Литмир - Электронная Библиотека
A
A

– Debo parecerme al individuo que lo hizo -dijo. Se sorbió la nariz y tragó saliva-. La víctima me señaló en una rueda de reconocimiento. Y me encontraba por las cercanías cuando ocurrieron los hechos, eso ya se lo dije a la policía. La prueba de ADN demostrará mi inocencia, pero tarda tres días. Confío en obtener la libertad bajo fianza hoy.

– Hay que decirle al juez que estamos aquí -expresó el padre-. Eso probablemente sea algo a tu favor.

Steve se sintió como un chiquillo al que consolaba su padre. Llevó a su mente el recuerdo del día en que dispuso de su primera bicicleta. Debió de ser cuando cumplió los cinco años. Era una bici de dos ruedas, que llevaba en la trasera otras dos más pequeñas, estabilizadoras, para evitar las caídas. La casa tenía un amplio jardín con una escalera de dos peldaños que llevaba al patio, situado a un nivel más bajo. «Ve por el césped y no te acerques a los escalones», le había dicho papá; pero lo primero que hizo el pequeño Stevie fue precisamente tratar de bajar aquellos peldaños montado en la bicicleta. Fue a parar al suelo, lastimándose y estropeando la bici. Tuvo la plena certeza de que papá se enfadaría mucho con él por haber desobedecido una orden directa. Papá le levantó del suelo, le curó las heridas con cuidado y aunque Stevie esperaba un estallido de indignación, este no se produjo. Papá nunca decía: «Ya te lo advertí». Sucediera lo que sucediese, los padres de Steve siempre estaban de su parte.

Entró el juez.

Era una atractiva mujer blanca, de unos cincuenta años, menuda y pulcra. Vestía toga negra y llevaba una lata de Coca-Cola baja en calorías, que, al sentarse, depositó encima de la mesa.

Steve trató de leer en su expresión. ¿Era una mujer cruel o benévola? ¿Una señora de carácter afectuoso y mentalidad liberal, un alma de Dios, o una sargentona ordenancista que anhelaba en secreto enviarlos a todos a la silla eléctrica? Steve observó atentamente las azules pupilas de la juez, su nariz aguda, su cabellera morena veteada de hebras grises. ¿Tenía esposo con la barriga propia del bebedor de cerveza, un hijo crecido del que preocuparse y unos nietos a los que adoraba y con los que solía jugar revolcándose con ellos encima de la alfombra? ¿O vivía sola en un piso caro lleno de muebles modernos con agudas esquinas? Las clases de derecho que había recibido le informaron de las razones teóricas existentes para conceder o denegar las peticiones de fianza, pero ahora le parecían poco menos que improcedentes. Lo único que en realidad tenía importancia era si aquella mujer era bondadosa o no.

La juez recorrió con la vista la hilera de presos y saludó:

– Buenas tardes. Voy a examinar sus solicitudes de fianza.

Su voz era baja, pero clara, su dicción, precisa. A su alrededor, todo parecía exacto y ordenado…, salvo aquella lata de Coca-Cola, un toque humano que despertó las esperanzas de Steve.

– ¿Han recibido todos ustedes sus respectivos pliegos de cargos?

Todos los tenían. La juez recitó un escrito relativo a los derechos de los acusados y el modo de conseguir abogado.

Una vez concluido ese trámite, indicó: -Cuando mencione su nombre, tengan la bondad de levantar la mano derecha… Ian Thompson.

Un preso levantó la mano. La juez leyó las acusaciones y las condenas que podían corresponderle. A Ian Thompson se le acusaba de haber desvalijado tres casas de un lujoso barrio de Roland Park. Era un joven hispano que llevaba el brazo en cabestrillo, que no manifestó el menor interés por su destino y al que parecía aburrirle todo el proceso.

Cuando la juez le dijo que tenía derecho a una vista preliminar y a un juicio con jurado, Steve aguardó con impaciencia si concedía o no la fianza a Ian Thompson.

Se puso en pie el encargado de la investigación preliminar. Expuso, hablando apresuradamente, que Thompson llevaba un año viviendo en el mismo domicilio, tenía esposa y un hijo, pero carecía de trabajo. También era heroinómano y tenía antecedentes delictivos. Steve no habría enviado a la calle a un hombre como aquel.

Sin embargo, la juez fijó una fianza de veinticinco mil dólares. El ánimo de Steve se elevó. Sabía que normalmente el acusado sólo ha de depositar el diez por ciento, en efectivo, de la fianza que se le establezca, así que Thompson se vería libre si lograba reunir dos mil quinientos dólares. Eso parecía indulgente de veras.

A continuación le toco el turno a una de las chicas. Se había peleado con otra y se le acusaba de agresión. El investigador preliminar explicó a la juez que la joven vivía con sus padres y trabajaba en la sección de control de un supermercado próximo. Evidentemente no era en absoluto peligrosa y la juez declaró que salía fiadora bajo su propia responsabilidad, lo que significaba que no tenía que pagar cantidad alguna.

Era otra decisión benévola, y la moral de Steve subió un grado más.

A la demandada, por otra parte, se le ordenó que no se acercara al domicilio de la muchacha con la que tuvo la trifulca. Eso recordó a Steve que un juez podía añadir condiciones a la fianza. El no tendría el menor reparo en mantenerse a distancia de Lisa Hoxton. Ignoraba por completo donde vivía y el aspecto que pudiera tener, pero estaba dispuesto a aceptar cualquier condición que le facilitara la salida de la cárcel.

