En cuanto mencioné aquel nombre, los ojos del abogado viajaron discretamente hacia la puerta para comprobar que nadie podía oírnos.
– Es posible que quieran hablar con la dueña de la finca por cumplir con su rutina de trabajo.
– Eso pensé -dije, y proseguí apresuradamente-. El caso es que la señorita Winter no solo está enferma… Supongo que eso lo sabe.
Asintió.
– Sino que su hermana se está muriendo.
Asintió con gravedad y no me interrumpió.
– Dada la fragilidad de la señorita Winter y el estado de salud de su hermana, sería preferible que le dieran la noticia del hallazgo con mucho tacto. No debería enterarse por boca de un extraño y no debería estar sola en el momento en que se lo comuniquen.
– ¿Qué propone?
– Podría regresar a Yorkshire hoy mismo. Si logro llegar a la estación en menos de una hora, podré estar allí esta noche. Imagino que la policía tendrá que hablar primero con usted para poder ponerse en contacto con la señorita Winter.
– Así es, pero podría retrasarlo unas horas, hasta que usted haya llegado a Yorkshire. También puedo acompañarla a la estación, si así lo desea.
En ese momento sonó el teléfono. Intercambiamos una mirada de preocupación mientras descolgaba el auricular.
– ¿Huesos? Entiendo… Es la dueña de la finca, sí… Una persona mayor y delicada de salud… Una hermana, muy enferma… cuyo fallecimiento probablemente sea inminente… Sería preferible… Dadas las circunstancias… Casualmente conozco a alguien que tiene intención de ir allí esta misma noche… De total confianza… Exacto… Sin duda… Por supuesto.
Anotó algo en un bloc y lo arrastró hacia mí por la superficie de la mesa. Un nombre y un número de teléfono.
– El agente quiere que le telefonee cuando llegue a Yorkshire para informarle de cómo se encuentra la señora. Si está en condiciones, hablará con ella entonces; si no, dice que puede esperar. Por lo visto los restos no son recientes. Pero ¿a qué hora sale su tren? Deberíamos ponernos en marcha.
Al verme absorta en mis pensamientos, el ya madurito señor Lomax condujo en silencio. No obstante, se hubiera dicho que algo le estaba carcomiendo por dentro, y al doblar por la calle de la estación, no pudo contenerse más.
– El cuento número trece… -dijo-. Supongo que no…
– Ojalá lo supiera -le dije-. Lo siento.
Su cara reflejó una gran decepción.
Cuando la estación apareció ante nosotros, fui yo quien le hizo una pregunta.
– ¿Conoce por casualidad a Aurelius Love?
– ¡El hombre del servicio de catering! Claro que lo conozco. ¡Es un genio culinario!
– ¿Cuánto hace que se conocen?
Respondió sin detenerse a pensar.
– De hecho fuimos al colegio juntos… -Y a media frase un extraño temblor se apoderó de su voz, como si acabara de caer en la cuenta de hacia dónde iban mis pesquisas, así que mi siguiente pregunta no le sorprendió.
– ¿Cuándo descubrió que la señorita March era la señorita Winter? ¿Fue cuando tomó las riendas del despacho de su padre?
Tragó saliva.
– No. -Parpadeó-. Lo descubrí antes. Yo todavía estaba en el colegio. La señorita Winter apareció un día en casa para ver a mi padre. Había más intimidad que en el despacho. Tenían un asunto que resolver y, sin entrar ahora en detalles confidenciales, en el transcurso de su conversación dejó manifiestamente claro que la señorita March y la señorita Winter eran la misma persona. Ha de saber que no estaba escuchando a escondidas, por lo menos no de forma deliberada. Cuando ellos entraron yo ya me encontraba debajo de la mesa del comedor. El caso es que había un mantel que cubría la mesa convirtiéndola en una especie de tienda. Y como no quise abochornar a mi padre saliendo de repente, me quedé donde estaba.
¿Qué me había dicho la señorita Winter al respecto? «No puede haber secretos en una casa donde hay niños.»
Nos habíamos detenido delante de la estación. El señor Lomax hijo me miró acongojado.
– Se lo conté a Aurelius. El día en que me explicó que lo habían encontrado la noche del incendio. Le dije que la señorita Adeline Angelfield y la señorita Vida Winter eran la misma persona. Lo siento.
– No se preocupe. Ahora ya no importa. Solo sentía curiosidad.
– ¿Sabe la señorita Winter que le conté a Aurelius quién es ella?
Pensé en la carta que la señorita Winter me había enviado al principio, y en Aurelius con su traje marrón, buscando la historia de sus orígenes.
– Si lo adivinó, fue hace muchas décadas. Si lo sabe, no creo que le importe.
La sombra desapareció de su frente.
– Gracias por acompañarme.
Y eché a correr hacia el tren.
Desde la estación telefoneé a la librería. Mi padre no pudo ocultar su decepción cuando le dije que no iría a casa. -Tu madre lo lamentará -dijo.
– ¿En serio?
– Naturalmente que sí.
– Tengo que volver. Quizá ya haya dado con Hester.
– ¿Dónde?
– Han hallado unos huesos en Angelfield.
– ¿Huesos?
