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Dio con el salón donde iba a celebrarse la conferencia de prensa. Su nombre no figuraba en la lista de invitados -los secretarios engreídos nunca son eficientes-, pero el publicista encargado de la promoción del libro reconoció su rostro y le dio la bienvenida, considerándole un aliciente adicional para las cámaras. Berrington se alegró de vestir la camisa a rayas Turnbull amp; Asser que tan distinguida aparecía en las fotos.

Tomó un vaso de Perrier y echó una ojeada al salón. Había un atril delante de una monumental ampliación de la cubierta del libro, así como una pila de folletos de prensa encima de una mesa lateral. Los equipos de televisión ponían a punto sus focos. Berrington divisó un par de periodistas a los que conocía, pero ninguno de ellos le mereció suficiente confianza.

No obstante, no cesaban de llegar más. Deambuló por la sala, intercambió frases insustanciales con otros asistentes y siguió vigilando la puerta de entrada. La mayor parte de los periodistas le conocía: aunque secundaria, no dejaba de ser una celebridad. Berrington no había leído el libro, pero Dinkey suscribía un programa del ala derecha tradicional que era una versión suavizada de las ideas que Berrington compartía con Jim y Preston, por lo que tuvo la feliz satisfacción de declarar a los periodistas que avalaba sin reservas el mensaje de la obra de Dinkey.

Jim y Dinkey llegaron minutos después de las tres. Inmediatamente detrás de ellos iba Hank Stone, un veterano del New York Times. Calvo, de nariz roja, con el prominente barrigón desparramándose por encima de la cintura de los pantalones, desabrochado el cuello de la camisa, aflojado el nudo de la corbata, desgastadísimos los zapatos marrones, sin duda era el individuo de peor pinta de todo el cuerpo de prensa de la Casa Blanca.

Berrington se preguntó si Hank se plegaría a sus deseos.

Hank no tenía el menor conocimiento de creencias políticas. Berrington lo había conocido quince o veinte años atrás, cuando el periodista preparó un artículo sobre la Genético. Desde que obtuvo el empleo en Washington, había escrito una o dos veces acerca de las ideas de Berrington y en numerosas ocasiones respecto a las de Jim Proust. Daba a las mismas un enfoque más sensacionalista que intelectual, como inevitablemente acostumbran a hacer los reporteros, pero nunca moralizaba al modo santurrón que suelen emplear los periodistas progresistas.

Hank trataría la información conforme a su valor: si pensaba que era una buena historia, la escribiría. Pero ¿podía confiarse en que no iba a profundizar más de la cuenta? Berrington no estaba seguro.

Saludó a Jim y estrechó la mano de Dinkey. Charlaron unos minutos, mientras Berrington oteaba el panorama con la esperanza de descubrir alguna perspectiva más prometedora. Pero ante su vista no apareció nadie mejor y dio comienzo la conferencia de prensa.

Sentado, mientras los oradores pronunciaban sus parlamentos, Berrington contuvo su impaciencia. La verdad es que era muy poco el tiempo con que contaba. De tener unas cuantas fechas de margen es posible que encontrase alguien más apropiado que Hank, pero no sólo no contaba con unas fechas, sino que apenas disponía de unas pocas horas. Y un encuentro aparentemente fortuito como aquel era mucho menos sospechoso que concertar una cita e invitar a un periodista a almorzar.

Cuando concluyeron las disertaciones, Berrington seguía sin haber echado el ojo a alguien mejor que Hank. Cuando los periodistas se dispersaban, Berrington le abordó.

– Hank, me alegro de haber tropezado contigo. Puede que tenga una buena crónica para ti.

– ¡Estupendo!

– Trata del uso indebido de cierta información médica sacada de bases de datos.

Hank hizo una mueca.

– No es precisamente la clase de asunto que trabajo, Berry, pero sigue.

Berrington gruñó para sus adentros: Hank no parecía estar de talante receptivo. Sacó a relucir todo su encanto y tiró adelante:

– Creo que si es un asunto de los que entran en tu terreno, porque eres capaz de ver el potencial que contiene, cosa que se le escaparía a un reportero corriente.

– Está bien, probemos.

– Primero, no estamos manteniendo esta conversación.

– Eso es un poco más prometedor.

– Segundo, puedes preguntarte por qué te estoy proporcionando la historia, pero no formularás ninguna pregunta de labios afuera.

– Cada vez mejor -dijo Hank, pero no hizo ninguna promesa.

Berrington decidió no seguir andándose por las ramas.

– En el departamento de psicología de la Universidad Jones Falls hay una joven investigadora llamada doctora Jean Ferrami. En la búsqueda de sujetos idóneos para su estudio, explora grandes bases de datos médicos sin permiso de las personas cuyos historiales figuran en los archivos.

Hank se pellizcó la colorada nariz.

– ¿Es un asunto sobre ordenadores o sobre ética científica?

– No lo sé, el periodista eres tú.

El entusiasmo de Hank brillaba por su ausencia.

– No es lo que se dice una gran exclusiva sensacional.

«No empieces a hacerte el remolón, hijo de mala madre.» Berrington tocó el brazo de Hank en gesto amistoso.

– Hazme un favor, pregunta por ahí -dijo en tono persuasivo-. Ve a ver al presidente de la universidad, se llama Maurice Obell. Telefonea a la doctora Ferrami. Diles que se trata de un gran reportaje y veremos cómo responden. Creo que tendrás unas reacciones interesantes.

– No sé, no sé.

– Te prometo, Hank, que no perderás el tiempo.

