Las tragedias lo cambian todo.
Yo nací y la mujer recién casada de la foto desapareció.
Miré por la ventana el jardín muerto. Contra la luz menguante, mi sombra rondaba en el cristal mirando la habitación muerta. ¿Qué pensará de nosotros?, me pregunté. ¿Qué opinará de nuestros esfuerzos por convencernos de que eso era vida y que la estábamos viviendo de verdad?
Salí de casa un día de invierno como cualquier otro y durante kilómetros mi tren viajó bajo un cielo blanco y translúcido. Después cambié de tren y las nubes se agruparon. A medida que avanzaba hacia el norte se iban tornando más cargadas y oscuras, cada vez más hinchadas. Esperaba oír en cualquier momento el primer repiqueteo de gotas en el cristal, pero no llovió.
En Harrogate, el chófer de la señorita Winter, un hombre moreno con barba, no tenía ningunas ganas de darme conversación. Me alegré, pues su silencio me permitió estudiar el paisaje, totalmente nuevo para mí, que se desplegó ante mis ojos en cuanto dejamos atrás la ciudad. Nunca había estado en el norte. Mis investigaciones me habían llevado a Londres, y en una o dos ocasiones había cruzado el canal de la Mancha para visitar bibliotecas y archivos de París. Conocía el condado de Yorkshire exclusivamente por las novelas que, para colmo, eran de otro siglo. En cuanto salimos de la ciudad casi desaparecieron los signos del mundo moderno, así que sentí que estaba adentrándome en el pasado al mismo tiempo que me internaba en la campiña. Con sus iglesias, sus tabernas y sus casitas de piedra los pueblos me resultaban pintorescos, y cuanto más nos alejábamos menor era su tamaño y mayor la distancia entre ellos, hasta que la continuidad de los campos pelados propios del invierno solo se vio interrumpida por alguna que otra granja apartada. Finalmente también las granjas quedaron atrás y anocheció. Los faros del coche iluminaban franjas de un paisaje incoloro e indefinido: sin cercas, sin muros, sin setos, sin edificios. Tan solo una carretera desprovista de arcén y, a cada lado, borrosas ondulaciones de oscuridad.
– ¿Estamos en los páramos? -pregunté.
– Sí -contestó el chófer, y me arrimé un poco más a la ventanilla, pero únicamente pude distinguir el cielo cargado de agua ejerciendo una presión claustrofóbica sobre la tierra, sobre la carretera, sobre el coche. Unos metros más allá se extinguía hasta la luz de nuestros faros.
En un cruce sin señales abandonamos la carretera y avanzamos dando tumbos a lo largo de tres kilómetros de camino pedregoso. Después de parar dos veces para que el chófer abriera y cerrara una verja, seguimos dando botes y sacudidas durante otro kilómetro.
La casa de la señorita Winter descansaba entre dos suaves lomas que se alzaban en la oscuridad, casi dos colinas que parecían confluir y que solo después de salvar la última curva del camino desvelaban la presencia de un valle y una casa. Bajo el cielo, que para entonces irradiaba tonos en morado, añil y pólvora, la casa descansaba agazapada, larga, baja y muy oscura. El chófer me abrió la portezuela del coche y al salir comprobé que ya había bajado mi maleta y se disponía a marcharse, dejándome sola frente a un porche sin luz. Las ventanas quedaban ocultas detrás de postigos de listones y no se veía rastro alguno de presencia humana. Cerrado en sí mismo, el lugar parecía rechazar las visitas.
Llamé a la puerta. El timbre sonó extrañamente sordo atravesando la humedad del aire. Mientras aguardaba contemplé el cielo. El frío trepaba por las suelas de mis zapatos. Llamé de nuevo. Tampoco me respondieron.
A punto de llamar por tercera vez, me sobresalté cuando, sin hacer ruido alguno, se abrió la puerta.
La mujer que me miraba desde el umbral sonrió con profesionalidad y se disculpó por haberme hecho esperar. A primera vista parecía una mujer muy normal. Su cabello, corto y cuidado, era tan paliducho como su piel, y era difícil definir el color de sus ojos, entre azul gris y verde. No obstante, su aspecto anodino no se debía tanto a la ausencia de colorido como a la falta de expresión. Me figuré que con una pizca de emoción en ellos sus ojos podrían haber irradiado vida y mientras su mirada escrutadora rivalizaba con la mía, creí sentir que mantenía esa inexpresividad haciendo un gran esfuerzo deliberado.
– Buenas noches -dije-. Soy Margaret Lea.
– La biógrafa. La estábamos esperando.
¿Qué es lo que permite a los seres humanos ver más allá del fingimiento del otro? Porque en ese momento advertí con claridad que la mujer estaba nerviosa. Quizá las emociones tengan olor o sabor, quizá las transmitamos, sin saberlo, mediante vibraciones en el aire. Fuera como fuese, supe también que lo que la inquietaba no era un aspecto concreto de mí, sino simplemente el hecho de que había ido y era una extraña para ella.
Me invitó a pasar y cerró la puerta. La llave giró dentro de la cerradura sin hacer ruido y tampoco se oyó el más mínimo chirrido cuando los cerrojos perfectamente engrasados volvieron a su sitio.
De pie en medio del vestíbulo, con el abrigo todavía puesto, experimenté por primera vez la profunda singularidad de ese lugar. La casa de la señorita Winter era completamente silenciosa.
