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El pomo de la puerta de la cocina empezó a girar, poco después se detuvo. Ni los tirones ni las sacudidas consiguieron liberarlo. Estaba cerrado con candado.

La ventana rota del salón había sido entablada y los postigos del comedor reforzados. Solo quedaba una posibilidad. Nos dirigimos hacia la enorme puerta de doble hoja del vestíbulo. Emmeline me seguía sin hacer ruido, presa del desconcierto. Tenía hambre. ¿A qué venía tanto trajín de puertas y ventanas? ¿Cuánto faltaba para que pudiera atiborrarse de comida? Un rayo de luna, teñido de azul por el cristal tintado de las ventanas del vestíbulo, bastó para iluminar los enormes, pesados e inalcanzables cerrojos en lo alto de las puertas que alguien había lubricado y corrido.

Estábamos atrapadas.

Emmeline habló. «Ñam ñam», dijo. Tenía hambre. Y cuando Emmeline tenía hambre, Emmeline tenía que comer, así de sencillo. Nos vimos en un grave apuro. Tardó mucho, pero finalmente su pequeño cerebro comprendió que la comida que tanto ansiaba no iba a llegar. Una mirada de pasmo asomó en sus ojos. Emmeline abrió la boca y aulló.

El llanto subió por la escalera de piedra, dobló por el pasillo de la izquierda, viajó otro tramo de escalones y se coló por debajo de la puerta del dormitorio de la nueva institutriz.

A ese primer sonido pronto se sumó otro. No los pasos arrastrados y miopes del ama, sino el andar presto y acompasado de Hester Barrow. Un clic, clic, clic pausado y enérgico. Fue bajando un tramo de escalera, continuó avanzando por un pasillo y llegó al descansillo.

Me refugié entre los pliegues de las largas cortinas justo antes de que emergiera en el rellano. Era medianoche. Ahí estaba, en lo alto de la escalera, una figura pequeña y compacta, ni gorda ni delgada, sostenida por un par de piernas robustas y coronada por un semblante sereno y resuelto. Con el cinturón de su bata azul anudado con firmeza y el pelo cuidadosamente cepillado, parecía dormir sentada y lista para enfrentarse rauda a la mañana. Tenía el cabello fino y pegado a la cabeza, la cara redonda y la nariz regordeta. Era una mujer anodina, o algo incluso peor, pero esa característica en Hester no producía, ni de lejos, el mismo efecto que en otras mujeres. Hester atraía las miradas.

Emmeline, al pie de la escalera, estaba sollozando de hambre, pero en cuanto Hester se presentó en todo su esplendor, dejó de llorar y se quedó mirándola aparentemente apaciguada, como si lo que hubiera aparecido ante ella fuera una bandeja repleta de pasteles.

– Me alegro de verte -dijo Hester bajando las escaleras-. Pero dime, ¿quién eres? ¿Adeline o Emmeline?

Emmeline, boquiabierta, no contestó.

– No importa -dijo la institutriz-. ¿Quieres cenar? ¿Dónde está tu hermana? ¿Crees que a ella también querrá cenar?

– Ñam -dijo Emmeline, y yo no supe si era la palabra cenar o la propia Hester la que había provocado aquel sonido de mi hermana.

Hester miró a su alrededor, buscando a la otra gemela. La cortina le pareció eso, una mera cortina, pues tras echarle una fugaz ojeada devolvió toda su atención a Emmeline.

– Ven conmigo -sonrió. Sacó una llave de su bolsillo. Era de un azul plateado limpio, lustroso y brillaba seductor bajo la luz azul.

El truco funcionó.

– Brilla -dijo Emmeline, e ignorando qué era o la magia que podía ejercer, siguió la llave y a Hester con ella por los fríos pasillos hasta la cocina.

En los pliegues de la cortina mis retortijones de hambre se convirtieron en rabia. ¡Hester y su llave! ¡Emmeline! Se estaba repitiendo la historia del cochecito. Era amor.

