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Eso tendría que servir.

Me examinó el doctor Clifton. Escuchó mi corazón y me acribilló a preguntas.

– ¿Insomnio? ¿Sueño irregular? ¿Pesadillas?

Asentí tres veces.

– Lo suponía. -Cogió un termómetro y me ordenó que me lo pusiera debajo de la lengua, luego se levantó y caminó hasta la ventana. De espaldas a mí, preguntó-: ¿Y qué lee?

No podía responder con el termómetro en la boca.

– Cumbres Borrascosas . ¿Lo ha leído?

– Hummm.

– ¿Y Jane Eyre ?

– Hummm.

– ¿Sentido y sensibilidad ?

– Hummm.

Se volvió y me miró con el semblante grave.

– Y supongo que ha leído esos libros más de una vez.

Asentí con la cabeza y él frunció el entrecejo.

– ¿Leído y releído? ¿Muchas veces?

Asentí de nuevo y su ceño todavía se marcó más.

– ¿Desde la infancia?

Sus preguntas me tenían perpleja, pero intimidada por la gravedad de su mirada, asentí una vez más.

Bajo sus cejas oscuras, afiló los ojos hasta reducirlos a dos ranuras. Pude imaginarme a sus aterrados pacientes poniéndose bien simplemente para quitárselo de encima.

Se inclinó sobre mí para leer el termómetro.

De cerca la gente cambia. Una ceja oscura sigue siendo una ceja oscura, pero puedes ver cada pelo por separado, su disposición, lo pegados que están unos de otros. Los últimos pelos de la ceja del doctor Clifton, más finos, casi invisibles, se perdían en dirección a la sien, señalando la espiral de la oreja. La piel de la barba estaba llena de agujeritos muy pegados entre sí. Y otra vez ese bombeo casi imperceptible de las fosas nasales, esa vibración en la comisura de sus labios. Siempre lo había interpretado como una muestra de severidad, una señal de que el doctor Clifton tenía una pobre opinión de mí; pero en aquel momento, viéndolo a tan solo unos centímetros de distancia, se me ocurrió que, después de todo, quizá no fuera desaprobación. ¿Era posible, me dije, que el doctor Clifton estuviera secretamente riéndose de mí?

Me retiró el termómetro de la boca, cruzó los brazos y emitió su diagnóstico.

– Padece una dolencia que afecta a las damiselas con una imaginación romántica. Los síntomas son, entre otros, desvanecimiento, fatiga, pérdida del apetito y ánimo decaído. Aunque la crisis pueda atribuirse al hecho de vagar bajo una lluvia gélida sin el debido impermeable, seguramente la verdadera causa se halle en un trauma emocional. No obstante, a diferencia de las heroínas de sus novelas favoritas, su constitución no se ha visto debilitada por las privaciones propias de siglos anteriores mucho más severos; ni tuberculosis, ni polio en la infancia ni condiciones de vida antihigiénicas. Sobrevivirá.

Me miró directamente a los ojos y fui incapaz de desviar la mirada cuando dijo:

– No come lo suficiente.

– No tengo apetito.

– L'appétit vient en mangeant .

– El apetito llega comiendo -traduje.

– Exacto. Recuperará el apetito, pero debe ayudarlo. Tiene que desear recuperarlo.

Esa vez fui yo quien frunció el entrecejo.

– El tratamiento es sencillo: comer, descansar y tomar esto… -Garabateó algo en una libreta, arrancó la hoja y la dejó sobre la mesita de noche-. En pocos días desaparecerán la debilidad y el cansancio. -Abrió el maletín y guardó la pluma y la libreta. Luego cuando se levantó para marcharse, titubeó-. Me gustaría preguntarle sobre esos sueños suyos, pero sospecho que no querrá contármelos…

Le miré fríamente.

– Sospecha bien.

Hizo una mueca.

– Así lo suponía.

Desde la puerta se despidió con un gesto de la mano y se marchó.

Cogí la receta. Con letra enérgica, había escrito: «Sir Arthur Conan Doyle, Los casos de Sherlock Holmes . Tomar diez páginas, dos veces al día, hasta finalizar el tratamiento».

Días de diciembre

O bedeciendo las instrucciones del doctor Clifton, pasé dos días en la cama comiendo, durmiendo y leyendo a Sherlock Holmes. Confieso que sobrepasaba las dosis del tratamiento prescritas y devoraba un relato tras otro. Antes de que el segundo día tocara a su fin, Judith ya había bajado a la biblioteca y subido otro tomo de Conan Doyle. Desde mi crisis estaba muy amable conmigo. Su cambio de actitud no se debía solo al hecho de que sintiera lástima por mí -que la sentía-, sino a que por fin la presencia de Emmeline ya no era un secreto en la casa, y la mujer podía dejar que su simpatía natural rigiera la relación conmigo en lugar de mantener constantemente una fachada de prudencia.

– ¿Y no le ha dicho nunca nada sobre el cuento número trece? -preguntó esperanzada un día.

– Ni una palabra. ¿Y a usted?

Negó con la cabeza.

– Jamás. ¿No le parece extraño que después de todo lo que ha escrito, la historia más famosa sea una que puede que ni siquiera exista? Piénselo: probablemente la señorita Winter podría publicar un libro donde faltaran todas las historias y se vendería como rosquillas. -Acto seguido, negando con la cabeza para despejar la mente y con un nuevo tono de voz añadió-: Entonces, ¿qué le parece el doctor Clifton?

Cuando el doctor Clifton pasó más tarde a verme, sus ojos se posaron en los libros que descansaban sobre la mesita de noche; no dijo nada, pero las fosas nasales le vibraron.

