Pero ahora estaba inquieto y desesperado. Aquella tarde, su abogado había ido a hablar con la sargento Delaware de la Unidad de Delitos Sexuales. La detective le dijo que tenía ya los resultados de la prueba de ADN. Las muestras de ADN del esperma extraído de la vagina de Lisa Hoxton coincidían exactamente con el ADN de la sangre de Steve.
Estaba destrozado. Había tenido la absoluta certeza de que la prueba de ADN iba a poner fin a aquella angustia.
Se daba cuenta de que su abogado ya no le creía inocente. Mamá y papá sí, pero estaban desconcertados; ambos tenían suficientes conocimientos como para comprender que las pruebas de ADN eran extraordinariamente fiables.
En sus peores momentos se preguntaba si no tendría alguna clase de doble personalidad. Tal vez existía otro Steve que tomaba las riendas, violaba mujeres y luego le devolvía su cuerpo. De ese modo, él ignoraría lo que había hecho. Recordó, alarmado, que durante su pelea con Tip Hendricks, hubo unos cuantos segundos en los que perdió el control de la razón. Y también había estado decidido a hundir los dedos en el cerebro de Gordinflas Butcher. ¿Era su alter ego quien hacía esas cosas? En realidad, no lo creía así. Debía existir otra explicación.
El rayo de esperanza lo representaba el misterio que los envolvía a él y a Dennis Pinker. Dennis tenía el mismo ADN que Steve. Algo no encajaba allí. Y la única persona que podía poner en claro el enigma era Jeannie Ferrami.
Los chicos de la escuela desaparecieron dentro de sus casas y el sol se ocultó tras la hilera de viviendas del otro lado de la calle. Hacia las seis de la tarde, el Mercedes rojo aparcó en un hueco, a unos cincuenta metros de distancia, y Jeannie se apeó del vehículo. De momento no vio a Steve. Abrió el maletero y sacó del mismo una gran bolsa de basura de plástico negro. Después cerró el automóvil y echó a andar por la acera, en dirección a Steve. Iba vestida más bien elegante, con traje sastre de falda negra, pero estaba despeinada y Steve notó en sus andares un cansino abatimiento que le llegó al alma. Se preguntó qué le habría ocurrido para que ofreciese aquel aspecto de derrota. Aunque aún resultaba espléndida y la contempló con el ánimo saturado de deseo.
Cuando la tuvo cerca de si, Steve se irguió, sonriente, y avanzó un paso hacia ella.
Jeannie le miró, fijó la vista y le reconoció. Una expresión de horror apareció en el rostro de la mujer.
Se quedo boquiabierta y luego emitió un grito.
Steve se detuvo en seco. Preguntó hecho un lío:
– ¿Qué ocurre, Jeannie?
– ¡Apártate de mí! -chilló Jeannie-. ¡No me toques! ¡Ahora mismo llamo a la policía!
Anonadado, Steve alzó las manos en gesto defensivo.
– Claro, claro, lo que tú digas. No voy a tocarte, conforme? ¿Qué diablos te pasa?
En la puerta del domicilio de Jeannie apareció un vecino de la casa compartida. Debía de ser el ocupante del apartamento de la planta baja, se figuró Steve. Era un anciano de color, que llevaba camisa de cuadros y corbata.
– ¿Todo va bien, Jeannie? -dijo-. Me pareció oír gritar a alguien.
– Fui yo, señor Oliver -dijo Jeannie con voz temblona-. Este sinvergüenza me agredió en mi propio coche, en Filadelfia.
– ¿qué te agredí? -exclamó Steve, incrédulo-. ¡Yo no haría semejante cosa!
– Lo hiciste hace un par de horas, hijo de Satanás.
Steve se sintió dolido. Que le acusaran de brutalidad le molestaba.
– Vete a hacer gárgaras. Hace años que no he estado en Filadelfia.
Intervino el señor Oliver.
– Este joven caballero lleva más de dos horas sentado en esa tapia, Jeannie. Esta tarde no ha estado en Filadelfia.
Jeannie parecía indignada y a punto de tildar de embustero a su bonachón vecino.
Steve observo que no llevaba medias; sus piernas al aire resaltaban de modo extraño entre la formal indumentaria que vestía. Un lado del rostro estaba ligeramente hinchado y enrojecido. El enfado de Steve se evaporó. Alguien la había atacado. Deseaba con toda el alma abrazarla y consolarla. El hecho de que ella le tuviese miedo aumentaba la aflicción del muchacho.
– Te hizo daño -dijo-. El malnacido.
Cambió la cara de Jeannie. La expresión de terror desapareció. Se dirigió al vecino:
– ¿Llegó aquí hace dos horas?
El hombre se encogió de hombros.
– Hace una hora y cuarenta minutos, quizá cincuenta.
– ¿Está seguro?
– Jeannie, si estaba en Filadelfia hace dos horas ha tenido que volver aquí en el Concorde.
Jeannie miró a Steve.
– Debió de ser Dennis.
Steve anduvo hacia ella. Jeannie no retrocedió. Steve alargó el brazo y con la yema de los dedos rozó la mejilla hinchada.
– Pobre Jeannie -compadeció.
– Creí que eras tú. -Las lágrimas afluyeron a los ojos de Jeannie.
La acogió en sus brazos. Poco a poco, el cuerpo de Jeannie fue perdiendo rigidez y acabó por apoyarse en Steve confiadamente. Él le acarició la cabeza y después enroscó los dedos entre las ondas de la espesa mata de pelo oscuro. Cerró los ojos y pensó en lo fuerte y esbelto que era el cuerpo de Jeannie. Apuesto a que Dennis también se llevo alguna magulladura, pensó. Así lo espero.
El señor Oliver tosió.
