experimentos conmigo, no te habría alumbrado. Aparte de eso, no importa ninguna otra cosa.
– ¿No te importa el que no sea realmente tuyo?
Ella le rodeó con los brazos.
– Eres mío, Steve. Eso nada puede cambiarlo.
Sonó el teléfono y Steve lo arrancó de la horquilla.
– ¡Dígame!
– Aquí, Jeannie.
– ¿Cómo ha ido todo? -preguntó Steve casi sin aliento-. ¿Estaba allí?
– Sí, y es tu doble, salvo que lleva el pelo teñido de negro.
– Dios mío… somos tres.
– Sí. La madre de Wayne ha muerto, pero acabo de hablar con el padre, que vive en Florida, y me confirmó que su mujer recibió tratamiento en la Clínica Aventina.
Era una buena noticia, pero la voz de Jeannie irradiaba desánimo y Steve controló su euforia.
– No pareces todo lo animada que deberías.
– Tiene una coartada para el domingo.
– ¡Mierda! -Las esperanzas de Steve naufragaron de nuevo-. ¿Cómo es posible? ¿Qué clase de coartada?
– A toda prueba. Estaba en la entrega de los Emmy en Los Ángeles. Hay fotografías.
– ¿Se dedica al cine?
– Es propietario de clubes nocturnos. Es una celebridad de segunda.
Steve comprendió por qué estaba Jeannie tan abatida. Su descubrimiento de Wayne había sido algo genial…, pero no les permitía avanzar un solo metro. Steve se sintió tan desconcertado como alicaído.
– ¿Quién violó a Lisa, pues?
– ¿Recuerdas lo que dice Sherlock Holmes? «Una vez has eliminado lo imposible, lo que queda, por improbable que resulte, tiene que ser la verdad.» ¿O quizás es Hércules Poirot quien lo dice?
A Steve, el corazón se le había congelado. ¿No creería Jeannie que fue él, Steve, quien violó a Lisa?
– ¿Y cuál es la verdad?
– Hay cuatro gemelos.
– ¿Cuatrillizos? Jeannie, esto es para volverse loco.
– Exactamente cuatrillizos, no. Me resulta imposible creer que este embrión se dividiera en cuatro por accidente. Tuvo que ser deliberado, parte del experimento.