El tercer día, sintiéndome frágil como una recién nacida, me levanté de la cama. Cuando descorrí la cortina una luz fresca y limpia inundó mi habitación. Fuera, un azul radiante y sin nubes se extendía de un extremo a otro del horizonte y el jardín brillaba con el rocío. Daba la sensación de que durante esos largos días plomizos la luz se hubiera ido concentrando detrás de las nubes, y ya que estas se habían ido nada le impedía emerger a raudales, empapándonos de golpe con toda la luminosidad de quince días concentrada. Al parpadear, sentí que algo semejante a la vida empezaba a correr lentamente por mis venas.

Antes del desayuno salí al jardín. Despacio y con tiento, eché a andar por el césped con Sombra pegado a mis talones. El suelo crujía bajo mis pies y el sol se reflejaba en el follaje escarchado. La hierba bañada de rocío retenía las marcas de mis zapatos mientras Sombra avanzaba a mi lado como un fantasma remilgado, sin dejar huellas. Al principio el aire seco y frío acuchilló mi garganta, pero poco a poco me llenó de vitalidad y dejé que la euforia me embargara. Así y todo, unos minutos fueron suficientes; con las mejillas heladas, las manos rojas y los dedos de los pies doloridos, regresé gustosamente a la casa, seguida también gustosamente de Sombra. Primero el desayuno, luego el sofá de la biblioteca, un buen fuego y un buen libro.

Advertí lo recuperada que estaba cuando mi mente, en lugar de concentrarse en los tesoros de la biblioteca de la señorita Winter, se concentró en su historia. Subí a recoger mis papeles, descuidados desde el día de mi crisis, y regresé al calor del hogar, donde, con Sombra a mi lado, pasé la mayor parte del día leyendo. Leí, leí y leí, redescubriendo la historia, recordando sus enigmas, misterios y secretos. Sin embargo, no hubo ninguna revelación. Cuando llegué al final estaba tan desconcertada como al principio. ¿Había estado alguien toqueteando la escalera de John-the-dig? Pero, de ser así, ¿quién? ¿Y qué fue eso que vio Hester cuando pensó que había visto un fantasma? Y, lo más inexplicable de todo, ¿cómo había conseguido Adeline, esa niña violenta y vagabunda, incapaz de comunicarse con nadie salvo con su torpe hermana y capaz de llevar a cabo actos despiadados, convertirse en la señorita Winter, la disciplinada autora de docenas de novelas de éxito y creadora, para colmo, de un jardín de exquisita belleza?

Dejé a un lado los papeles, acaricié a Sombra y contemplé el fuego, anhelando el consuelo de un relato en el que todo hubiera sido planeado con antelación, en el que la confusión del nudo hubiera sido inventada con el único objetivo de entretenerme y en el que pudiera calcular cuan lejos me hallaba del desenlace por las páginas que quedaban. Ignoraba cuántas hojas harían falta para completar la historia de Emmeline y Adeline e incluso si habría tiempo de terminarla.

Pese a mi ensimismamiento, no podía dejar de preguntarme por qué no había visto aún a la señorita Winter. Cada vez que preguntaba por ella, Judith me obsequiaba con la misma respuesta: está con la señorita Emmeline. Hasta esa noche, cuando llegó con un mensaje de la señorita Winter: ¿me sentía lo suficientemente repuesta para leerle un rato antes de la cena?

Cuando fui a ver a la señorita Winter, encontré un libro -El secreto de lady Audley - en una mesa, junto a ella. Lo abrí en la página donde estaba el marcapáginas y empecé a leer. Apenas llevaba un capítulo cuando guardé silencio, intuyendo que ella deseaba decirme algo.

– ¿Qué sucedió esa noche -preguntó la señorita Winter-, la noche que usted enfermó?

Agradecí con nerviosismo la oportunidad de poder explicarme.

– Yo ya sabía que Emmeline estaba en la casa. La había oído por las noches. La había visto en el jardín. Di con sus aposentos. Esa noche en concreto le llevé a alguien para que la viera. Emmeline se asustó. Lo último que deseaba era asustarla. Pero al vernos se sobresaltó y… -La voz se me quedó atrapada en la garganta.

– Quiero que sepa que usted no tiene la culpa. No se alarme. El médico, Judith y yo ya estamos más que acostumbrados a los gemidos y las crisis nerviosas. Tengo tendencia a la sobreprotección. Fui una estúpida por no contárselo. -Hizo una pausa-. ¿Piensa decirme quién era esa persona que la acompañaba?

– Emmeline tuvo un hijo -respondí-. Esa es la persona que me acompañaba. El hombre del traje marrón. -Y tras haber dicho lo que sabía, las preguntas cuya respuesta desconocía treparon hasta mis labios, como si mi franqueza pudiera animar a la señorita Winter a hablar con igual sinceridad-. ¿Qué buscaba Emmeline en el jardín? Estaba intentando desenterrar algo la noche que la vi allí. Lo hace a menudo; Maurice dice que son los zorros, pero sé que no es cierto.

La señorita Winter estaba callada y muy quieta.

– «Los muertos están bajo tierra» -cité-. Eso fue lo que me dijo. ¿Quién cree Emmeline que está enterrado? ¿Su hijo? ¿Hester? ¿A quién busca bajo tierra?

La señorita Winter emitió un murmullo, y aunque tenue, enseguida me trajo el recuerdo extraviado de las roncas palabras que Emmeline había pronunciado en el jardín. ¡Las palabras exactas!

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