Era la primera noche y Hester había ganado.

La suciedad de la casa no se contagió a nuestra impecable institutriz, como habría sido de esperar, sino todo lo contrario. Exhaustos y polvorientos, los escasos rayos de luz que conseguían colarse por las mugrientas ventanas y los pesados cortinajes parecían posarse siempre en Hester. Ella los reunía en su persona y los lanzaba a la penumbra renovados y revitalizados por su contacto. Poco a poco, el brillo se fue extendiendo desde Hester hacia el resto de la casa. El primer día únicamente se vio afectada su habitación. Hester descolgó las cortinas y las sumergió en una bañera de agua jabonosa. Las colgó en el tendedero, donde el sol y el viento despabilaron el insospechado estampado de rosas de color rosa y amarillo. Mientras las cortinas se secaban, lavó la ventana con papel de periódico y vinagre para dejar entrar la luz, y cuando pudo ver lo que estaba haciendo limpió a fondo la habitación. Cuando anocheció había creado dentro de esas cuatro paredes un pequeño cielo de limpidez. Y eso fue solo el principio.

Con jabón y con lejía, con energía y con determinación, impuso la higiene en la casa. Allí donde los habitantes llevaban generaciones arrastrándose sin rumbo fijo y medio ciegos, girando cada uno alrededor de sus sórdidas obsesiones, Hester llegó como un milagro purificador. Durante treinta años el ritmo de vida dentro de aquella casa se había medido por el lento movimiento de las motas de polvo atrapadas en algún rayo de sol cansino, pero entonces los piececitos de Hester marcaron los minutos y los segundos, y con un vigoroso golpe de plumero las motas desaparecieron.

A la limpieza le sucedió el orden, y la casa fue la primera en notar los cambios. Nuestra nueva institutriz realizó un recorrido exhaustivo. Empezó por abajo y fue subiendo, chasqueando la lengua y frunciendo el entrecejo en cada piso. No había armario o recoveco que escapara a su atención; lápiz y libreta en mano, examinó hasta la última habitación, tomando nota de las manchas de humedad y las ventanas que hacían ruido, buscando chirridos en puertas y tablas, probando llaves viejas en cerraduras viejas y etiquetándolas. Dejaba tras de sí puertas cerradas con llave. Pese a tratarse de una primera «inspección», la fase preliminar de la restauración propiamente dicha, en cada cuarto realizaba algún cambio: una pila de mantas en un rincón dobladas y colocadas en orden sobre una silla; un libro recogido y encajado debajo de su brazo para su posterior devolución a la biblioteca; la línea de una cortina enderezada. Todo eso hecho con notable presteza pero sin transmitir la menor sensación de apremio. Parecía que Hester solo tuviera que recorrer con su mirada una habitación para que la oscuridad reculara, para que el caos, abochornado, comenzara a ordenarse a sí mismo, para que los fantasmas se batieran en retirada. Y de esa manera, hasta la última habitación fue hesterizada .

Es cierto que el desván la detuvo en seco. Se le cayó la mandíbula y contempló horrorizada el agujero del tejado. Pero incluso frente a ese caos se mostró invencible. Apretando los labios, recuperó la frialdad y se puso a garabatear en su libreta con renovado vigor. Al día siguiente llegó un albañil. Le conocíamos del pueblo; era un hombre tranquilo y de andar pausado que cuando hablaba alargaba las vocales para dar un descanso a la boca antes de pronunciar la siguiente consonante. Tenía siempre seis o siete trabajos en curso y raras veces terminaba alguno; se pasaba su jornada laboral fumando cigarrillos y observando el trabajo que tenía entre manos meneando la cabeza con gesto fatalista. El hombre subió al desván con su habitual paso perezoso, pero después de pasar cinco minutos con Hester se puso a darle al martillo como si le fuera la vida en ello. Hester le había galvanizado.