La mujer me dijo que se llamaba Judith y que era el ama de llaves. Me preguntó por mi viaje y me informó de los horarios de las comidas y los mejores momentos para poder contar con agua caliente. Su boca se abría y se cerraba; en cuanto las palabras abandonaban sus labios eran sofocadas por el manto de silencio que caía sobre ellas. Ese mismo silencio engullía nuestras pisadas y amortiguaba el abrir y cerrar de las puertas mientras el ama de llaves me mostraba, uno tras otro, el comedor, el salón y la sala de música.
No había nada mágico detrás de ese silencio, pues se debía simplemente al mullido mobiliario de la casa: orondos sofás aparecían cubiertos de almohadones de terciopelo; había sillones, divanes y escabeles tapizados; había tapices colgando de las paredes y utilizados como echarpes sobre muebles forrados. Cada centímetro cuadrado de suelo estaba enmoquetado, y cada centímetro cuadrado de moqueta estaba alfombrado. El damasco que cubría las ventanas también envolvía las paredes. Del mismo modo que el papel secante absorbe la tinta, también toda esa lana y ese terciopelo absorbían el ruido, pero si el papel secante solo embebe el exceso de tinta, los tejidos de la casa parecían succionar hasta la mismísima esencia de las palabras.
Seguí al ama de llaves. Doblamos tanto a izquierda y derecha, a derecha e izquierda, subimos y bajamos tantas escaleras, que me desorienté por completo. Enseguida dejé de entender la relación entre el intrincado interior de la casa y su simplicidad externa. Supuse que el edificio había sido reformado en distintas ocasiones, añadiendo estancias por aquí y por allá; probablemente nos hallábamos en un ala o una extensión invisible desde la fachada.
– Ya se acostumbrará -articuló el ama de llaves sin que apenas se la oyera al verme la cara, y la entendí como si yo supiera leer los labios.
Finalmente dejamos atrás un pequeño rellano y nos detuvimos. La mujer abrió una puerta que daba a una sala de estar, de la que salían otras tres puertas.
– El cuarto de baño -dijo abriendo una-, el dormitorio -abriendo otra- y el estudio.
Estas habitaciones estaban tan abarrotadas de cojines, cortinas y tapices como el resto de la casa.
– ¿Quiere que le sirva sus comidas aquí o en el comedor? -preguntó el ama de llaves señalando la mesita y la silla junto a la ventana.
Yo ignoraba si las comidas en el comedor significaban comer con la anfitriona, y dudosa de mi posición en la casa (¿era una invitada o empleada?), vacilé, preguntándome qué sería más cortés. Al adivinar la causa de mi titubeo, el ama de llaves añadió con esfuerzo, como si tuviera que superar su acostumbrada reserva:
– La señorita Winter siempre come sola.
– En ese caso, si a usted no le importa, comeré aquí.
– Ahora mismo le traigo sopa y unos sándwiches. Después del viaje en tren debe de estar hambrienta. Aquí encontrará todo lo necesario para preparar té y café.
Abrió un armario situado en un rincón del dormitorio para mostrarme un hervidor de agua y demás accesorios para preparar bebidas; había incluso una pequeña nevera.
– Le ahorrará tener que andar bajando y subiendo de la cocina -añadió, y creí advertir que, a modo de disculpa por no quererme en su cocina, sonrió algo avergonzada.
Me dejó a solas para que deshiciera el equipaje.
En el dormitorio tardé apenas un minuto en sacar mis contadas prendas de vestir, los libros y el neceser. Aparté los utensilios para preparar té y café y los sustituí por el paquete de cacao que me había llevado de casa. Luego dispuse del tiempo justo para probar la cama alta y antigua -tan generosamente colmada de cojines que por muchos guisantes que hubiera habido debajo del colchón no los habría notado- antes de que el ama de llaves regresara con una bandeja.
– La señorita Winter la invita a reunirse con ella en la biblioteca a las ocho en punto.
Hizo lo posible por que sonara como una invitación, pero no cabía duda, y así lo comprendí, de que era una orden.
No sé sí encontré la biblioteca por suerte o por casualidad, pero el caso es que llegué veinte minutos antes de la hora a la que se me había citado. No me importó. ¿Qué mejor lugar para matar el rato que una biblioteca? Y en concreto para mí, ¿qué mejor manera de conocer a alguien que a través de su colección de libros y el trato que les dispensa?
Lo primero que me sorprendió al ver la habitación en su conjunto fue lo notablemente diferente que era con respecto al resto de la casa. En las demás estancias se apiñaban los restos de palabras ahogadas; aquí, en la biblioteca, podías respirar. En vez de tela, esa habitación estaba hecha de madera. Había tablas en el suelo y postigos en los ventanales, y las paredes estaban forradas de estanterías de roble macizo.
Era una habitación de techos altos y mucho más larga que ancha. En un lado, cinco ventanales arqueados se extendían desde el techo hasta casi tocar el suelo, donde se situaban algunos asientos. Frente a ellos había cinco espejos de forma similar, colocados para que reflejaran la vista del exterior, si bien esa noche devolvían la imagen de la madera labrada de los postigos. Las estanterías arrancaban de las paredes y proyectaban su anchura formando huecos; en cada hueco había una lámpara de color ámbar sobre una mesita. No había más iluminación que la que irradiaba el fuego que ardía en el fondo de la estancia creando cálidos y suaves focos de luz en cuyos contornos hileras de libros se fundían con la penumbra.