Le sorprendió encontrar a Annette Bigelov esperándola en la puerta del despacho. Annette era una graduada cuya tarea supervisaba Jeannie como parte de sus funciones pedagógicas. La doctora recordó en aquel momento que la semana anterior Annette había presentado su propuesta de trabajo anual y concertaron una cita para aquella mañana con objeto de tratar el tema. Jeannie decidió en principio cancelar la reunión; tenía cosas más importantes que hacer. Pero al ver la expresión ilusionada del rostro de la joven pensó en lo trascendentales que resultaban esas reuniones cuando una era estudiante, por lo que se obligó a sonreír a la chica.
– Lamento haberte hecho esperar -dijo-. Pongamos manos a la obra inmediatamente.
Por suerte, había leído la propuesta meticulosamente y tenía tomadas unas notas. Annette tenía la intención de rastrear los datos existentes sobre gemelos, con vistas a descubrir correlaciones en las zonas de los puntos de vista políticos y las actitudes morales. Se trataba de una idea interesante y el plan de Annette era científicamente sólido. Jeannie sugirió algunas mejoras de menor cuantía y dio el visto bueno para que la muchacha tirara adelante.
Cuando Annette se marchaba, Ted Ransome asomó la cabeza por el hueco de la puerta.
– Tienes cara de estar a punto de cortarle los cataplines a alguien -comentó.
– A ti no -sonrío Jeannie-. Entra y toma una taza de café.
Handsome Ransome (Ransome el Hermoso) era su favorito entre los varones del departamento. Profesor adjunto que estudiaba la psicología de la percepción, estaba felizmente casado y tenía dos hijos pequeños. Jeannie sabía que la encontraba atractiva, pero Ransome nunca se le insinuó. Entre ellos se producía una agradable vibración sexual que en ningún momento amenazó con convertirse en problema.
Jeannie accionó el interruptor de la cafetera situada junto al escritorio y le contó el asunto planteado por el New York Times y Maurice Obell.
– Pero queda en el aire la gran cuestión -concluyó-. ¿Quién le fue con el cuento al Times?
– Tiene que haber sido Sophie -apuntó Ransome.
Sophie Chapple era la única otra mujer del departamento de psicología de la facultad. Aunque se acercaba a la cincuentena y era profesora titular, consideraba a Jeannie una especie de rival y desde el principio del semestre no dejó de manifestar su envidia ni de quejarse de todo lo relacionado con Jeannie, desde sus minifaldas hasta la forma en que aparcaba el coche.
– ¿Sería capaz de una faena así? -preguntó Jeannie.
– Y sin dudarlo.
– Supongo que tienes razón. -A Jeannie no cesaba de maravillarle la mezquindad de los científicos de primera fila. En cierta ocasión había visto a un admirado matemático propinar un puñetazo al físico más brillante de Estados Unidos por colarse en la cola de la cafetería-. Tal vez se lo pregunte.
Ransome enarcó las cejas.
– Te mentirá.
– Pero su culpabilidad puede delatarla.
– Habrá bronca.
– Ya hay bronca.
Sonó el teléfono. Jeannie descolgó e hizo una seña a Ted, indicándole que sirviera el café.
– Hola.
– Aquí, Naomi Freelander.
Jeannie vaciló.
– No sé si me apetece hablar con usted
– Tengo entendido que ha dejado de utilizar bases de datos médicos en su proyecto de búsqueda.
– No es así.
– ¿Qué significa eso de que no es así?
– Significa que no lo he dejado. Su llamada telefónica provocó cierto debate, pero no se ha adoptado ninguna decisión.
– Tengo aquí un fax de la oficina del presidente de la universidad. En él, la universidad pide disculpas a las personas cuya intimidad haya sido violada y les asegura que el programa se ha interrumpido.
Jeannie se quedó de piedra.
– ¿Enviaron ese comunicado?
– ¿No lo sabía usted?
– Vi un borrador y manifesté mi desacuerdo.
– Parece que han cancelado su programa sin decírselo.
– No pueden hacerlo.
– ¿Qué quiere decir?
– Tengo un contrato con esta universidad. No pueden hacer lo que les salga de sus malditas narices.
– ¿Me está diciendo que va a continuar usted con el proyecto, en franco desafío a las autoridades universitarias?
– Aquí no entra el desafío. No tienen potestad para darme órdenes. -Se percato de que Ted la estaba mirando. El hombre alzo una mano y la movió de derecha a izquierda en gesto negativo. Jeannie comprendió que Ted tenía razón; aquel no era modo de hablar a la prensa. Cambio de táctica. En tono más moderado, dijo-: Usted misma dijo que la violación de intimidad, en este caso, es potencial.
– Sí.
– Y ha fracasado rotundamente en su intento de encontrar una sola persona dispuesta a quejarse de mi programa. Pese a todo, no tiene escrúpulos en seguir intentando que se cancele mi proyecto.
– Yo no juzgo, informo.
– ¿Sabe de qué va mi investigación? Intento descubrir qué es lo que convierte a la gente en criminales. Soy la primera persona que ha creado un método realmente prometedor para estudiar este problema. Si las cosas salen como espero, mi descubrimiento podría hacer de nuestro país un lugar mucho mejor para que crezcan en el sus nietos.
– No tengo nietos.
– ¿Esa es su excusa?