En unos días ya había establecido un horario para las comidas, un horario para acostarse y otro para levantarse. Unos días más y ya había zapatos limpios para estar en el interior de la casa y botas limpias para salir al exterior. No solo eso, sino que los vestidos de seda fueron lavados, remendados, reajustados y guardados para supuestas «ocasiones especiales», y vestidos nuevos de popelín azul marino y verde con fajín y cuello blancos aparecieron para usarlos a diario.

Emmeline prosperaba bajo ese nuevo régimen. Comía bien y a horas regulares, y tenía permitido jugar -bajo estrecha supervisión – con las llaves brillantes de Hester. Incluso llegó a sentir verdadera pasión por los baños. El primer día se resistió, gritó y pateó mientras Hester y el ama la desvestían y la sumergían en la bañera, pero cuando se vio en el espejo después del baño, cuando se vio limpia y con el pelo recogido en una cuidada trenza atada con un lazo verde, abrió la boca y entró en otro de sus trances. Le gustaba estar reluciente. Siempre que se hallaba en presencia de Hester, Emmeline la estudiaba a hurtadillas, a la espera de una sonrisa. Si Hester sonreía -lo cual no era nada infrecuente- Emmeline se quedaba mirándola encantada. Al poco tiempo aprendió a devolverle la sonrisa.

Otros miembros de la casa también mejoraron. El médico examinó los ojos del ama y, pese a sus protestas, fue llevada a un especialista. A su regreso había recuperado la vista. El ama se alegró tanto de ver el nuevo estado de pulcritud de la casa que se olvidó de todos los años vividos en la penumbra y rejuveneció lo suficiente para unirse a Hester en este espléndido nuevo mundo. Ni siquiera John-the-dig, que obedecía las órdenes de Hester a regañadientes y jamás permitía que sus ojos oscuros se cruzaran con los ojos chispeantes y ubicuos de la institutriz, pudo resistirse al efecto positivo de su energía. Sin decir una palabra a nadie, agarró las tijeras de podar y entró en el jardín de las figuras por primera vez desde el trágico incidente y unió sus esfuerzos a los que ya estaba haciendo la naturaleza para reparar la violencia del pasado.

La influencia sobre Charlie fue menos directa. Él la evitaba y así ambos estaban contentos. Hester solo deseaba hacer su trabajo, y su trabajo solo éramos nosotras. Nuestras mentes, nuestros cuerpos y nuestras almas, sí, pero nuestro tutor quedaba fuera de su jurisdicción y, por tanto, lo dejaba tranquilo. Ella no era Jane Eyre y él no era el señor Rochester. Dado el amor por la limpieza de la nueva institutriz, Charlie optó por retirarse a los antiguos cuartos de los niños del segundo piso, detrás de una puerta firmemente cerrada con llave donde él y sus recuerdos pudieran revolverse bien a gusto en la mugre. Para él, el efecto Hester se limitó a una mejora de la dieta y a una mano más firme sobre sus finanzas, las cuales, bajo el control honrado pero endeble del ama, habían sufrido el saqueo de vendedores y negociantes sin escrúpulos. Charlie no reparaba en ninguna de esas mejoras y de haberlo hecho dudo mucho de que le hubieran importado.

Pero Hester mantenía a las niñas bajo control y fuera de la vista, y si Charlie se hubiera detenido a pensarlo, se lo habría agradecido. Bajo el reinado de Hester no existían motivos para que vecinos hostiles acudieran a quejarse de las gemelas. Bajo el reinado de Hester, Charlie no tenía necesidad de bajar a la cocina a comer un sándwich hecho por el ama, y sobre todo no tenía necesidad de abandonar ni por un minuto el reino imaginario en el que vivía con Isabelle, solo con Isabelle, siempre con Isabelle. Todo lo que cedió en territorio lo ganó en libertad. Nunca oía a Hester, nunca la veía; jamás se le cruzaba por la cabeza. Se ajustaba completamente a su manera de vivir.

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