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Entre ella y yo, en el lecho de la enferma, la respiración de Emmeline entraba y salía con una cadencia suave, imperturbable y calmante, como el sonido del oleaje en una playa.

La señorita Winter guardaba silencio y también yo permanecí callada, componiendo mentalmente mensajes imposibles que pudiera enviar a mi hermana por medio de esta inminente viajera a ese otro mundo.

Con cada exhalación la habitación parecía llenarse de una pena cada vez más profunda e imperecedera.

Contra la ventana, una silueta oscura, la señorita Winter, salió de su inmovilidad.

– Quiero que tenga esto -dijo, y un movimiento en la penumbra me indicó que me estaba tendiendo algo por encima del lecho.

Mis dedos se cerraron sobre un objeto rectangular de cuero con un candado metálico, una especie de libro.

– De la caja de los tesoros de Emmeline. Ya no será necesario. Márchese. Léalo. Hablaremos a su regreso.

Libro en mano, caminé hasta la puerta adivinando el camino por los muebles que palpaba a mi paso. Detrás de mí quedaba el vaivén de la respiración de Emmeline.

Un diario y un tren

El diario de Hester estaba estropeado. Se había perdido la llave, y el cierre estaba tan oxidado que dejaba manchas naranjas en los dedos. Las tres primeras hojas estaban pegadas por donde la cola de la cubierta interna se había derretido. La última palabra de cada página se disolvía en un cerco marrón, como si el diario hubiera estado expuesto a la mugre y la humedad. Algunas hojas habían sido arrancadas; a lo largo de los mellados márgenes había una tentadora lista de fragmentos: «abn», «cr», «ta», «est». Y lo que todavía era peor, parecía que el diario hubiese estado en algún momento sumergido en agua; las páginas formaban ondulaciones, de manera que, cerrado, adquiría un grosor mayor del original.

Esa inmersión constituiría mi mayor problema. Si mirabas una página, era evidente que estaba escrita, y no con cualquier letra, sino con la de Hester. Ahí estaban sus firmes trazos ascendentes, sus bucles suaves y equilibrados; ahí estaba su inclinación justa, sus espacios económicos pero funcionales. No obstante, las palabras aparecían borrosas y difuminadas. ¿Era esta raya una «l» o una «t»? ¿Era esta curva una «a» o una «e»? ¿O una «s»? ¿Debía leerse esta configuración como «sale» o como «seto»?

Tenía por delante un auténtico rompecabezas. Aunque posteriormente hice una transcripción del diario, ese día de Nochebuena había demasiada gente en el tren para permitirme trajinar con lápiz y papel. Así pues, me acurruqué en mi asiento de la ventanilla con el diario cerca de la nariz, y examiné las páginas, poniendo toda mi atención en intentar descifrarlas. Al principio adivinaba una palabra de cada tres, pero luego, a medida que me implicaba en lo que Hester quería decir, las palabras empezaron a darme la bienvenida a medio camino, recompensando mis esfuerzos con generosas revelaciones, hasta que pude doblar las hojas a una velocidad cercana a la de la lectura. En ese tren, en la víspera de Navidad, Hester resucitó.

No pondré a prueba la paciencia del lector reproduciendo aquí el diario de Hester tal como llegó a mis manos: fragmentado y roto. Como hubiera hecho la propia Hester, lo he remendado y ordenado. He desterrado el caos y la confusión. He sustituido dudas por certezas, sombras por claridad, lagunas por fundamentos. Seguramente habré puesto palabras en sus páginas que ella nunca escribió, pero prometo que si he cometido algunos errores se limitarán a pequeños detalles; en lo verdaderamente importante, he escudriñado y bizqueado hasta tener la certeza absoluta de haber reconocido el significado original.

No expongo aquí el diario entero, sino solo una selección de extractos corregida. Esta selección ha estado dictada, en primer lugar, por cuestiones relacionadas con mi propósito, que es contar la historia de la señorita Winter; y en segundo lugar, por mi deseo de ofrecer una versión fiel de la vida de Hester en Angelfield.

El cuento n?mero trece - pic_38.jpg

La casa de Angelfield, aunque está mal orientada y tiene las ventanas mal colocadas, ofrece un aspecto bastante aceptable desde lejos, pero a medida que una persona se acerca advierte su estado ruinoso. Algunas partes de la mampostería están peligrosamente estropeadas. Los marcos de las ventanas se están pudriendo, y se diría que hay partes del tejado dañadas por las tormentas. Examinar los techos de las habitaciones del desván será una de mis prioridades.

El ama de llaves me recibió en la puerta. Aunque trata de ocultarlo, enseguida comprendí que tiene problemas de vista y oído. Dada su edad no es nada raro. Eso también explica el estado mugriento de la casa, pero después de toda una vida sirviéndoles imagino que la familia Angelfield no querrá despedirla. Apruebo su lealtad, si bien no logro entender por qué no puede contar con la ayuda de unas manos más jóvenes y fuertes.

