No. Ella no diría nada.
Experimentó un ramalazo de culpabilidad. Siempre se había burlado de las mujeres que sufrían una agresión y no la denunciaban, permitiendo así que el asaltante quedara impune. Ahora, ella estaba haciendo lo mismo.
Comprendió que Dennis contaba con eso. Había previsto cómo se sentiría Jeannie y jugó con la casi certeza de que saldría bien librado. La idea puso a Jeannie tan furiosa que por un momento consideró tirar de la manta sólo para impedir que Dennis se saliera con la suya. Luego vio mentalmente a Temoigne, a Robinson y a todos los demás hombres de la cárcel, que la contemplarían y pensarían «No lleva bragas», y se dio cuenta de que le resultaría demasiado humillante para soportarlo.
Que inteligente era Dennis: tan inteligente como el hombre que había provocado el incendio en el gimnasio y violó a Lisa, tan inteligente como Steve…
– Parece usted un poco agitada -le comentó Robinson-. Supongo que no le gustan las ratas más que a mí.
Jeannie se rehízo. El mal trago estaba superado. Había sobrevivido, no sólo conservando la vida, sino también la vista. Lo ocurrido, ¿era malo?, se preguntó. He podido acabar mutilada o violada. En cambio, sólo perdí una prenda interior. He de sentirme agradecida.
– Me encuentro perfectamente, gracias -respondió.
– En ese caso, la sacaré de aquí.
Abandonaron los tres el locutorio.
Una vez fuera, Robinson ordenó:
– Ve a buscar una fregona, Pinker.
Dennis sonrió a Jeannie: una sonrisa larga y cómplice, como si fueran amantes que hubiesen pasado la tarde juntos en la cama. Luego desapareció en el interior de la cárcel. La muchacha sintió un alivio inmenso al verle alejarse, pero seguía sufriendo los pinchazos de una repugnancia insistente, porque Dennis se llevaba su prenda íntima en el bolsillo. ¿Dormiría con aquellas bragas oprimidas contra la mejilla, como un niño con su osito de felpa? ¿O se envolvería el pene con ellas mientras se masturbaba, imaginándose que le estaba echando un polvo? Hiciera lo que hiciese, Jeannie se sentía participante obligada, nada voluntaria, con su intimidad violada y su libertad personal comprometida.
Robinson la acompañó hasta la puerta principal y le estrechó la mano. Jeannie atravesó la abrasada zona de aparcamiento, hacia el Chevrolet, mientras se decía: ¡Cómo me alegraré de salir de este lugar! Había conseguido la muestra del ADN de Dennis y eso era lo más importante.
Al volante del vehículo, Lisa estaba poniendo en marcha el aire acondicionado. Jeannie se dejó caer pesadamente en el asiento del pasajero.
– Pareces deshecha -observó Lisa, al tiempo que arrancaba.
– Para en la primera zona comercial que encontremos -pidió Jeannie.
– Claro. ¿Qué te hace falta?
– Ahora te lo digo -replicó Jeannie-. Pero no te lo vas a creer.
Después del almuerzo, Berrington se dirigió a un bar situado en un barrio tranquilo y pidió un martini.
La sugerencia que Jim Proust soltó como si tal cosa le había dejado estremecido. Berrington se daba cuenta de que cometió una estupidez al agarrar a Jim por la solapa y levantarle la voz. Pero no lamentaba aquel desahogo. Al menos podía tener la certeza de que Jim conocía con exactitud lo que pensaba el del asunto.
Las peleas entre ellos no eran ninguna novedad. Recordaba su primera gran crisis, al principio de los setenta, cuando estalló el escándalo Watergate. Fue una época terrible: el conservadurismo estaba desacreditado, los políticos paladines de la ley y el orden resultaron ser unos corruptos maleantes y cualquier actividad clandestina, por muy bien intencionada que fuese, empezó de pronto a considerarse como una conspiración anticonstitucional. El pánico se apoderó de Preston Barck, que votó por abandonar el proyecto en pleno. Jim Proust le tildó de cobarde, argumentó coléricamente que no existía ningún peligro y propuso seguir adelante como una empresa conjunta CIA-ejército, tal vez extremando las medidas de seguridad, haciéndolas más estrictas. Sin duda estaría presto a asesinar a cualquier periodista investigador que fisgoneara en lo que llevaban entre manos. Fue Berrington quien sugirió la creación de una firma privada e indicó que debían distanciarse del gobierno. Ahora, de nuevo, volvía a tocarle a él encontrar una vía de escape por la que salir de las dificultades.
En el local reinaba la penumbra y la temperatura era fresca. El televisor de encima de la barra mostraba las imágenes de un culebrón, pero el sonido estaba apagado. La ginebra fría sosegó a Berrington. La irritación que en el había despertado Jim fue evaporándose gradualmente, hasta que sus pensamientos acabaron por centrarse en Jeannie Ferrami.
La alarma le había impulsado a hacer una promesa temeraria. Les dijo irreflexivamente a Jim y a Preston que haría un trato con Jeannie. Ahora tenía que cumplir aquel imprudente compromiso. Debía impedir que Jeannie continuase haciendo preguntas acerca de Steve Logan y Dennis Pinker.