– Un obrero los descubrió hoy cuando estaba excavando en la biblioteca.
– Señor.
– Se pondrán en contacto con la señorita Winter para interrogarla. Y su hermana se está muriendo; no puedo dejarla sola, me necesita.
– Lo entiendo. -Su voz era grave.
– No se lo digas a mamá -le advertí-, pero la señorita Winter y su hermana son gemelas.
Guardó silencio; luego simplemente dijo:
– Cuídate mucho, Margaret.
Un cuarto de hora más tarde ya estaba instalada en mi asiento junto a la ventanilla sacando el diario de Hester de mi bolsillo.
Me gustaría saber mucho más sobre óptica. Estaba sentada con la señora Dunne en el salón, preparando el menú de la semana, cuando advertí un leve movimiento en el espejo. «¡Emmeline!», exclamé irritada porque no debería estar dentro de casa, sino en el jardín, recibiendo su dosis diaria de ejercicio y aire fresco. Me había confundido, por supuesto, porque solo tuve que mirar por la ventana para ver que Emmeline estaba en el jardín, con su hermana, jugando pacíficamente por una vez. Lo que había visto -lo que había alcanzado a ver con fugacidad, para ser exactos- debió de ser un rayo de sol entrando por la ventana y reflejándose en el espejo.
Pensándolo bien, lo que me condujo a dicho error no fue solo el peculiar funcionamiento de las leyes de la óptica, sino la psicología del ojo, pues acostumbrada como estoy a ver a las gemelas deambulando por lugares de la casa donde no espero encontrarlas y a horas en que las creo en otro lugar, he acabado por adquirir el hábito de interpretar cada movimiento que veo por el rabillo de mi ojo como una prueba de su presencia. Por tanto, un rayo de sol reflejado en un espejo se muestra de forma sumamente convincente para la mente como una muchacha con un vestido blanco. A fin de evitar errores de esa índole uno debería aprender a verlo todo sin ideas preconcebidas, a abandonar los razonamientos que acostumbra hacer. Ya departida, esa actitud es muy positiva. ¡La frescura de la mente! ¡La respuesta virginal ante el mundo! Tal actitud es tan importante que la ciencia depende de esa capacidad de dar un nuevo enfoque a aquello que el hombre llevaba siglos creyendo que comprendía. Sin embargo, en la vida cotidiana no podemos ajustamos a esos principios. Quién sabe el tiempo que necesitaríamos si tuviéramos que examinar situaciones que ya hemos experimentado desde un nuevo enfoque cada minuto del día. No. Por más que a veces nos desvíe del camino y haga que confundamos un rayo de luz con una muchacha vestida de blanco, pese a ser imágenes absolutamente diferentes, para liberarnos de lo mundano es preciso que deleguemos gran parte de nuestra interpretación del mundo a esas áreas inferiores de la mente que manejan lo supuesto, lo presumible y lo probable.
La mente de la señora Dunne a veces se pierde en divagaciones. Me temo que apenas asimiló nada de nuestra conversación sobre los menús y que mañana no nos quedará más remedio que repasarlos.
Tengo un pequeño plan relacionado con el médico y mis actividades aquí.
Le he hablado extensamente sobre mi creencia de que Adeline muestra un tipo de trastorno mental con el que nunca antes me he encontrado y sobre el que no he leído nada. Le mencioné los trabajos que he estado leyendo sobre los problemas de desarrollo de los gemelos y advertí su gesto de aprobación. Creo que ahora ya conoce mis capacidades y mi talento. No tenía noticia de uno de los libros que le comenté, lo que me permitió hacerle un resumen de los argumentos y las pruebas que reúne la obra. Seguidamente le señalé algunas contradicciones importantes que había encontrado e insinué que, si fuera mi libro, habría modificado las conclusiones y recomendaciones.
El médico sonrió al final de mi discurso y comentó con ligereza: «Quizá debería escribir su propio libro», dándome así la oportunidad que llevaba algún tiempo buscando.
Le señalé que el caso perfecto para preparar un libro de esa índole estaba aquí mismo, en la casa de Angelfield; que podría dedicar unas horas cada día a anotar mis observaciones, he expliqué a grandes rasgos algunos ensayos y experimentos que podrían llevarse a cabo para poner a prueba mi hipótesis. Y dejé caer el valor que esa obra podría tener para la medicina. Después me lamenté de que, pese a toda mi experiencia, mis títulos oficiales no son lo bastante importantes para tentar a un editor, y finalmente confesé que, como mujer, no estaba del todo segura de poder enfrentarme a un proyecto tan ambicioso. Seguro que un hombre, un hombre inteligente e ingenioso, sensible y preparado, con acceso a mi experiencia y al estudio de mi caso, podría realizar un trabajo mucho mejor.
De ese modo sembré en su mente la semilla de una idea. Y el resultado ha sido exactamente el que esperaba: trabajaremos juntos.
Sospecho que la señora Dunne no está bien. Cierro puertas y ella las abre. Corro cortinas y ella las descorre. ¡Y mis libros siguen cambiando de lugar! Ella trata de eludir la responsabilidad de sus acciones sosteniendo que en la casa hay fantasmas.