– No necesito excusas…
– Tal vez no, pero ¿no obraría usted mucho mejor procurando descubrir un caso de violación de intimidad que realmente preocupase a alguien? ¿No sería ese, incluso, un reportaje mucho mejor para su periódico?
– Seré yo quien juzgue eso.
Jeannie suspiró. Se había esforzado al máximo. Rechinó los dientes y procuró poner fin a la conversación con un toque amistoso.
– En fin, le deseo suerte.
– Agradezco su colaboración, doctora Ferrami.
– Adiós. -Jeannie colgó y dijo-: ¡zorra!
Ted le tendió una taza de café.
– Deduzco que han anunciado la cancelación de tu programa.
– No lo entiendo. Berrington me dijo que hablaríamos acerca de lo que íbamos a hacer.
Ted bajo la voz:
– No conoces a Berry tan bien como yo. Créeme, es una serpiente. Yo no lo perdería de vista.
– Tal vez fue un error -dijo Jeannie, deseosa de agarrarse a un clavo ardiendo-. Quizá la secretaria del doctor Obell envió el comunicado por equivocación.
– Es posible -concedió Ted-. Pero yo apuesto mi dinero sobre la teoría de la serpiente.
– ¿Crees que debería llamar al Times y decir que la persona que contestó en mi teléfono era un impostor?
Ted se echó a reír.
– Lo que creo es que deberías presentarte en el despacho de Berry y preguntarle si tenía intención de enviar el comunicado antes de hablar contigo.
– Buena idea.
Jeannie se bebió el café y se levantó.
Ted fue hacia la puerta.
– Buena suerte. Estoy contigo.
– Gracias.
Jeannie pensó en darle un beso en la mejilla, pero decidió no hacerlo. Se alejó pasillo adelante y subió el tramo de escaleras que conducía al despacho de Berrington. La puerta estaba cerrada con llave. Continuó su camino, rumbo a la oficina de la secretaria que estaba al servicio de todos los profesores.
– ¡Hola, Julie! ¿Dónde esta Berry?
– Se marchó y dijo que hoy ya no volvería, pero me pidió que te diese cita para mañana.
Maldición. El hijo de mala madre le daba esquinazo. La teoría de Ted era acertada.
– ¿A qué hora?
– A las nueve y media.
– Aquí estaré.
Bajó a su planta y entró en el laboratorio. Sentada ante el banco de trabajo, Lisa verificaba la concentración de los ADN de Steven y Dennis que tenía en las probetas. Había mezclado dos microlitros de cada muestra con dos mililitros de tintura fluorescente. La tintura brillaba en contacto con el ADN y la intensidad del brillo indicaba la cantidad de ADN, que medía un fluorímetro dotado de un cuadrante que daba el resultado en nanogramos de ADN por microlito de muestra.
– ¿Cómo estás? -preguntó Jeannie.
– Muy bien.
Jeannie observó con atención el semblante de Lisa. Seguía en negativo, eso saltaba a la vista. Concentrada en la tarea, su expresión era impasible, pero se la apreciaba tensa bajo la superficie.
– ¿Hablaste ya con tu madre?
Los padres de Lisa vivían en Pittsburgh.
– No quiero preocuparla.
– Para eso está. Llámala.
– Quizás esta noche.
Jeannie le contó la historia de la reportera del New York Times mientras Lisa seguía con su trabajo: mezcló muestras de ADN con una enzima denominada endonucleasa de restricción. Estas enzimas destruyen el ADN extraño que pueda introducirse en el cuerpo. Actúan cortando la molécula larga de ADN en miles de fragmentos. Lo que las hacía tan útiles para los ingenieros genéticos era que las endonucleasas siempre seccionan el ADN en el mismo punto específico. Así que los fragmentos de dos muestras de sangre se podían comparar. Caso de corresponderse, la sangre era de un solo individuo o de gemelos idénticos. Si los fragmentos eran distintos, debían proceder de individuos diferentes.
Era como cortar dos centímetros de la cinta de casete de una ópera. Se toma un corte de cinco minutos del principio de dos cintas distintas: si la música de ambas piezas de cinta es un dúo que canta Se a caso madama , los trozos de cinta son de Las bodas de Fígaro . Para eludir la posibilidad de que dos óperas completamente distintas pudieran tener la misma secuencia de notas, era necesario comparar varios fragmentos, no sólo uno.
El proceso de fragmentación llevaba varias horas y no podía apresurarse: si el ADN no se fragmentaba en su totalidad, la prueba no resultaría.
A Lisa le causó bastante impacto el relato que le hizo Jeannie, pero no se mostró tan compasiva como la doctora esperaba. Tal vez era porque Lisa había sufrido un trauma devastador sólo tres días antes y, en comparación, la crisis de Jeannie parecía ser menos grave.
– Si hubieses de decir adiós a tu proyecto -dijo Lisa-, ¿qué otro estudio emprenderías?
– No tengo ni idea -replicó Jeannie-. No puedo imaginar que tenga que despedirme de este.
Jeannie se daba cuenta de que Lisa era incapaz de identificarse afectivamente, de comprender ese anhelo que impulsa a los científicos. Para Lisa, ayudante de laboratorio, un proyecto de investigación era más o menos igual que otro.
Jeannie volvió a su despacho y telefoneó a la Residencia Bella Vista del Ocaso. Con todo lo que le estaba ocurriendo a ella, se le había pasado por alto hablar con su madre.
– ¿Podría ponerme con la señora Ferrami, por favor? -pidió.