– ¿Les apetecería una taza de café, jóvenes?
Jeannie se despegó de Steve.
– No, gracias -declinó-. Voy a cambiarme de ropa.
La tensión estaba escrita en su rostro, pero eso la hacía aparecer más encantadora. Me estoy enamorando de esta mujer, pensó Steve. No es sólo que desee acostarme con ella… aunque eso también. Quiero que sea mi amiga. Quiero ver la tele con ella, acompañarla al supermercado y darle cucharadas de jarabe cuando esté resfriada. Quiero contemplarla mientras se cepilla los dientes, se pone los vaqueros y unta la mantequilla en la tostada. Quiero que me pregunte que tono naranja de lápiz de labios le sienta mejor y qué hojas de afeitar debería comprar y a qué hora volveré a casa.
Se preguntó si tendría valor para decirle todo eso.
Jeannie cruzó el porche hacia la puerta. Steve titubeó. Se moría por seguirla, pero necesitaba que ella le invitase.
Jeannie dio media vuelta en el umbral.
– Venga, vamos -dijo.
La siguió escaleras arriba y entró tras ella en el vestíbulo. Jeannie dejó caer encima de la alfombra la bolsa negra de plástico. Entró en la minúscula cocina, se sacudió los zapatos de los pies y luego, ante los atónitos ojos de Steve, los soltó dentro del cubo de la basura.
– Jamás volveré a ponerme estas malditas prendas -afirmó en tono furibundo.
Se quitó la chaqueta y la arrojó al mismo sitio que los zapatos Después, mientras Steve la miraba incrédulo, se desabotonó la blusa, se la quitó y la echó también al cubo de la basura.
Llevaba un sencillo sostén negro de algodón. Steve pensó que no iría a quitárselo delante de él. Pero Jeannie se llevó las manos a la espalda, lo desabrochó y también lo tiró a la basura. Tenía unos pechos firmes, más bien pequeños, de erectos pezones castaños. Se veía una tenue señal roja en la parte de los hombros donde lo tirantes del sostén habían apretado un poco más de la cuenta. Steve se le secó la garganta.
Jeannie se bajó la cremallera y dejó que la falda fuese a parar al suelo. Llevaba sólo unas bragas tipo bikini. Steve la contempló boquiabierto. Aquel cuerpo era perfecto: hombros firmes, senos estupendos, vientre liso y piernas largas y bien torneadas. Jeannie se quitó las bragas, hizo un fardo junto con la falda y lo metió todo en el cubo de la basura. Su vello púbico era una espesa masa de rizos negros.
Miró a Steve durante unos segundos, con incertidumbre en la expresión, casi como si no estuviese segura de lo que pudiera estar haciendo allí. Luego dijo:
– Tengo que ducharme.
Desnuda, pasó por su lado. Steve volvió la cabeza y se la comía con los ojos, observó vorazmente su espalda y absorbió los detalles de los omóplatos, la estrecha cintura, la rotundez curvilínea de las caderas y los músculos de las piernas. Era tan adorable que hacía daño.
Jeannie salió de la estancia. Al cabo de un momento Steve oyó el rumor del agua corriente.
– ¡Jesús! jadeo. Se sentó en el sofá tapizado de negro. ¿Qué significaba aquello? ¿Era alguna clase de prueba? ¿Qué trataba Jeannie de decir? Sonrió. Vaya cuerpo maravilloso, tan fuerte y esbelto, tan armonioso y perfectamente proporcionado. Ocurriera lo que ocurriese, jamás olvidaría aquella magnifica figura.
Estuvo duchándose un buen rato. Steve se dio cuenta de que, con el dramatismo de la acusación a él se le olvidó darle la desconcertante noticia. Por fin, el rumor del agua cesó. Un minuto después Jeannie volvía a la habitación, envuelta en un albornoz rosa fucsia y con el pelo húmedo aplastado sobre la cabeza. Tomó asiento en el sofá, junto a él, y preguntó:
– ¿Lo he soñado o me desnudé delante de ti?
– De sueño, nada -repuso Steve-. Tiraste toda tu ropa al cubo de la basura.
– Dios mío. No sé qué me ha pasado.
– No tienes porque excusarte. Me alegro de que confiaras en mí hasta ese extremo. No puedo explicarte lo que significa para mí.
– Debes de pensar que me falta un tornillo.
– No, pero creo que probablemente estabas conmocionada por lo que te sucedió en Filadelfia.
– Quizá sea eso. Sólo recuerdo que sentía la imperiosa necesidad de desembarazarme enseguida de la ropa que llevaba cuando ocurrió.
– Puede que este sea el momento de abrir la botella de vodka que guardas en la nevera.
Jeannie negó con la cabeza.
– Lo que realmente me apetece es un té de jazmín.
– Deja que te lo prepare. -Steve se levantó y pasó al otro lado del mostrador de la cocina-. ¿Por qué llevas de un lado a otro esa bolsa de basura?
– Hoy me han despedido. Metieron todos mis efectos personales en esta bolsa, la dejaron en el pasillo y cerraron la puerta con llave.
– ¿Qué? -Steve no podía creerlo-. ¿Cómo ha sido eso?
– El New York Times ha publicado hoy un artículo en el que dice que el empleo por mi parte de bases de datos viola la intimidad de las personas. Pero creo que lo que ocurre es que Berrington Jones utiliza ese artículo como excusa para deshacerse de mí.
Steve ardía de indignación. Deseaba protestar, salir en defensa de Jeannie, salvarla de aquella artera persecución.
– ¿Pueden despedirte así, sin más?
– No, mañana por la mañana se celebrará una audiencia ante la comisión de disciplina del consejo de la universidad.
– Tú y yo estamos pasando una semana increíblemente mala.