Era un problema peliagudo. Aunque la había contratado y había tramitado la concesión de su beca, no podía darle órdenes sin más ni más; como ya le dijo a Jim, la universidad no era el ejército. Jeannie era una colaboradora de la UJF, y la Genético ya había abonado los fondos correspondientes a un año. A la larga, naturalmente, si se dispusiera de tiempo, podría ponerle una mordaza sin grandes problemas; pero eso ahora no bastaba. Había que pararle los pies de inmediato, antes de que descubriera lo suficiente como para estropearles todo el proyecto.
Tranquilo, se aconsejó, tranquilo.
El punto débil de la tarea de Jeannie era su utilización de bases de datos clínicos sin el permiso de los pacientes. Era la clase de asunto que los periódicos podían convertir en escándalo, al margen de si verdaderamente se había invadido o no la intimidad de alguien. Y a las universidades les aterraban los escándalos: causaban estragos en el capítulo de la recaudación de fondos.
Era una tragedia que aquel prometedor plan científico acabase en la ruina. Iba contra todo lo que representaba y defendía Berrington. Había alentado a Jeannie y ahora tenía que socavar su labor. Aquello la descorazonaría, y con razón. Berrington se dijo que la muchacha tenía genes perniciosos y que tarde o temprano se encontraría en dificultades; pero, con todo, hubiera deseado no tener que ser él la causa de su hundimiento.
Se esforzó en apartar de su mente el cuerpo de la joven. Las mujeres siempre habían sido su debilidad. No le tentaba ningún otro vicio: bebía con moderación, nunca jugaba y no entendía por qué la gente tomaba drogas. Quería a su esposa, Vivvie, pero a pesar de ello fue incapaz de resistirse al tentador encanto de otras mujeres, por lo que Vivvie acabó por dejarle, harta de verle mariposear con unas y con otras. Ahora, cuando pensaba en Jeannie se la imaginaba acariciándola, deslizando los dedos por su cabellera mientras le susurraba: «Has sido muy bueno conmigo, te debo tanto… ¿Cómo podré pagártelo alguna vez?».
Tales pensamientos le avergonzaban. Se suponía que era su patrocinador y su mentor, no su seductor. Al mismo tiempo que el deseo, le abrasaba un ardiente resentimiento. Jeannie no era más que una muchacha, por el amor de Dios; ¿cómo podía constituir tal amenaza? ¿Cómo podía una jovencita con un aro en la nariz representar un peligro para él, para Preston y para Jim, precisamente cuando estaban a dos pasos de materializar la ambición de toda su vida? Era inconcebible que aquello se viniera abajo ahora; la idea le produjo un vértigo empavorecedor. Cuando no se imaginaba a sí mismo haciéndole el amor a Jeannie, sus fantasías le llevaban al acto de estrangularla.
Sin embargo, no estaba nada dispuesto a provocar un escándalo público que la pusiera en la picota. Controlar a la prensa era difícil. Existía la posibilidad de que empezasen investigando a Jeannie y terminasen investigándole a él. Esa sería una estrategia peligrosa Pero no se le ocurría ninguna otra solución, aparte de la barbaridad del asesinato propuesta por Jim.
Apuró la consumición. El camarero le ofreció otro martini, pero Berrington la declinó. Barrió el establecimiento con la mirada y localizó un teléfono público junto a la puerta de los servicios de caballeros. Introdujo su tarjeta American Express en la ranura y marcó el número de la oficina de Proust. Descolgó uno de los insolentes paniaguados de Jim.
– Despacho del senador Proust.
– Aquí, Berrington Jones…
– Me temo que en estos momentos el senador esté reunido.
Berrington pensó que realmente Jim debería aleccionar a sus secuaces para que se mostrasen un poco más amables.
– Vamos a ver, entonces, si podemos evitar interrumpirle -dijo-. ¿Tiene programada para esta tarde alguna cita con los medios de comunicación?
– No estoy seguro. ¿Me permite preguntarle por qué necesita usted saberlo, señor?
– No, joven, no se lo permito -replicó Berrington en tono irritado. Los ayudantes presuntuosos eran la maldición de la Colina del Capitolio-. Puede usted responder a mi pregunta, puede avisar a Jim Proust para que se ponga al aparato o puede usted perder su maldito empleo, ahora dígame, ¿qué prefiere?
– No se retire, por favor.
Hubo una larga pausa. Berrington pensó que desear que Jim enseñara a sus ayudantes a mostrarse cordiales era como esperar que un chimpancé instruyese a sus descendientes en el arte de comportarse correctamente en la mesa. El estilo del jefe suele extenderse a los miembros de su equipo: una persona de modales groseros siempre tiene empleados que se distinguen por su mala educación.
Por el teléfono llegó una nueva voz:
– Profesor Jones, el senador tiene previsto asistir dentro de quince minutos a la conferencia de prensa que va a celebrarse con motivo de la presentación del libro Nueva esperanza para Norteamérica , del congresista Dinkey.
Aquello era perfecto.
– ¿Dónde?
– En el hotel Watergate.
– Dígale a Jim que estaré allí y asegúrese de que mi nombre figure en la lista de invitados, por favor.
Berrington colgó sin darle tiempo a responder.
Salió del bar y tomó un taxi para trasladarse al hotel. Era preciso tratar aquel asunto con delicadeza. Manipular a los medios de comunicación era bastante arriesgado: un buen reportero es muy capaz de percibir lo que hay debajo de la evidencia de una historia y empezar a hacer preguntas acerca de por qué se plantó allí. Pero cada vez que pensaba en los riesgos, Berrington se remitía a las recompensas y eso vigorizaba su ánimo.