El siguiente acusado era un hombre blanco de mediana edad cuyo crimen consistía en haber enseñado el pene en plan exhibicionista a las clientes de la sección de artículos para la salud e higiene femenina de un drugstore RiteAid. Contaba con un largo historial de delitos similares. Vivía solo, pero llevaba cinco años residiendo en el mismo domicilio. Ante la sorpresa y desaliento de Steve, la juez le denegó la libertad bajo fianza. El hombre era bajito y delgado; a Steve le pareció un chiflado inofensivo. Pero quizá la juez, mujer al fin y al cabo, era particularmente implacable cuando se trataba de delitos sexuales.

La magistrada miro su papel y convocó:

– Steven Charles Logan.

Steve alzó la mano. «Por favor, déjame salir de aquí, por favor.»

– Se le acusa de violación en primer grado, lo que lleva implícita una posible condena a cadena perpetua.

Steve oyó a su espalda el grito sofocado de su madre.

La juez continuó leyendo los demás cargos y penas; luego, el encargado de la investigación preliminar se puso en pie. Recitó la edad de Steve, su domicilio y ocupación, y declaró que carecía de antecedentes penales y de adicciones a los estupefacientes. Steve pensó que parecía un ciudadano modelo en comparación con los acusados anteriores. Seguramente, la juez tenía que tomar nota de eso, ¿no?

Cuando Purdy terminó, Steve dijo:

– ¿Puedo hacer uso de la palabra, señoría?

– Sí, pero tenga presente que puede ser perjudicial para usted contarme determinados datos acerca del crimen.

Steve se levantó.

– Soy inocente, señoría, aunque al parecer guardo cierta semejanza física con el violador, de manera que si usted me concede la libertad bajo fianza prometo no acercarme a la víctima, si lo estipulara usted como condición de tal fianza.

– Desde luego que lo estipularía.

Deseó pronunciar un buen alegato en petición de la libertad, pero todos los elocuentes discursos que había preparado mientras estaba en la celda habían desaparecido de su cabeza y no se le ocurría nada que decir. Dominado por la frustración, se sentó.

Detrás de él, su padre se puso en pie.

– Señoría, soy el padre de Steve, el coronel Charles Logan. Tendré mucho gusto en responder a cualquier pregunta que desee usted formularme.

La juez le dedicó una mirada glacial.

– No será necesario.

Steve se preguntó porqué la intervención de su padre parecía incomodar a la juez. Acaso sólo pretendía dejar bien claro que no iba a permitir que le impresionara su graduación militar. Puede que deseara decir: «En mi tribunal, todos son iguales, al margen de lo respetables y de clase media que puedan ser».

El padre de Steve volvió a sentarse.

La juez miró a Steve.

– Señor Logan, ¿conocía usted a la mujer con anterioridad al momento en que tuvo efecto el presunto delito?

– Nunca la he visto -respondió Steve.

– ¿No la había visto antes?

Steve supuso que la juez se estaría preguntando si no habría estado el acechando a Lisa Hoxton durante algún tiempo, antes de atacarla.

– Eso no podría asegurarlo, no sé qué aspecto físico tiene -repuso Steve.

La juez pareció reflexionar durante unos segundos, sopesando aquella respuesta. Steve tuvo la impresión de estar aferrado a un saliente con la punta de los dedos. Una palabra de la juez, le salvaría de la caída. Pero si ella le denegaba la fianza, sería como desplomarse en el abismo.

Por fin, la mujer decretó:

– Se concede la libertad bajo una fianza que se fija en la suma de doscientos mil dólares.

El alivio inundó a Steve como una ola que se abatiera sobre él y todo su cuerpo se relajó.

– Gracias a Dios -murmuró.

– No se acercará a Lisa Hoxton, ni irá al 132I de la avenida Vine.

Steve notó de nuevo la mano de su padre apretándole el hombro. Levantó sus manos esposadas y rozó los dedos huesudos del hombre.

Aún iban a transcurrir un par de horas antes de que se viera libre, lo sabía; pero eso ya no le importaba, ahora estaba seguro de que había conseguido la libertad. Se comería seis hamburguesas Big Mac y dormiría veinticuatro horas seguidas. Estaba loco por tomar un baño caliente, ponerse ropa limpia y recuperar su reloj de pulsera. Deseaba disfrutar de la compañía de personas que no dijeran «hijoputa» en cada frase.

Y se dio cuenta, no sin cierta sorpresa, que lo que anhelaba por encima de todo era llamar a Jeannie Ferrami.

23

Jeannie estaba de un humor de perros mientras volvía a su despacho. Maurice Obell era un cobarde. Una reportera agresiva había dejado caer unas cuantas insinuaciones carentes de base, nada más que eso, y el hombre se desmoronó. Y Berrington había resultado demasiado débil para defenderla con eficacia.

El programa informático de búsqueda constituía su creación más importante. Había empezado a desarrollarlo en cuanto se percató de que no llegaría muy lejos en su investigación del mundo de la criminalidad sin un sistema nuevo de localizar sujetos para el estudio. Le había dedicado tres años. Era su único éxito notable, aparte los campeonatos de tenis. Si estaba dotada de algún talento intelectual particular era su extraordinaria aptitud para la programación informática. Aunque estudiaba la psicología de los imprevisibles e irracionales seres humanos, lo realizaba mediante la manipulación de masas ingentes de datos sobre centenares de miles de individuos: era una tarea estadística y matemática. Pensaba que, si su mecanismo de búsqueda no era útil, ella resultaría ser también una calamidad. Lo mismo podía abandonar y pedir plaza de azafata, como Penny Watermeadow.

43
{"b":"93706","o":1}