«¡Di que sí, so cabrón, di que sí!»

– Está bien -accedió Hank, tras un breve titubeo.

Berrington trató de disimular su complacencia tras una expresión grave, pero no pudo evitar que en sus labios apareciera un leve sonrisita de triunfo.

Hank la captó y por su rostro cruzó un fruncimiento de recelo.

– No estarás utilizándome, ¿eh, Berry? ¿Estás tratando de valerte de mí para asustar a alguien, quizá?

Berrington sonrió jovialmente y pasó el brazo por los hombros del reportero.

– Confía en mí, Hank -dijo.

20

Jeannie compró un estuche de tres bragas blancas de algodón en un centro comercial de Walgren, en las afueras de Richmond. Se puso unas en los servicios de mujeres del Burger King contiguo. Se encontró entonces mucho mejor.

Era extraño lo indefensa que se había sentido sin aquella prenda íntima. Apenas podía pensar en otra cosa. Sin embargo, durante la época en que estuvo enamorada de Will Temple le encantaba ir de un lado para otro sin bragas. Le hacía sentirse eróticamente provocativa todo el día. Sentada en la biblioteca, trabajando en el laboratorio o simplemente mientras caminaba por la calle solía fantasear pensando en que Will iba a aparecer de pronto, de forma inopinada, enfebrecido por la pasión, y que le diría: «No disponemos de mucho tiempo, pero tengo que poseerte, ahora mismo, aquí mismo», y ella estaría dispuesta para él. Pero al no haber ningún hombre en su vida, necesitaba llevar ropa interior lo mismo que necesitaba llevar zapatos.

De nuevo convenientemente vestida, volvió al coche. Lisa condujo hasta el aeropuerto de Richmond-Williamsburg, donde devolvieron el automóvil de alquiler y cogieron el avión de regreso a Baltimore.

La clave del misterio debía de residir en el hospital donde nacieron Dennis y Steve, musitó Jeannie mientras despegaban. De una manera o de otra, dos gemelos idénticos habían acabado alumbrados por madres distintas. Era un argumento propio de cuento fantástico, pero algo así tenía que haber sucedido.

Repasó los papeles que llevaba en la cartera y comprobó los datos relativos al nacimiento de los dos sujetos. La fecha de nacimiento de Steve era el 25 de agosto. Con horror descubrió que la de Dennis era el 7 de septiembre, casi dos semanas después.

– Debe de haber un error -dijo-. No sé por qué no se me ocurrió cotejarlas antes. Mostró a Lisa los contradictorios documentos.

– Podemos hacer una doble verificación -repuso Lisa.

– ¿Se pregunta en alguno de los formularios en que hospital nació el sujeto?

Lisa emitió una amarga risita.

– Creo que esa es una pregunta que no incluimos en los impresos.

– En estos casos, sin duda fue en un hospital militar. El coronel Logan está en el ejército y cabe imaginar que «el comandante» era soldado en la época en que Dennis vino al mundo.

– Lo comprobaremos.

Lisa no compartía la impaciencia de Jeannie. Para ella no se trataba más que de otro proyecto de investigación. Para Jeannie, sin embargo, lo era todo.

– Quisiera hacer una llamada ahora -exclamó impaciente-. ¿Lleva teléfono este avión?

Lisa enarcó las cejas.

– ¿Estás pensando en llamar a la madre de Steve?

Jeannie percibió una nota de reproche en la voz de Lisa.

– Sí. ¿Por qué no debería hacerlo?

– ¿Sabe ella que Steve está en la cárcel?

– Buen tanto. Lo ignoro. Maldita sea. No voy a ser yo quien le de la mala noticia.

– Es posible que Steve haya telefoneado ya a su casa.

– Tal vez me acerque a la cárcel a ver a Steve. Eso está permitido, ¿no?

– Supongo que sí. Pero tendrán un horario de visitas, como los hospitales.

– Me presentaré allí, a ver si hay suerte. De cualquier modo, siempre puedo llamar a los Pinker. -Hizo una seña a la azafata que se acercaba por el pasillo-. ¿Hay teléfono en el avión?

– No, lo siento.

– Mala suerte.

La azafata sonrió.

– ¿No te acuerdas de mí, Jeannie?

Jeannie la miró a la cara por primera vez y la reconoció inmediatamente.

– ¡Penny Watermeadow! -exclamó. Penny se había doctorado en lengua inglesa en Minnesota el mismo curso que Jeannie-. ¿Qué tal te va?

– Formidable. ¿Y tú qué haces?

– Estoy en la Jones Falls, enzarzada en un programa de investigación con algunos problemas. Tenía entendido que buscabas un trabajo académico.

– Lo buscaba, pero no lo encontré.

Jeannie se sintió un poco incómoda por el hecho de haber conseguido algo que su amiga no logró.

– Mal asunto.

– Ahora me alegro. Disfruto con este trabajo y pagan mejor que en la mayoría de las universidades.

Jeannie no la creyó. Le impresionaba desagradablemente ver a toda una doctora en lengua inglesa trabajando de azafata.

– Siempre creí que serías una profesora estupenda.

– Estuve dando clases una temporada en un instituto de enseñanza media. Hasta que me pegó un navajazo un alumno que discrepaba conmigo respecto a Macbeth. Me pregunté por qué lo hacía, por qué arriesgaba la vida por meter a Shakespeare en la cabeza de unos chicos que no veían la hora de volver a las calles para seguir con sus atracos y sacar dinero con el que comprarse crack.

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