La señora Dunne me habló de la casa. La familia lleva años viviendo con un personal que la mayoría de la gente consideraría muy escaso, pero han acabado aceptándolo como una característica más de la casa. Todavía no he determinado el motivo, pero lo que sí sé es que, aparte de la familia propiamente dicha, aquí solo viven la señora Dunne y un jardinero llamado John Digence. Hay ciervos (aunque ya no se practica la caza), si bien el hombre que los cuida nunca se deja ver por la casa; él recibe instrucciones del mismo abogado que me contrató a mí y que actúa como una especie de administrador de la finca, pero que yo sepa no la administran de ningún modo. La señora Dunne lleva personalmente las finanzas de la casa. Di por sentado que Charles Angelfield revisaba los libros y los recibos todas las semanas, pero la señora Dunne se echó a reír y me preguntó si creía que ella tenía vista como para andar anotando listas de números en un libro. Eso me parece, cuando menos, poco ortodoxo. No porque piense que la señora Dunne no sea de fiar; por lo que he podido ver hasta ahora parece una mujer buena y honrada, y confío en que cuando la conozca un poco mejor podré atribuir su reticencia exclusivamente a su sordera. Tomé la decisión de demostrar al señor Angelfield las ventajas de llevar fielmente la contabilidad y pensé que hasta podría ofrecerme a asumir esa tarea en el caso de que él esté demasiado ocupado.

Cuando estaba meditando sobre este asunto consideré que ya era hora de conocer a mi patrono, y cuál no sería mi sorpresa cuando la señora Dunne me dijo que el hombre se pasa los días metido en el viejo cuarto de los niños y que no acostumbra abandonarlo. Tras un sinfín de preguntas llegué a la conclusión de que sufría alguna clase de trastorno mental. ¡Una verdadera lástima! ¿Hay algo más triste que un cerebro que ha dejado de funcionar como es debido?

La señora Dunne me sirvió una taza de té (que por educación hice ver que bebía pero que más tarde tiré por el fregadero, pues tras haber reparado en el estado de la cocina desconfiaba del grado de limpieza de la taza) y me habló un poco de ella. Es octogenaria, nunca ha estado casada y ha vivido aquí toda su vida. Por supuesto, nuestra conversación derivó hacia la familia. La señora Dunne conocía a la madre de las gemelas desde que era un bebé. Me confirmó algo que yo ya había intuido: que fue el ingreso de la madre en un hospital para enfermos mentales lo que precipitó mi contratación. Me ofreció un relato tan confuso de los hechos que condujeron a la reclusión de la madre que fui incapaz de dilucidar si la mujer había atacado o no a la esposa del médico con un violín. En realidad poco importa; no hay duda de que existe un historial familiar de trastornos mentales, y confieso que el corazón se me aceleró ligeramente cuando vi confirmada mi sospecha. ¿Qué satisfacción representa para una institutriz recibir la dirección de mentes que ya transcurren por un camino plano y sin baches? ¿Qué reto supone fomentar el pensamiento ordenado en niños cuyas mentes ya gozan de orden y equilibrio? No solo estoy preparada para este trabajo, sino que llevo años anhelándolo. ¡Aquí descubriré al fin hasta qué punto funcionan mis métodos!

Pregunté por la familia del padre, pues aunque el señor March ha fallecido y las niñas no le conocieron, llevan su sangre y eso afecta a su personalidad. Sin embargo, la señora Dunne no pudo decirme mucho. En lugar de eso comenzó a relatarme una serie de anécdotas sobre la madre y el tío que, si debo leer entre líneas (y estoy segura de que esa era su intención), contenían indicios de algo escandaloso… Por supuesto, sus insinuaciones son del todo improbables, al menos en Inglaterra y sospecho que la mujer es algo fantasiosa. La imaginación es una característica saludable, y muchos descubrimientos científicos no habrían sido posibles sin ella, pero es preciso que vaya ligada a un propósito serio para que resulte fructífera. Si la dejamos vagar libremente, suele conducir a la necedad. Tal vez sea la edad lo que hace que la mente de la señora Dunne divague, pues parece una mujer bondadosa y no de esas personas que inventarían chismorreas porque sí. Sea como fuere, enseguida desterré el tema de mi mente.

Mientras escribo esto oigo ruidos fuera de mi habitación, las niñas han salido de su escondite y están rondando sigilosamente por la casa. No les han hecho ningún favor dejándolas vivir a su antojo. Se beneficiarán muchísimo del régimen de orden, higiene y disciplina que tengo previsto imponer en esta casa. No voy a salir a buscarlas. Sin duda es lo que esperan de mí, y en esta fase conviene a mis propósitos desconcertarlas.

La señora Dunne me mostró las estancias de la planta baja. Hay mugre por todas partes, las superficies están cubiertas de polvo y las cortinas cuelgan hechas jirones, aunque ella no lo ve y las tiene por lo que fueron años atrás, cuando vivía el abuelo de las gemelas, cuando había más personal. Hay un piano, tal vez irrecuperable, pero veré qué se puede hacer, y una biblioteca que seguramente rebosará de conocimiento una vez que el polvo desaparezca y pueda verse su contenido.

Los demás pisos los exploré sola, pues no deseaba forzar a subir demasiadas escaleras a la señora Dunne. En el primer piso escuché un correteo de pies, susurros y risitas ahogadas. Había encontrado a mis pupilas. Habían cerrado la puerta con llave y guardaron silencio cuando intenté girar el pomo. Pronuncié sus nombres una vez, luego las dejé solas y subí al segundo piso. Tengo por norma estricta no perseguir a mis pupilos, sino enseñarles a que ellos vengan a mí.

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